Hace ya unos años dedicamos un artículo a San Pedro y Miquelón (Saint-Pierre-et-Miquelon), un archipiélago francés de dos islas situado en América del Norte, a unos veinticinco kilómetros de la costa de Terranova. Se trata del único resto que queda del antiguo Virreinato de Nueva Francia (que abarcaba partes de las actuales Canadá y Estados Unidos, como Quebec y Luisiana). Como pasó con otros territorios, se convirtió en un quebradero de cabeza para los Aliados al estallar la Segunda Guerra Mundial y ser la metrópoli ocupada por los alemanes, ya que la administración local permaneció leal al Gobierno de Vichy. Por eso De Gaulle ordenó su conquista a finales de 1941.

Fue el navegante portugués Joao Alvares Facundes el que descubrió el archipiélago, allá por 1520, bautizándolo con el nombre de Las Once Mil Vírgenes, antes de que, dieciséis años más tarde, el galo Jacques Cartier lo renombrara Isla de Saint-Pierre (San Pedro) en honor del patrón de los pescadores. Porque aquellas aguas resultaron ser extraordinariamente fructíferas y atrajeron a numerosos barcos bacaladeros y balleneros, sobre todo vasco-franceses, de San Juan de Luz, que fueron quienes pusieron nombre a la segunda isla, Miquelón (Mikeleune). Hay una tercera, Langlade, conocida de varias formas a lo largo de la historia y que hoy está unida a la anterior por un istmo de arena.

La riqueza de esos caladeros atrajo a los británicos, que después del Tratado de Utrecht echaron a los franceses durante medio siglo, hasta que el Tratado de París fue recuperado a cambio de la entrega de la Nueva Francia continental. La historia se repitió en unas décadas, en el contexto de la Revolución Americana (que contaba con la colaboración francesa), de modo que las islas fueron cambiando de manos una y otra vez hasta que finalmente se las quedaron los galos en tiempos de Napoleón debido a que el interés por el archipiélago había disminuido por la decadencia de la pesca.

San Pedro y Miquelon
Mapa de San Pedro y Miquelón. Crédito: Planiglobe / RaviC / De728631 / Wikimedia Commons

El 22 de junio de 1940 se firmó el denominado Segundo Armisticio de Compiègne, por el que la Alemania nazi y la Tercera República Francesa ponían fin a las hostilidades, quedando el país dividido en dos partes: una, en el norte y oeste (incluida la fachada atlántica), ocupada y administrada directamente por los germanos; otra, en el sur, gobernada por un nuevo régimen adicto al hitleriano con centro en Vichy, al que se concedía el control de los territorios no europeos. Por consiguiente, San Pedro y Miquelón quedaron encuadradas en este último.

La autoridad local la representaba el Administrateur vigente, Gilbert de Bournat, que había sido nombrado en 1936 y contaba con la ayuda del almirante Georges Robert como alto comisionado y comandante en Jefe del Atlántico Occidental (que, además del archipiélago en cuestión, incluía las Antillas y Guyana). Cabe precisar que algunos de esos territorios, como Martinica y Guadalupe, rechazaron lo dispuesto en el armisticio al considerar que se había firmado bajo presión, posicionándose a favor del bando Aliado.

Sin embargo, el administrador mantuvo San Pedro y Miquelón leal al régimen que desde julio de 1940 presidía el mariscal Pétain, lo que preocupaba tanto a Canadá como a EEUU porque en las islas contaban con una estación de radio y además estaban comunicadas con Europa mediante cables transatlánticos, lo que suponía la posibilidad de facilitar información a los submarinos alemanes sobre condiciones meteorológicas, paso de convoyes y movimientos de buques de guerra, aparte de proveer de pesca a Alemania a través de Francia.

San Pedro y Miquelon
Localización del archipiélago De San Pedro y Miquelón en Norteamerica. Crédito: Eric Gaba (Sting) / Wikimedia Commons

Por esa razón hubo voces recomendado la invasión. Algunas incluso antes del armisticio, como la que el gobierno provincial de Terranova y Labrador hizo al de Reino Unido, que le recomendó discutirlo primero con el de Canadá. El Gabinete de Guerra canadiense descartó la idea, sabedor de que su homólogo estadounidense no lo veía con buenos ojos por cuanto alteraba la clásica doctrina Monroe, aun cuando también recelaba de lo que pudiera hacer el administrador De Bournat siguiendo órdenes de Vichy.

Para tranquilizar a los norteamericanos en ese sentido, el 6 de agosto de 1940 el mencionado almirante Georges Robert firmó un acuerdo con el almirante John W. Greenslade que regulaba las relaciones entre EEUU y las Indias Occidentales Francesas en base a un statu quo en la región. Pese a que se trataba de un pacto personal que no fue firmado oficialmente, a los estadounidenses les bastó y, de hecho, el 17 de diciembre de 1941 hubo una confirmación, esta vez concertada por Robert con otro almirante, Frederick J. Horne.

Ahora bien, San Pedro y Miquelón estaban demasiado cerca de la estratégica desembocadura del río San Lorenzo como para que los canadienses aceptaran aquel vago compromiso. EEUU podía permitírselo porque en esos momentos permanecía neutral, pero Canadá sí era beligerante, ya que desde la Declaración Balfour de 1926 y el Estatuto de Westminster de 1931 tenía el estatus de asociado libre de la British Commonwealth of Nations y, como tal, declaró la guerra a Alemania el 10 de septiembre de 1939. No obstante, como decíamos antes, al principio el gobierno canadiense optó por no intervenir en el archipiélago francés por respeto a su vecino americano.

San Pedro y Miquelon 1941
La corbeta francesa Aconit, una de las tres que tomaron parte en la toma de San Pedro y Miquelón. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Empezó a replantearse la cuestión cuando, a lo largo de 1941, las acciones de la Kriegsmarine llegaron a sus aguas. Entonces, la Commission permanente mixte de défense Canada-États-Unis, una junta mixta de Canadá y EEUU creada el 17 de agosto de 1940 en virtud del Acuerdo de Ogdensburg (firmado por el presidente Franklin Delano Roosevelt y el primer ministro canadiense William Lyon Mackenzie King para una defensa mutua), definió la posición de San Pedro y Miquelón como peligro potencial.

Pese a ello, Roosevelt siguió negándose a una intervención porque desconfiaba de las apetencias anexionistas que Canadá siempre había manifestado por hacerse con San Pedro y Miquelón, algo que también argumentaban desde Vichy. Y así siguieron las cosas, en una tensa indefinición, hasta que el almirante Émile Muselier, nombrado por De Gaulle jefe de la FNFL (Forces Navales Françaises Libres) y comandante provisional de la fuerza aérea, condenado a muerte in absentia por el régimen de Vichy, aseguró que la emisora de radio del archipiélago colaboraba con los U-boot germanos.

Eso obligaba a tomar cartas en el asunto de alguna manera. El 3 de noviembre de 1941, el secretario de estado canadiense Norman Robertson informó al embajador estadounidense Moffat de que los agentes infiltrados en el archipiélago tendrían que registrar todos los mensajes enviados y recibidos para estar prevenidos. Pero en EEUU continuaban reacios al intervencionismo y mostraron su desaprobación a un plan para ocupar las islas lanzando paracaidistas; Mackenzie King tuvo que ordenar su cancelación. No obstante, el almirante Muselier insistió y propuso un desembarco.

San Pedro y Miquelon 1941
El general De Gaulle presidiendo el Comité National Français. A su lado está el almirante Muselier. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Fue el 12 de diciembre, durante un encuentro en Halifax (Nueva Escocia) con representantes de los gobiernos canadiense y estadounidense. Estos últimos insisitieron en rechazar cualquier propuesta, pero Muselier tenía orden de De Gaulle de acometer ya la invasión y por eso el marino había viajado al mando de una pequeña escuadra, formada por el submarino Surcouf y las corbetas Mimosa, Aconit y Alysse. Aunque Muselier prefería actuar con consenso y tratar de convencer a los americanos, tuvo que obedecer. Los franceses contaban, eso sí, con un as en la manga: el consentimiento extraoficial de Winston Churchill.

El 23 de diciembre, la flotilla gala zarpó del puerto de Halifax en lo que se anunció como una mera misión de adiestramiento. En realidad puso rumbo al archipiélago, contraviniendo las instrucciones de Leonard W. Murray, contraalmirante de la Royal Canadian Navy y su teórico superior. Arribó a San Pedro a las tres de la madrugada del día 24, desembarcando a sus doscientos treinta marineros armados; en veinte minutos se apoderaron de la isla sin necesidad de disparar un solo tiro, ya que los únicos que podían hacerles frente eran un puñado de gendarmes.

Georges de Bournat fue depuesto y arrestado; el almirante Robert no porque ya hacía tiempo que se había pasado a la Francia Libre (en 1947, el Tribunal Superior de Justicia, tras una primera condena a diez años de cárcel, le exoneró parcialmente de la acusación de colaboracionismo argumentando que su fidelidad a Vichy era sólo formal, contando con el testimonio favorable de los estadounidenses). Al día siguiente se organizó una consulta a la población insular en la que la mayoría absoluta (más del noventa y ocho por ciento) votó a favor de unirse también a la Francia Libre.

San Pedro y Miquelon 1941
El submarino Surcouf en 1935. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Al frente del gobierno local quedó el alférez Alain Savary, que luego sería político socialista y anticolonialista, llegando a recibir la cartera de Educación Nacional en 1981. El capitán Roger Birot, héroe de Dunkerque y comandante de la I División de Corbetas, quedó al mando provisional de la marina del archipiélago, uno de los primeros lugares de la Francia extracontinental que se unieron a la Libre contra la de Vichy y el régimen nazi. Todo había acabado felizmente para los Aliados, aunque EEUU no se calló su disgusto por una operación llevada a cabo sin su permiso.

Peor aún, el secretario de estado Cordell Hull realizó una declaración pública el 25 de diciembre claramante crítica: La acción emprendida por tres barcos de los llamados franceses libres en San Pedro y Miquelón fue una acción arbitraria, contraria al acuerdo de todas las partes interesadas. En general, se recordaba de nuevo la violación de la doctrina Monroe y hasta se comparaba la invasión con las agresiones realizadas por alemanes y japoneses, algo que resultó sorprendente para Churchill, por ejemplo, quien lo consideraba desproporcionado a las modestas dimensiones del episodio.

Y es que incuso se planteó una intervención de los marines, que finalmente no se llevaría a cabo porque el almirante Muselier no se achantó y replicó que la opinión pública gala insular se había manifestado favorable por abrumadora mayoría. La crisis diplomática, empero, tuvo corto recorrido; no sólo porque todos los Aliados apoyaran a los franceses sino también porque EEUU ya era uno de ellos: su situación había cambiado, pues estaba ya inmerso en la contienda después del ataque a Pearl Harbor, habiendo declarado la guerra a Japón el 8 de diciembre y a Alemania el 11. Eso sí, Roosevelt nunca pudo evitar cierta desconfianza hacia De Gaulle en lo sucesivo.



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