En el año 869 d.C. el Gran Ejército Pagano del vikingo danés Ivar el Deshuesado conquistaba el reino inglés de Anglia Oriental, un terremoto seguido de un tsunami arrasaba el noroeste de Japón, en Tikal se erigía la Estela 11 y la flota bizantina del emperador Basilio I se afanaba en expulsar a los musulmanes del Adriático. Por su parte el Califato Abásida se encontró con un problema tan inesperado como grave: una insurrección masiva que brotó en Mesopotamia, cerca de Basora, liderada por un autoproclamado descendiente de Mahoma al que se unieron miles de esclavos y cuya represión desvió tantas tropas que Egipto aprovechó para independendizarse de facto durante casi cuatro décadas. Nos referimos a la Rebelión Zanj.

Dejando de lado la discutida hipótesis de algunos expertos sobre su posible origen chino, zanj es una palabra árabe que significa «país de los negros» y usaban los geógrafos medievales musulmanes tanto para referirse a la costa suahili (el sudeste de África) como a sus habitantes bantúes. De ella derivan el nombre de Zanzíbar y la latinización Zingium, que alude al litoral de Kenia y Tanzania, donde el mundo islámico obtenía marfil, oro y, sobre todo, esclavos. Consecuentemente, éstos pasaron a llamarse también zanj, habida cuenta de que eran reunidos en las factorías establecidas en esa zona, como Malindi, Mombasa, Gedi, Pemba, etc.

Pese a lo que se cree, el esclavismo africano no alcanzó su máxima expresión con los traficantes negreros europeos sino con los árabes, que a lo largo de varios siglos cazaron o compraron a millones de negros para trasladarlos a Oriente Medio, las islas del océano Índico y el subcontinente indio. No se trataba de un comercio nuevo, ya que existía desde la Antigüedad, tal como describen autores de la talla de Estrabón, Plinio el Viejo o Agatárquidas de Cnido; los musulmanes simplemente tomaron el relevo de egipcios, babilonios, griegos, persas, indios y bizantinos, especialmente a partir del siglo IX.

Zanj Rebelion
La Costa Suahili o Zanj. Crédito: Mozzan / ArnoldPlaton / Wikimedia Commons

En concreto, cuando los comerciantes árabes se instalaron en esa región atraídos por las riquezas que podían obtener. Igual que luego harían los portugueses en el otro lado del continente, al principio ellos mismos organizaban expediciones esclavistas y después, agotadas las zonas más accesibles, pasaron a comprar la mercancía a los jefes tribales indígenas, trasladándola a través de sabanas y selvas hacia el mar para embarcarla. Es imposible saber con exactitud cuántas personas sufrieron ese triste destino, pero el historiador francés Olivier Pétré-Grenouilleau calcula unas seis mil al año, lo que supondría cerca de diecisiete millones desde el siglo VII hasta 1920. Otros rebajan la cifra suponiendo que la población nativa no superaba los cuarenta millones.

La mayoría de los esclavos eran de etnia bantú. Los califas omeyas y abasíes los compraban para formarlos como soldados, pese a que su lealtad era dudosa; así se demostró en el 696, cuando las tropas zanj se rebelaron en lo que hoy es Irak. Pero su uso militar era limitado frente al agrícola. A medida que fue mejorando la economía y los árabes prosperaron hasta enriquecerse, tendieron a despreciar el trabajo manual como impropio de su estatus social. Por otra parte, se planeaba recuperar el delta de los ríos Tigris y Éufrates (en la provincia iraní de Juzestán), que había quedado abandonado a causa de la emigración campesina y las pertinaces inundaciones, para destinarlo a plantaciones de caña de azúcar, lo que requería mano de obra a gran escala.

Miles de esclavos se encargaron de limpiar la superficie nitrosa del suelo en las regiones de Juzestán (en el actual Irán) para hacerla cultivable. Era ésta una cuestión inexcusable, pues los propietarios recibieron las tierras con la condición de sacarles provecho, así que destinaron allí a muchos zanj procedentes de Sawad, como se denominaba entonces el sur de Irak, donde los esclavos no sólo trabajaban los ricos regadíos de las llanuras aluviales (que producían más ingresos fiscales que Egipto y la franja sirio-palestina) sino también las salinas existentes en el entorno de la ciudad de Basora. Trabajos ambos de gran dureza que generaron levantamientos -fallidos- en los años 689 y 694.

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Principales rutas del tráfico musulmán de esclavos en África. Crédito: Aliesin / Rowanwindwhistler / Wikimedia Commons

A partir del 861, el califato abásida vivió uno de los conflictos que eran habituales con cada cambio de califa: la conocida como anarquía de Samarra, durante la cual hubo una grave crisis sucesoria con seis califas títere dominados por grupos militares rivales. Samarra, que era la capital del califato en esa época, fue el escenario del asesinato de al-Mutawakil, al que siguieron el envenenamiento de al-Muntasir en seis meses, la huída y posterior ejecución de al-Mustaín, el derrocamiento del usurpador al-Mutaz y la muerte, también violenta, de al-Muhtadi. El entronamiento de al-Mutamid en el 870 puso fin a la inestabilidad.

Durante ese turbulento período el califato vivió tres dramáticos momentos: una auténtica guerra civil, llamada a veces la Quinta Fitna, que enfrentó a al-Mustaín y al-Mustaz entre el 865 y el 866; la Revuelta Jariyí (los jariyíes eran una secta religiosa fanática y contraria al gobierno) en la Mesopotamia superior entre el 866 y el 896; y la Rebelión Zanj, que no brotó sólo por el ansia de libertad de los esclavos o aprovechando la situación de caos sino también el contexto del surgimiento del chiismo, rama del islam que se oponía al sunismo abásida al considerar que Ali Ibn Abi Tálib debería haber sido el heredero de Mahoma -por estar casado con su hija Fátima- en lugar de Abu Bakr as-Siddiq.

Como suele ocurrir en estos casos, hacía falta un líder espiritual que canalizase el descontento y se encontró en la figura de Alí ibn Mohammed. Es un personaje oscuro, del que apenas hay datos seguros. Unos le atribuyen un origen esclavo (sindi, de Pakistán) mientras que otros le suponen descendiente de antiguas tribus árabes o incluso le hacen persa; él aseguraba que Alí, el mencionado yerno de Mahoma, era antepasado suyo, algo que los historiadores musulmanes coetáneos rechazaban. En cualquier caso, vivió un tiempo en Samarra, donde tuvo trato con esclavos influyentes del califa al-Muntasir, y luego fue a Baréin, donde se convirtió al chiísmo y empezó a incitar a la insurrección contra el califato.

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Marismas del entorno de Basora, en el sur de Irak. Crédito: Zaid Hayawi / Wikimedia Commons

Obtuvo bastante popularidad gracias al descontento que había con el abusivo jarach (impuesto sobre la renta de la tierra que al principio se aplicaba sólo a los no musulmanes, como la yizia, pero a partir del siglo VIII se extendió a todos), pese a lo cual su movimiento fracasó y tuvo que escapar a Basora en el 868. Allí trató de canalizar en su favor la lucha por el poder entre dos bandos rivales, pero tampoco le salió bien y de nuevo se vio obligado a huir, refugiándose en las marismas mesopotámicas. Finalmente fue apresado y enviado a Wasit. Una vez liberado permaneció un año en Bagdad, ciudad en la que volvió a ganar seguidores al hacerse zaidí.

El zaidismo es una rama del chiísmo surgida en ese siglo que reconoce a los mismos cuatro primeros califas que los chiítas, pero no al quinto, Mohamed el Báciro, poniendo en su lugar a Zayd ibn Alí. Consideran que los imanes no están guiados por Dios, por lo que no son infalibles, algo que convierte a los zaidistas en los chiítas más cercanos al sunismo. Alí ibn Mohammed se enteró entonces de que había nuevos disturbios en Basora y decidió retornar para intentar sacar alguna ventaja. Lo logró estudiando las deplorables condiciones de vida de los esclavos y prometiéndoles libertad y prosperidad si le apoyaban. Inicialmente no logró demasiadas adhesiones y se ganó el despectivo apodo de Sāhib az-Zanj («Jefe de los zanj»).

Sin embargo, encontró un inesperado refrendo en otros grupos sociales, desde siervos y libertos hasta pequeños artesanos, trabajadores modestos, campesinos y, sobre todo, beduinos establecidos en los alrededores de la ciudad. Para amoldarse mejor a la mentalidad de todos estos grupos predicó el jariyismo, cuyo ideario era igualitarista y, por tanto, era la comunidad la que debía elegir al califa, no pudiéndose excluir de entre los candidatos ni siquiera a los zanj. Como además los jariyitas consideran legítimo derrocar a quien no tenga rectitud en el obrar -porque ello le aparta de la ley-, se entiende que estuvieran dispuestos a alzarse en armas contra los privilegios de la aristocracia, primero la coraichita, luego la omeya y ahora la abásida.

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División administrativa del Califato Abásida a mediados del siglo IX d.C. Crédito: Cattette / Wikimedia Commons

Alí ibn Mohammed, que se las arregló hábilmente para combinar el jariyismo con el zaidismo, comenzaba sus sermones de los viernes exclamando ¡Dios es grande, Dios es grande, no hay ningún Dios excepto Dios y Dios es grande; no existe justicia excepto la justicia de Dios!, que había sido el grito de guerra de los partidarios de Alí en la batalla de Siffin (657). Cuando hubo reunido gente suficiente llamó a la rebelión, que empezó en Basora pero no tardó en extenderse. Aprovechando su conocimiento de las marismas, los rebeldes practicaron una guerra de guerrillas que el ejército califal se mostró incapaz de atajar.

Como se puede deducir de lo explicado, la Rebelión Zanj no fue exclusivamente un levantamiento de esclavos sino algo mucho más variopinto, un movimiento socio-religioso de las clases más humildes y de los beduinos que incluyó hasta efectivos militares y al que los zanj se sumaron más tarde. ¿Por qué entonces se le ha dado esa consideración de revuelta antiesclavista? Porque la fuente principal que emplearon los orientalistas contemporáneos es Historia de los profetas y reyes, obra escrita por el persa al-Tabari, un imán y cronista persa coetáneo a los hechos, que así lo refleja. La historiografía musulmana actual considera que los zanj ni siquiera fueron mayoría, constituyendo ésta árabes y africanos libres.

Los primeros ataques consistieron en incursiones nocturnas en ciudades como al-Ubulla y Shuq al-Ahwaz, que les sirvieron para proveerse de armas, víveres y caballos, además de incrementar sus efectivos liberando esclavos. Más tarde atentaron contra los diques, inundando los sembrados y afectando así a la economía del califato. Finalmente, ya dominando los alrededores, incluso construyeron fortines defendidos mediante canales desde los que lanzaban razias navales con embarcaciones. De ese modo bloquearon Basora, su principal objetivo impidiendo su aprovisionamiento y provocando una dramática hambruna en la que los habitantes devoraron a sus animales domésticos y hasta tuvieron que practicar el canibalismo.

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Estatua erigida en Zabul (Afganistán) en honor a al-Saffar. Crédito: Rasool abbasi17 / Wikimedia Commons

Como las anteriormente reseñadas, la ciudad cayó en el 871 y fue arrasada, exterminándose a los varones y reduciéndose a las mujeres a la esclavitud, irónicamente. El regente Abu Ahmad Ṭalḥa, más conocido por su sobrenombre de al-Muwaffaq Billah («Bendito de Dios»), hermano del califa al-Mutamid, organizó un contrataque en el 872. Pero no disponía de fuerzas suficientes porque el grueso del ejército estaba combatiendo a los safaríes, seguidores de Ya’qub ibn al-Layth, o al-Saffar, un simple soldado que había aprovechado la inestabilidad política para hacerse con el control de la parte oriental del califato y fundar su propia dinastía (la safárida) en detrimento de la tahirí. Al-Saffar terminaría pactando con los abasíes contra los zanj, de quienes le espantaba su ideario igualitarista y en correspondencia fue reconocido como gobernador por el califa.

Pero, de momento, al-Muwaffaq fracasó y los zanj no sólo pudieron afianzar su dominio en el este sino que iniciaron una marcha avanzando paralelos al curso del Tigris y, apoyados por los beduinos que iban encontrando, se adueñaron de otras urbes como Wasit, Kaskar y Ramhurmuz, con Bagdad como nuevo objetivo. El momento álgido de su poder llegó en el 879, cuando fundaron su propia capital, Moktara («La Ciudad Elegida»). Pero ese año también falleció al-Saffar y aunque su hermano Amr ibn al-Layth le tomó el relevo, a la vez tuvo que reconocer la autoridad del califa porque algunos tahiríes regresaron dispuestos a recuperar su territorio. Eso permitió al califato redestinar fuerzas contra los zanj.

Al-Muwaffaq entregó el mando de las tropas a su hijo Abū al-ʿAbbās, futuro califa al-Mu’tadid, y él mismo se le unió después para lanzar una ofensiva que poco a poco fue expulsando a los rebeldes de las zonas capturadas, empujándolos hacia Moktara y provocando divisiones internas: esclavos domésticos contra eunucos, negros contra turcos… La brutalidad con la que eran ejecutados los líderes zanj y sus propios excesos con las poblaciones sometidas, a las que trataban igual que sus amos anteriores, rompiendo su ideal igualitario, provocaron que la revuelta fuera perdiendo simpatías a la par que terreno hasta que su ejército quedó sitiado en Moktara en el 881.

El asedio duró más de dos años y durante ese tiempo al-Muwaffaq, que contó con la ayuda militar de otro de sus hijos, Harun, ofreció a los defensores condiciones muy generosas a quien se rindiera, lo que incitó a muchos a desertar y entregarse. La ciudad cayó por fin en el 883 y Alí ibn Mohammed fue ejecutado junto a la mayor parte de sus comandantes; los demás se rindieron o perecieron en combate, salvo un millar que lo hicieron de sed y agotamiento mientras intentaban escapar atravesando el desierto y un pequeño grupo que se dedicó al pillaje a la desesperada durante un tiempo hasta ser aniquilado. Como premio, al-Muwaffaq recibió el título de al-Nasir li-Din Allah («El que defiende la fe de Dios»).

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Mapa de la Rebelión Zanj con las principales ciudades conquistadas, la ubicación de Moktara (la capital rebelde) y la línea de costa en el siglo IX. Crédito: Ro4444 / Wikimedia Commons

El final de los zanj tuvo un epílogo. En el 871, Ahmad ibn Tulun, hijo de un esclavo turco y gobernador de Egipto, aprovechó aquella rebelión para expulsar al delegado califal y dejar de pagar los onerosos impuestos, con los que creó un ejército de ghilman (soldados esclavos tomados como prisioneros tras las guerras yihadistas en las regiones conquistadas o en zonas fronterizas de los estados musulmanes), rompiendo su vasallaje con al-Muwaffaq, extendiendo sus fronteras a Siria y Cilicia e independizándose de facto, aunque oficialmente mantenía su lealtad al califa. La dinastía tuluní resistiría hasta el 905, año en el que los abasíes recobraron su control.

La Rebelión Zanj causó una honda impresión en su tiempo por el componente social que tenía; tanto que los historiadores musulmanes coetáneos a los hechos calculaban unas bajas en el conflicto muy exageradas (medio millón, dice al-Masudi, apodado el Herodóto de los árabes; tres veces más según el erudito al-Suli; e Ibn al-Taqtaqi se va hasta dos millones y medio). Ya hemos visto que, políticamente, egipcios y safáridas aprovecharon el caos, algo que también hicieron los bizantinos recuperando sus provincias orientales. Asimismo, la economía resultó semidestruida por la guerra o el abandono, al igual que no pocas ciudades, lo que ha llevado a algunos estudiosos a sugerir que la región nunca se recuperó.

En cambio, para prevenir nuevos brotes, los musulmanes de Basora liberaron a muchos zanj y los sustituyeron por siervos. Además suavizaron el régimen esclavista, que pasó a tener unas características diferentes y daba una oportunidad de prosperar socialmente, en función de su capacidad, a quienes estaban reducidos a tal condición sin tener en cuenta los prejuicios raciales que había hasta entonces.



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