Desde el mito del Preste Juan hasta el personaje de Tarzán, la idea de una persona blanca occidental viviendo entre indígenas de la selva siempre ha resultado sugestiva. Por eso no resulta extraña la leyenda surgida en Australia a mediados del siglo XIX, cuando un pastor escocés emigrado remitió una carta a la prensa informando del hallazgo de una serie de objetos de origen europeo cuyos dueños habrían sido asesinados por una tribu aborigen que todavía retenía cautiva a una mujer. El caso se resolvió con una sorpresa final que le daba un giro completo.
The Sydney Morning Herald es un periódico fundado en 1831 y, por ello, el decano de la prensa australiana (todavía existe y se disputa el puesto de más leído del país con The Daily Telegraph). El 28 de diciembre de 1840 publicó una insólita carta que iba a causar sensación, a pesar de que la fecha podría inducir a pensar que se trataba de una inocentada; no lo era porque el mundo anglosajón no celebra el Día de los Santos Inocentes sino un equivalente denominado April’s Fool (Broma de Abril), que, como indica su nombre, tiene lugar el 1 de abril.
La carta en cuestión estaba firmada por Angus McMillan, un inmigrante escocés nacido en 1810 en Glen Blittle (en la isla de Skye) que dejó su tierra en 1838 para establecerse en Nueva Gales del Sur, donde continuó el oficio familiar de criador de ovejas para un compatriota, el capitán Laclan Macalister. Fue éste quien le informó de que los terratenientes de la región de Monaro, donde él trabajaba, aspiraban a superar una pertinaz sequía expandiéndose a la vecina Gippsland (la parte sureste del actual estado de Victoria) y solicitaban exploradores para inspeccionarla.
Como en Gippsland ya se había instalado gente de Monaro y para la misión ya se habían interesado otros como el conde Pawel Edmund Strzelecki, un explorador polaco, McMillan aceptó la propuesta y partió para allá en mayo de 1839. La cosa no salió bien. McMillan llevaba consigo a un anciano guía de etnia ngarigo, Jimmy Gabber, que seis días más tarde se negó a seguir porque entraban en territorio de la tribu gunai, rival ancestral de la suya. Cuando el escocés quiso obligarle fue agredido por el otro con un garrote, debiendo esgrimir su revólver para que se calmara. Aún así, Gabber se empeñó en volver y McMillan tuvo que continuar solo.
Caminando hacia el oeste llegó a donde hoy se alza la ciudad de Buchan, por entonces una simple estación postal, y luego a Omeo. Pero no encontró tierras adecuadas para la agricultura ni el ganado y, como además tampoco había ríos ni lagos mínimamente aprovechables, dos semanas más tarde decidió regresar sin que por el camino avistase siquiera aquellos aborígenes tan temidos por su guía. El fracaso no le desanimó y en diciembre de ese mismo año emprendió una segunda expedición, avanzando de suroeste a oeste a través de las llanuras hacia el asentamiento de Sale.
En esta ocasión topó con varios cursos de agua localizados y rodeados de excelentes pastos para las ovejas, los ríos Nicholson, Mitchell, Macalister y Avon, acudiendo a las oficinas coloniales para registrar esos sitios a su nombre y al de su socio, el capitán. A lo largo de los dos años siguientes realizó nuevas exploraciones; no era el primero en visitar aquellos parajes, pero su esfuerzo resultó importante para conocerlos mejor, abrir rutas que posteriormente se convertirían en carreteras y situar puntos apropiados para la colonización, como lo que hoy es Port Albert.
Gippsland se extiende desde la mencionada Nueva Gales del Sur hasta la parte oriental de Melbourne, quedando encajada entre la Gran Cordillera Divisoria por el norte y el Estrecho de Bass por el sur. El primer blanco en establecerse allí, en 1835 se llamaba Samuel Anderson y también era escocés. Como hemos visto, McMillan llegó pocos años después y puso al lugar el nombre de Caledonia Australis, siendo seguido al poco por el polaco Strzelecki, quien fue haciendo la misma ruta que él sin saberlo y por tanto rebautizaba los sitios; al final fue el que eligió el polaco el que perduró, Gippsland o Tierra de Gipps, alusivo al gobernador de Nueva Gales del Sur, que era amigo suyo.
Ahora bien, los pioneros europeos no estaban pisando parajes vírgenes ni mucho menos, pues allí vivían desde hacía siglos dos pueblos aborígenes: los bunurong o boonwurrung y los gunaikurnai. Los primeros, pertenecientes a la nación Kulin (una alianza de cinco pueblos nativos de lengua y cultura comunes; los otros eran los taungurong, wathaurong, wolworung y djadjawurung), ocupaban sólo la zona fronteriza del sureste de Victoria, incluyendo la bahía de Port Philips, la península de Monington, Western Port y el litoral del Estrecho de Bass.
Los que nos interesan aquí son los gunaikurnai, nombre que aúna los dos habituales de gunai y kurnai, referentes a etnia y lengua, ya que al tratarse de un pueblo ágrafo no hay constancia escrita de cómo se denominaba más allá de la fonética -difícil porque cada grupo tenía su propio dialecto-. Estaba constituido por cinco clanes (brataulaung, braiakalung, brabiralung, tatungalung y krauatungalung), que se repartían por casi todo el área de Gippsland y al sur de los Alpes Victorianos.
Los gunaikurnai mantenían guerras periódicas contra sus vecinos de la nación Kulin, pero al llegar los blancos en busca de tierras encontraron un nuevo y peligroso enemigo. En realidad, el clima templado y húmedo de Gippsland no permite que sea una región fértil, al igual que no posee yacimientos minerales importantes salvo de lignito y, ya en el mar, petróleo y gas natural (más tarde habría una efímera fiebre del oro). Pero estos últimos todavía no se apreciaban en la primera mitad del siglo XIX y además eran los ganaderos quienes protagonizaban la colonización; como necesitaban espacio para sus enormes rebaños ovinos el conflicto con los indígenas estaba servido.
Los enfrentamientos comenzaron ya antes de la llegada de McMillan, aunque al ser contra pocos colonos no tuvieron demasiada trascendencia. Sin embargo, en el verano de 1840 el escocés viajaba ya con medio millar de cabezas de ganado y tuvo que repeler varios ataques, entendiendo que iba a ser difícil atraer la atención de los terratenientes si estaban en peligro no sólo los colonos sino también las ovejas. Por eso la carta que envió al periódico puede considerarse sospechosa como mínimo. En ella contaba un doble hallazgo, uno macabro y otro sorprendente.
Esa misma tarde llegamos al campamento de veinticinco nativos negros, principalmente mujeres, quienes huyeron cuando nos acercamos dejando todo lo que tenían detrás, excepto algunas de sus lanzas. Luego registramos su campamento, donde encontramos artículos europeos…
El texto enumera una serie de objetos (mosquetes con munición, un costurero, carteras, herramientas diversas, toallas con iniciales bordadas, mantas, monedas, botellas, prensa, tetera, cuadernos, una Biblia, formularios médicos…) y sobre todo mucha ropa, estando algunas de las prendas manchadas de sangre. Esto último no auguraba nada bueno y el siguiente descubrimiento lo confirmó:
Encerrado en tres bolsas de piel de canguro encontramos el cadáver de un niño de unos dos años de edad, que el Dr. Arbuckle examinó cuidadosa y profesionalmente, descubriendo sin lugar a dudas que era de padres europeos; partes de la piel eran perfectamente blancas y no estaban descoloridas en lo más mínimo.
Lo que vieron a continuación resultó todavía más sorprendente y sería lo que desatase la atención del público al regresar:
Observamos a los hombres blandiendo lanzas y conduciendo delante de ellos a las mujeres, una de las cuales notamos que constantemente nos miraba, circunstancia que no nos llamó mucho la atención en ese momento, pero al examinar las marcas y figuras alrededor de la choza más grande, inmediatamente nos impresionó la creencia de que esa desafortunada mujer es una europea, una cautiva de estos despiadados salvajes.
El lenguaje empleado ya denota cuál era la posición adoptada, pero, por si no quedase suficientemente clara, McMillan expuso sus conclusiones de forma descarnada:
Como los negros nos encontraron al día siguiente en gran número, y como nuestro grupo estaba compuesto sólo por cuatro, consideramos de mala gana que era necesario regresar a la estación sin poder lograr nuestro objetivo. Esto fue aún más doloroso para nuestros sentimientos, ya que no tenemos ninguna duda de que los aborígenes han perpetrado una terrible masacre de europeos, hombres, mujeres y niños.
Ahora bien, ¿quiénes eran las víctimas? Nadie parecía saberlo y ante la ignorancia no tardaron en brotar rumores, especialmente después de que el Port Phillip Patriot and Melbourne Advertiser republicase la misiva el 18 de enero de 1841 y el Tasmanian Weekly Dispatch lo hiciera cuatro días más tarde, llegando así a numerosos lectores y causando sensación entre la opinión pública. Las principales hipótesis apuntaban a dos mujeres que viajaban a bordo del buque Britannia, naufragado en Ninety Mile Beach: la esposa del capitán y una emigrante que viajaba a Sidney para reunirse con su prometido, un tal Frazier. Lo cierto es que era imposible porque el presunto avistamiento de McMillan había ocurrido antes del accidente del barco.
Quizá por tal razón aparecieron otras posibilidades; una de ellas, la más sensacionalista, hablaba de una mujer que huyó con su hija de un marido brutal y encontró refugio entre los guanaikurnai. Claro que eso no explicaba por qué la niña había acabado muerta, pero es que poco a poco la leyenda fue engordando como una bola de nieve rodante y adornándose con detalles casi literarios, como el de un corazón tallado en el tronco de un árbol cerca de la granja Flooding Creek (fundada en 1844 por otro escocés más, Archibald McIntosh, y germen de la actual ciudad de Sale) que terminó dando nombre a ese rincón: Heart Station.
El misterio de la mujer blanca cautiva impulsó a las autoridades a realizar expediciones en su busca. En unas se colocaron carteles en inglés y en gaélico -por si era escocesa, como la mayoría de los colonos de esa zona- avisándola de que estaban rastreando la región para rescatarla y dándole algunas recomendaciones:
¡MUJER BLANCA! – Hay catorce hombres armados, en parte blancos y en parte negros, buscándola. Sea cautelosa y corra hacia ellos cuando los vea cerca de usted. Esté especialmente atenta cada amanecer, porque es entonces cuando el grupo espera rescatarla. El asentamiento blanco está hacia el sol poniente.
Tal como cabía prever, la falta de resultados de tan estrambótica iniciativa llevó a otra más lamentable: empezar una campaña contra los guanaikurnai para rescatar a su enigmática prisionera. Probablemente era el objetivo de McMillan desde el primer momento: provocar un casus belli que permitiera a los blancos expulsar a los aborígenes y quedarse con sus tierras; con esa misma excusa, liberar a niños secuestrados, se llevarían a cabo campañas en EEUU contra los apaches en el último cuarto de siglo.
La acusación contra McMillan no es gratuita porque él mismo lideró varias de aquellas incursiones. De hecho, ya había dirigido dos en 1840, las de Nuntin y Boney Point, más otras dos al año siguiente en Maffra y Butchers Creek (actual Boxes Creek, cerca de la ciudad de Metung) y un par más en 1842, sobre Skull Creek y Bruthen Creek. No se sabe con seguridad cuántas bajas causaron, pero se calcula que cientos en total. La peor matanza se produjo en 1843 en Warrigal Creek, como venganza por la muerte de Ronald Macalister a manos de dos nativos en Port Albert mientras, al parecer, conversaba tranquilamente con ellos.
McMillan reunió un grupo de veinte hombres al que bautizó Highland Brigade (Brigada Escocesa), porque eran todos de origen escocés, y atacaron el poblado de los brataualung (una de las tribus gunaikurnai, recordemos), matando entre sesenta y ciento cincuenta personas, según los testigos. Uno de ellos, William Hoddinott, escribió un impresionante relato de la masacre en 1925:
La brigada, que se acercaba a los negros acampados alrededor del pozo de agua en Warrigal Creek, los rodeó y disparó contra ellos, matando a un gran número. Algunos escaparon entre los matorrales, otros saltaron al pozo y en cuanto sacaban la cabeza para respirar les disparaban hasta que el agua se puso roja de sangre. Conocí a dos negros que, aunque heridos, salieron vivos del hoyo. Uno era un niño que en ese momento tendría unos doce o catorce años. Una bala le alcanzó en el ojo, lo capturaron los blancos y lo obligaron a guiar a la brigada de un poblado a otro.
Días más tarde, la Highland Brigade aniquiló a otros grupos de indígenas en Freshwater Creek, Gammon Creek y Red Hill, a resultas de lo cual la zona quedó limpia de enemigos. William Thomas, nombrado Protector de los Aborígenes para Nueva Gales del Sur y Victoria por el secretario de Estado colonial Lord Gleneg, dijo en 1845 que tras los hechos se podría recoger un carro lleno de huesos de los brataualung. Y es que el objetivo desde el primer momento era, en opinión de los historiadores contemporáneos, exterminar a los nativos.
De hecho, las leyendas sobre mujeres blancas retenidas por ellos no sólo no se acabaron sino que se multiplicaron y proporcionaron siempre el pretexto para actuar contra los gunaikurnai, de modo que dejaran libres las tierras que ocupaban. Entre 1844 y 1846 continuaron las expediciones punitivas y las muertes. En 1847, en Central Gippsland, cayeron más de medio centenar después de que un rumor dijera que ocultaban a la prisionera. Y en 1850 todavía se llevaron a cabo tres razias más con decenas de cadáveres como siniestro resultado.
Los indígenas del sureste australiano quedaron al borde de la extinción. Un colono llamado Henry Meyrick declaró en 1846:
Los negros están muy tranquilos aquí ahora, pobres desgraciados. Ninguna bestia salvaje del bosque ha sido jamás cazada con tanta perseverancia como ellos. A hombres, mujeres y niños les disparan siempre que se los encuentra… He protestado contra esto en cada estación en la que he estado en Gippsland, en el lenguaje más fuerte, pero estas cosas se mantienen en secreto porque la pena seguramente sería la horca… Si yo descubriera a un negro matando a mis ovejas le dispararía con tan poco remordimiento como a un perro salvaje, pero ninguna consideración en el mundo me induciría a entrar en un campamento y dispararles indiscriminadamente, como es costumbre siempre.
En una de esas acciones incluso fue apresado un niño brataualung llamado Thackewarren, al que enseñaron a hablar inglés y usaron como intérprete para que convenciera a su pueblo de devolver a la prisionera. La propuesta fue aceptada y se acordó un día para la entrega sin que nadie imaginase la sorpresa que esperaba. El mismísimo Charles Tyers, comisionado de Tierras de la Corona, se desplazó al lugar henchido de satisfacción y organizó grandes fastos para recibir por todo lo alto a la infortunada cautiva liberada. No se imaginaba que se le iba a helar la sonrisa en el rostro.
Porque cuando por fin llegó el momento… los gunaikurnai se presentaron portando un enorme busto femenino tallado en madera que fue identificado como el mascarón de proa del Britannia, aquel barco que había naufragado cerca años atrás. ¿Era aquella imagen el origen de la leyenda, la causa de un genocidio? Es imposible saber cuánto había de confusión y cuánto de iniquidad en tan grotesco episodio, pero a fin de cuentas McMillan y los colonos blancos consiguieron su propósito; las tierras de Gippsland ya estaban disponibles para sus ovejas.
McMillan en concreto fundó una granja que en una década sumaba ciento cincuenta mil acres, la segunda en tamaño de la región, aunque una serie de incendios y malas inversiones le endeudaron y se vio obligado a vender casi todo el terreno. Casado con Christina MacDougald, que le dio dos hijos, no le quedó más remedio que meterse de nuevo a explorador para cartografiar Gippsland. Murió aplastado por un caballo en 1865, quedando su familia en la indigencia, si bien las autoridades se hicieron cargo de ella. Luego se reivindicó la memoria del hombre que había abierto camino en la región y le dedicaron unos cuantos monumentos… que los apenas tres mil gunaikurnai que quedan hoy exigen demoler.
FUENTES
Augustus McMillan, Supposed outrage by the blacks
Julie Carr, ‘The Great “White Woman” Controversy’
Thomas Francis Bride (ed.), Letters from Victorian pioneers
Colin Tatz, Australia’s unthinkable genocide
Lyndall Ryan, Settler massacres on the Australian colonial frontier, 1836-1851
Cheryl Glowrey, Angus McMillan
Paul R. Bartrop, Punitive expeditions and massacres. Gippsland, Colorado and the question of genocide
Wikipedia, White woman of Gippsland
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