Cuando hablamos de las primeras conquistas del Islam imaginamos grandes masas de combatientes montando en camello, desierto a través, ondeando banderas con la media luna y versículos coránicos. Pero esa expansión también tuvo lugar por mar. En el año 655, una vez conquistado el Imperio Sasánida, el Califato Rashidun se volvió contra el Bizantino con un doble ataque terrestre y marítimo. El emperador Constante II trató de frenar el segundo con su armada y los dos bandos chocaron en la batalla de Finike o de los Mástiles, considerada la primera importante disputada por los musulmanes en el ámbito naval.

El primer califato, llamado Rashidun u Ortodoxo, se estableció en el año 632 tras la muerte de Mahoma y tuvo cuatro califas. El tercero de éstos, Uzmán ibn Affán, yerno de Mahoma, gobernó del 645 al 656 sucediendo a sus predecesores, Abu Bakr y Úmar. Fue él quien dio el gran impulso a la expansión hacia Oriente (Persia, Mesopotamia, Armenia y Afganistán) y quien precipitó el crecimiento a costa de territorios bizantinos en el Creciente Fértil; Siria, Palestina, Egipto…

Al país de los faraones, arrebatado a los bizantinos por Úmar en el 639, envió a su hermano Abdallah ibn Sa’d como gobernador, en sustitución de un Amr ibn al-As que, si bien había conquistado el suroeste de Palestina y asentado el control califal en Egipto, provocaba cierto recelo por sus actuaciones independientes y el hecho de ser un converso. Además, aplicaba una política suave y tolerante hacia judíos y cristianos, exonerándolos de servir en el ejército a cambio de pagar dos impuestos especiales -la yizia y el jarach-, que disuadía de resistirse pero que Abdallah ibn Sa’d tenía orden de cambiar para incrementar la recaudación tributaria.

Batalla de los Mástiles
El Califato Ortodoxo en su máxima extensión, en tiempos del califa Uzmán. Crédito: Wario2 / Wikimedia Commons

Entretanto, Uzmán puso a su sobrino Muawiya al frente de Siria, dotándolo, como a su hermano, de un fuerte dispositivo militar con el que dominar la peligrosa insurgencia de los jariyíes, una tercera rama islámica aparte de la chiíta y la sunita. Muawiya, que inicialmente se había opuesto a Mahoma -con el que estaba emparentado- pero luego cambió y pasó a ser su escriba, revelándose en su mandato sirio como un eficaz mando militar, fue el primero en extender las operaciones bélicas al mar, conquistando Chipre en el 649 con la ayuda de Abdallah ibn Sa’d.

En el 688, Justiniano II y el califa omeya Abd al-Malik ibn Marwan alcanzarían un insólito acuerdo para convertir la isla en un condominio que se mantuvo vigente durante tres siglos, pero lo importante aquí es que en aquel momento pertenecía al Imperio Bizantino, por lo que había una alarmante evidencia: el Califato iba creciendo progresivamente a su costa y el éxito en la incursión constituyó un acicate más para continuar las campañas navales, ordenando Abdallah ibn Sa’d la construcción de una flota.

Si el antecedente de ésta ya había tenido ocasión de demostrar su buen hacer en el 646, al rechazar en la estratégica Alejandría un intento bizantino de reconquista, ahora aumentaba notablemente su poder. Tanto que en el 655 Muawiya emprendió una ambiciosa expedición a Capadocia -de nuevo engullendo territorios imperiales- que planeó desde una doble perspectiva: un ejército al mando de Abu’l-Awar avanzaría por tierra, manteniéndose siempre cercano al litoral para ser abastecido desde el mar por la nueva flota, que tendría como misión extra detener cualquier posible contrataque por esa vía.

Imperio Romano 600
El Imperio Bizantino a principios del siglo VII, poco antes de la expansión musulmana. Crédito: Derfel73 / ArdadN / Dominio público / Wikimedia Commons

Efectivamente, el emperador Constante II no estaba dispuesto a seguir cediendo terreno y ordenó zarpar a sus barcos, quizá considerando que si derrotaba o ponía en fuga a los del enemigo las tropas terrestres de éste se quedarían sin suministros y no podrían continuar. Constante II Pogonatos («Barbado») había subido al trono en el 641, sucediendo a su tío Heracleonas, derrocado por una revuelta popular que le acusaba de haber envenenado a su hermano Constantino III Heraclio. Fue él quien fracasó en el mencionado intento de recuperar Egipto.

Percatándose del peligro que corría su imperio, pidió ayuda a Taizong, emperador de China, que también recelaba del Califato. Una rebelión le devolvió Alejandría en el 646 pero efímeramente, pues la reseñada victoria de la flota musulmana y la colaboración de los monofisitas abriendo las puertas al ejército de Amr ibn al-As -preferían la tolerancia mostrada por él a la represión que sufrían a manos de los melquitas o cristianos bizantinos- dejaron Egipto definitivamente en el bando islámico. Luego continuaron conquistando el exarcado de África (Libia). El siguiente escenario era el mar.

Para frenar la expedición enemiga a Capadocia, Constante II en persona se puso al mando de la armada, que según el cronista Teófanes el Confesor (un monje de origen noble) estaba formada por un millar de barcos diversos, aunque de guerra serían unos cuatrocientos. Enfrente, la califal tenía como almirante a Abu’l-Awar, al que las fuentes bizantinas llaman Abulathar o Aboubacharos, uno de los últimos miembros de la tribu árabe Banu Sulaym en abrazar la fe islámica, que dos años antes fue responsable de demoler lo que que aún quedaba en pie del Coloso de Rodas (destruido por un terremoto en el 226 a. C., los restos se vendieron a un mercader judío que los transportó a lomos de novecientos camellos).

Coloso Rodas
Recreación artística del Coloso de Rodas., por Frantisek Kupka. Crédito: Tony Hisgett / Wikimedia Commons

De hecho, Abu’l-Awar había adquirido gran experiencia militar, participando en las conquistas de Siria, Chipre y Creta gracias a que la flota sumaba casi dos millares de barcos. Ahora contaba con un número notoriamente inferior al de los bizantinos, la mitad (unos dos centenares), que se encontraron con los de su adversario en la costa de Licia, frente al monte Finike. Unos y otros debieron de considerar crucial la trascendencia del enfrentamiento, ya que Constantinopla se perfilaba como un objetivo cada vez más apetitoso para el califa.

En su obra Chronographia, Teófanes el Confesor relata una célebre anécdota que sigue una recurrente tradición precedente a las batallas. La noche antes, Constante II soñó que estaba en Tesalónica, lo que, al consultar su significado con un intérprete, fue explicado de forma negativa, como un augurio de derrota: «Emperador, desearías no haber dormido ni haber tenido ese sueño de tu presencia en Tesalónica». La razón era que Tesalónica («Thessaloniki») suena fonéticamente similar a la expresión des allo nike, que significa «dar la victoria a otro».

Para contrarrestar aquel funesto vaticinio, Constante II ordenó levantar una cruz en la nave almirante y que la tropa entonara salmos durante la maniobra de aproximación al enemigo. Como cabía imaginar, éste respondió levantando sus estandartes con la media luna y recitando versículos del Corán con todas sus fuerzas, para tratar de acallar los cantos cristianos. El desarrollo del choque fue curioso debido a una iniciativa que tomaron los musulmanes para contrarrestar el brusco oleaje y que a la postre iba a aportar el nombre al episodio.

Batalla de los Mástiles
Barcos musulmanes zarpan para la Batalla de los Mástiles. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Ta’rij al-Rusul wa al-Muluk («Historia de los profetas y los reyes»), la primera historia universal escrita por un autor musulmán, el persa Al-Tabari, cuenta que la mar estaba tan agitada que Abu’l-Awar ordenó atar los barcos entre sí con gruesas maromas para mantener sus formación en línea y evitar que se separaran demasiado, compensando la mayor pericia marinera de los bizantinos y favoreciendo el abordaje, el combate cuerpo a cuerpo y la puntería de los numerosos arqueros embarcados. Por eso, dado el bosque de palos que se formó, aquel combate también se conoce como la batalla de los Mástiles.

No se conocen detalles exactos de cómo transcurrió la lucha, pero sí que hubo muchas bajas por ambas partes y que al final la victoria sonrió a Abu’l-Awar de forma tan contundente que Constante II, cuenta Teófanes el Confesor, se vio obligado a escapar de incógnito, intercambiando sus ropas con las de un oficial -que murió heroicamente haciéndose pasar por él- para no llamar la atención del enemigo y evitar así que le persiguieran. Dejando atrás quinientos barcos perdidos y unos veinte mil muertos, llegó a Constantinopla y se aprestó para la defensa ante el previsible ataque musulmán, que sin embargo no se produjo.

La razón, según las fuentes bizantinas, fue que la tripulación islámica manifestó su descontento con continuar, ya que pese a la victoria también había quedado maltrecha. Incluso consideran que se trató de un síntoma de lo que pronto iba a explotar como la Primera Fitna. Fue ésta la guerra civil que sacudió el Califato Ortodoxo, dividiéndolo en las tres ramas reseñadas antes (chiíes suníes y jayiríes) y que acabaría con el asesinato de Uzmán y su sustitución por Muawiya (con el efímero interregno de Ali ibn Abi Talib), fundador del Califato Omeya.

Guerras Arabes Bizantinos
Batallas entre musulmanes y bizantinos durante el mandato de Muawiya. Crédito: Al Ameer son / Wikimedia Commons

El obispo e historiador armenio Sebeos escribió una Historia de Heraclios en la que asegura que la flota de Abu’l-Awar continuó adelante con el objetivo de sitiar Constantinopla, pero no pudo llevar a cabo el plan porque una tormenta hundió buena parte de sus naves y con ellas la maquinaria de asedio. Por supuesto, los bizantinos atribuyeron el episodio a una intervención divina cuyo alcance iba más allá de lo que parecía, pues, privado de ese equipamiento, el ejército de tierra que dirigía Muawiya y que ya estaba en el Bósforo, en Calcedonia, optó por regresar a Siria.

En cambio, las fuentes musulmanas no dicen nada al respecto y, aunque admiten que atacar la capital bizantina era ya una aspiración general y que los asaltos a Rodas y Chipre constituían una preparación para ello, explican que la Primera Fitna no estalló hasta el 656, un año más tarde, teniendo más que ver con las típicas crisis sucesorias y las divergencias doctrinales -y geográficas- que con reveses militares ante los rumis, como denominaban a los bizantinos (palabra derivada de «romanos» que luego hicieron extensiva a todos los cristianos).

Lo que sí está claro es que la batalla de Finike supuso un enorme giro en el dominio del Mediterráneo oriental, hasta entonces controlado por el Imperio Bizantino hasta tal punto que se lo conocía como el «lago romano». A partir de ahí pasó a ser un campo de contienda entra las respectivas armadas, imponiéndose poco a poco pero inexorablemente la musulmana, lo que le facilitaría ir un paso más allá y no limitarse al norte de África sino a atreverse a atacar Sicilia e Hispania.



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