Más de uno estará ansiosamente pendiente del calendario, esperando la llegada del Black Friday (Viernes Negro) el próximo 29 de noviembre para aprovechar alguna suculenta oferta, aunque sea a costa de batirse en duelo por ella con una frenética multitud. Pero, pese a que cada año nos reimos luego de los vídeos que circulan por esas peleas, lo cierto es que fue peor el White Friday o Viernes Blanco. Eso sí, no ocurrió en comercios sino en la Primera Guerra Mundial: los Alpes Dolomitas, en los que una serie de avalanchas, parte de ellas provocadas deliberadamente a cañonazos, se llevaron por delante la vida de miles de soldados.
En Italia lo llaman Santa Lucia Nera (Santa Lucía Negra) por la onomástica del día que tuvo lugar, el 13 de diciembre, que además no era viernes sino miércoles (la prensa anglosajona lo cambió sin que se sepa el porqué). Concretamente del año 1916, en el que los ejércitos italiano y austrohúngaro estaban desplegados en un frente de montaña que se extendía desde el municipio de Stelvio, en la frontera con Suiza, hasta el norte del lago Garda, y desde el este del río Adige hasta la meseta de Sette Comuni, en el Véneto, a través del macizo del Pasubio, que está entre las provincias de Vicenza y Trento. Un abrupto campo de batalla que al peligro inherente a todo conflicto bélico sumaba el meteorológico.
Y es que en aquel otoño-invierno de 1916 las lluvias llegaron ya a mediados de octubre, registrándose a partir de ahí casi un centenar de nevadas en el Val di Sole (un valle del noroeste de la provincia de Trento al que rodean varios conjuntos montañosos y cadenas alpinas, como Orttles-Cevale, Brenta y Adamello-Presanella), con temperaturas de hasta cuarenta grados bajo cero en sitios como el municipio de Vermiglio. Al entrar diciembre, una cresta de altas presiones sobre el occidente de Rusia y de bajas en Europa occidental generó lo que se conoce como circulación termohalina, cuyos efectos iban a resultar terribles.
Este patrón de circulación suele causar fuertes precipitaciones en los Alpes del sur y temperaturas inusualmente altas en la región mediterránea porque eleva la del mar y la evaporación del agua se concentra en la zona meridional de esa cordillera. Aquel invierno nevó el triple de los valores máximos que se iban a registrar en las décadas siguientes, entre 1931 y 1960.
Consecuentemente, tras nueve días cayendo nieve sin parar, la capa acumulada superaba por mucho lo habitual y estaba en estado crítico en cuanto a estabilidad. Sólo en las últimas veinticuatro horas anteriores al día 13 de diciembre hubo dos metros de nieve a mil metros de altitud.
Las capas de nieve se volvieron todavía más voluminosas, densas y pesadas… Y entonces el viento cálido y húmedo procedente del Mediterráneo dio el último toque: las corrientes cálidas y el agua pluvial debilitaron las bases sobre las que se asentaban y el aire caliente las fundió. El siguiente paso era inevitable: se sucedieron decenas de avalanchas en distintos sitios que sepultaron a una cifra incierta de soldados, calculada entre dos mil y diez mil. Comenzaron en Val Chiese (Valle del Chiese, en Trento), donde, entre los días 11 y 18 de diciembre, seis aludes mataron a ciento veinte soldados italianos del 41º Reggimiento di Fanteria.
En realidad los aludes mortales en los Dolomitas eran una constante y ese año ya se habían producido algunos antes; unos cuantos en fechas tan tempranas como marzo y abril (en Malga Caldea, Fuchiade, Tabià Palazze-Malga Ciapela, Val Cismon-Val Vecchia, Monte Verena, Caserma Campellio, etc); otro en noviembre (Forcella Plumbs). Posteriormente al del Viernes Blanco también vendrían más: el 30 de diciembre en Uomo Basso, el 31 de diciembre en Monte Cukla-Rombon, el 25 de mayo de 1918 en Canalone Lagoscuro… Por citar sólo los de mayores dimensiones.
La jornada más mortífera fue la del 13. Hacia las 18:00 una pared de nieve se deslizó ladera abajo de la Valanga del Vallon Tofana, llevándose por delante a otro centenar de italianos de la la 3ª Batería del 1º Reggimiento di Artiglieria da Montagna. Tres horas y media más tarde les tocó el turno a treinta y tres soldados de la 694ª Centuria acuartelados en Pieve di Livinallongo del Col di Lana. Y a medianoche los cuarteles del 7º Reggimiento Alpini fueron también embestidos por la nieve. Esta situación se repitió en una veintena de posiciones a lo largo de los Dolomitas, cada una de las cuales sufrió bajas mortales.
En unas se contaron por decenas, como en el Valle Andraz sul Col di Lana (cuarenta muertos), San Valentino di Monte Baldo (treinta y cinco), Monte Novegno (treinta y tres), Val Pruche (treinta), Malga Ces-Colbricon a San Martino di Castrozza (veintiséis) o Val Travenanzes sulle Tofane (veinte). En otras los números fueron menores y en algunas nunca se ha podido establecer la cifra exacta, como en Val del Gatto, donde a ojo se calcula que las vidas perdidas rondarían la treintena. Pero no sólo los italianos salieron damnificados de aquella infausta jornada.
El ejército austrohúngaro había construido en agosto un cuartel en la cumbre del Gran Poz della Marmolada, a unos tres mil trescientos cincuenta metros de altitud, destinado a albergar al primer batallón del Regimiento Imperial de Fusileros del Kaiserlich-königliche Gebirgstruppe (Tropas Imperiales de Montaña).
La misión de aquellos trescientos veintiún hombres -doscientos veintinueve fusileros austrohúngaros y ciento dos bosnios de una columna de apoyo- consistía en defender el control sobre la que era la montaña más alta de los Dolomitas (tres mil trescientos cuarenta y tres metros), que por entonces servía de frontera natural con Italia y por ello estaba en disputa.
Mientras los italianos estaban acampados en los precipicios rocosos de la cara sur, los austrohúngaros se situaban en los acantilados septentrionales, a cubierto del fuego directo de los morteros enemigos gracias a que se guarecían en la bautizada como Eisstadt (Ciudad de Hielo), diez kilómetros de túneles por el interior de la montaña excavados ad hoc. Sin embargo el nuevo cuartel, al que se bautizó con el nombre de la unidad a la que se destinaba, Kaiserschützen (Fusileros Imperiales), consistía en los clásicos barracones de madera al aire libre, concebidos para mejorar las condiciones de acomodación de la tropa.
Toda una ironía, puesto que esa situación los convertía en vulnerables no al enemigo sino a la naturaleza: la nieve acumulada en la cima alcanzaba ya doce metros de espesor y las corrientes de viento cálido empezaban a fundirla. Como dijo un oficial, las montañas en invierno son más peligrosas que los italianos. Para agravar el problema, tampoco los mandos estuvieron a la altura.
El comandante de la posición, Rudolf Schmid, se percató del peligro y escribió a su superior, el teniente mariscal de campo Ludwig Goiginger, de la 60ª División de Infantería, pidiendo autorización para evacuar dadas las circunstancias meteorológicas.
Pero la solicitud fue denegada porque los mandos estaban seguros en los valles, desde donde no podían percatarse adecuadamente de la nevada en la cumbre ni de la inestabilidad de la capa acumulada. La petición de Schmid ya no pudo volver a cursarse; el tiempo empeoró de nuevo y un nuevo temporal cortó las comunicaciones telefónicas, bloqueando los teleféricos que realizaban las labores de suministro y dejando aislados todos los puestos avanzados. Así se produjo la fatalidad; los peores presagios de aquel oficial se hicieron realidad el 13 de diciembre a las cinco y media de la madrugada.
A esa hora, durmiendo toda la compañía excepto los centinelas, la capa de nieve y hielo acumulada en la cumbre (aproximadamente un millón de metros cúbicos, doscientas mil toneladas) cedió y con un siniestro rugido se abatió sobre el cuartel. Los techos y paredes de los barracones no pudieron resistir el tremendo impacto y se derrumbaron como si fueran de papel, aplastando a los soldados en sus camastros. Al menos doscientos setenta de ellos perecieron o quedaron enterrados vivos bajo el tsunami blanco. Únicamente se pudieron rescatar cuarenta cadáveres, quedando el resto in situ; entre ellos no estaban Schmid y su asistente, que sobrevivieron con heridas leves.
El desastre hubiera sido menor si se hubiera atendido otra petición, ésta del teniente Leo Handl, para que la tropa pudiera dejar los barracones e instalarse en los túneles; tampoco recibió el visto bueno porque allí dentro la temperatura oscilaba entre cero y cinco grados bajo cero. Pero al mismo tiempo, en el otro lado de la montaña, en el valle de Antermoia, el cuartel italiano de Punta Serauta también fue engullido por un desprendimiento de nieve que aniquiló a la docena de militares que había en su interior. Como decíamos antes, no se trató de casos aislados y a lo largo de la jornada se repitieron las trágicas circunstancias.
Según información documental que no concreta demasiado, los soldados ayudaron a la naturaleza en esa misión homicida: al ver la facilidad con que se desplomaba la nieve, ambos bandos dispararon cañonazos sobre las zonas de mayor acumulación para provocar avalanchas sobre las posiciones enemigas. Muchas de ellas eran pequeños puestos cuyos defensores desaparecieron para siempre sin poderse rescatar sus cuerpos o peor aún, sin que nadie se enterase. Como mínimo murieron dos millares de soldados y varias docenas de civiles en total, aunque hay quien, sumando otros casos más los aludes de barro y rocas posteriores, sube el número de víctimas a diez mil. Hoy en día, debido al retroceso de los hielos, afloran restos humanos de aquel episodio de vez en cuando.
En el centenario del Viernes Blanco la universidad suiza de Berna realizó un estudio que concluyó que el del 13 de diciembre de 1916 fue uno de los peores desastres meteorológicos de la historia de Europa y de los más mortíferos del mundo en su tipo (por avalancha), junto con el ocurrido en Perú el 31 de mayo de 1970 (cuando el terremoto de Ancash generó un aluvión de lodo y escombros que arrasó la ciudad de Yungay y diez aldeas cercanas, causando treinta mil muertos), el de lahar -flujo de lodo volcánico- en el pueblo colombiano de Armero en 1985 y los deslizamientos de tierra de Haiyuan (en China, 1920) y Khait (Tayikistán, 1949).
Cabe añadir, a manera de epílogo, que el 5 de diciembre de 2020 -es decir, casi exactamente ciento cuatro años después- se produjeron unas condiciones meteorológicas parecidas a las del día de Santa Lucia Nera que desataron otro enorme alud de nieve en la Marmolada. El refugio alpino Pian dei Fiacconi, ubicado a dos mil seiscientos veintiséis metros de altitud y no lejos del Gran Poz, quedó sepultado; afortunadamente estaba cerrado, pendiente de una reforma, por lo que no hubo que lamentar víctimas.
Más recientemente, el 3 de julio de 2022, fue un gigantesco serac (gran bloque de hielo fragmentado de un glaciar por las grietas) el que colapsó, generando una avalancha de ochenta metros de frente por veinticinco de alto en las laderas de Marmolada; murieron once personas y otras ocho resultaron heridas. Las montañas siempre imponen su ley.
FUENTES
Mark Thompson, The White War. Life and death on the Italian Front 1915-1919
VVAA, Diciembre 1916: Il mese della Morte Bianca
Giuseppe Ciabatti, Storie di montagna. Le valanghe di Santa Lucia
Silvia Musi, Grandi valanhe: le vittime
Wikipedia, Viernes Blanco
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