El cordero vegetal de Tartaria, también llamado Borametz y Polypodium Borametz, y «polipodio chino», es una planta cuya forma es la de un cordero, cubierta de pelusa dorada. Se eleva sobre cuatro o cinco raíces; las plantas mueren a su alrededor y ella se mantiene lozana; cuando la cortan sale un jugo sangriento (…) En otros monstruos se combinan especies o géneros animales; en el Borametz, el reino vegetal y el reino animal.
Este fragmento literario corresponde a El libro de los seres imaginarios, de Jorge Luis Borges. El escritor argentino, sin embargo, no es quien ideó esa criatura; se habla de ella desde muchos siglos atrás y además no con carácter de ser de ficción sino real. En efecto, se creía en su existencia, hasta el punto de que en 1751 Diderot y D’Alembert lo incluyeron ya en la primera edición de su famosa Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, obra que constituyó todo un emblema de la Ilustración, bajo el epígrafe Agnus scythicus, bien es cierto que aclarando que se trataba simplemente de una planta.
Los franceses no fueron los únicos enciclopedistas; ni los primeros siquiera. De hecho se inspiraron en la traducción francesa de la Cyclopaedia o Diccionario Universal de Artes y Ciencias, obra publicada veintitrés años antes por el inglés Ephraim Chambers, un fabricante de globos terráqueos metido a autor/editor que, a su vez había traducido textos científicos galos. En la Cyclopaedia incluyó una entrada con el mismo epígrafe que Diderot, Agnus scythicus, cuya acepción era la de un zoófito (animal con rasgos vegetales) con apariencia de cordero que vivía en Tartaria. Otros nombres que le daba eran Agnus vegetabilis y Agnus tartaricus, más endónimos como Borometz, Borametz y Boranetz.
¿Qué tenía dicha planta para haber originado una auténtica leyenda? ¿Cómo se llegó a dar por cierta su extraordinaria capacidad para dar ovejas en vez de frutos? Hay que decir que se encuentran referencias documentales desde el siglo XIV, lo que no es una casualidad; fue en esa centuria cuando se difundió un libro publicado en 1298 por Rustichello de Pisa, un escritor pisano que ese año estaba en prisión debido a la guerra entre las repúblicas de Venecia y Génova, compartiendo celda con un viajero veneciano llamado Marco Polo. Sería éste quien le dictó sus aventuras -aunque Rustichello las engordó con las de otros-, de modo que el título original de la obra, Il milione, terminó convertido en Los viajes de Marco Polo.
Il milione también ha sido retitulado a menudo como El libro de las maravillas porque abría al lector occidental el desconocido mundo de Extremo Oriente, pero incluía no pocas fantasías: cristianos que dejaban estupefacto al califa de Bagdad moviendo montañas con sus oraciones, tribus salvajes y caníbales que adoraban animales, un árbol solitario y reseco que indicaba el fin del mundo, el sitio exacto donde el Arca de Noé tocó tierra tras el Diluvio Universal, una princesa que sometía a duelo previo a todos sus pretendientes, la pervivencia entre infieles del enigmático reino del Preste Juan, una isla habitada por hombres con cabeza de perro…
Muchos de esos ensueños eran una herencia de leyendas medievales anteriores que también dejarían poso en autores como Odorico de Pordenone, Pierre D’Ailly o Juan de Mandeville, todos consultados, al igual que Marco Polo, por Cristóbal Colón mientras maduraba en su mente el periplo que iba a revelar a Europa la existencia del Nuevo Mundo. De hecho, es poco después de la llegada de Colón a América cuando empiezan a extenderse las reseñas sobre el misterioso cordero vegetal, ayudadas sin duda por la generalización de la imprenta, hasta el punto de que su existencia se convirtió en tema de debate heurístico, tanto científico como filosófico, al discutir el orden natural de las cosas y la escala aristotélica de los seres.
El barón Sigismund von Herberstein, que entre 1517 y 1526 fue embajador del Sacro Imperio (con Maximiliano I y Carlos V) ante Rusia, publicó en 1549 un libro titulado Rerum Moscoviticarum Commentarii («Comentarios sobre asuntos moscovitas») que pasó a ser la principal fuente para conocer el país de los zares en muchos ámbitos, desde el político al geográfico pasando por el etnográfico. En el texto, Sigismund afirmaba haber oído hablar del cordero vegetal demasiado a menudo como para no tomarlo en serio, situando su ubicación cerca del mar Caspio, entre los ríos Ural y Volga.
Decía el diplomático germano que la planta crecía a partir de unas semillas parecidas a las de melón hasta alcanzar dos pies y medio de altura, tomando la forma ovina aunque con pezuñas de pelo. Tenía sangre pero la carne se parecía más a la de un cangrejo, lo que no impedía que muchos animales, fundamentalmente lobos, lo consideraran su manjar predilecto. Es posible que esa descripción inspirase al poeta gascón Guillaume de Salluste du Bartas para su poema La Semaine, publicado en 1587 y en el que un Adán que pasea por el Jardín del Edén se topa con la extraña planta:
Pero con las verdaderas bestias, que aún se adhieren al suelo / alimentadas con hierba y lamiendo la humedad del aire, / como las que crió Borametz en Escitia
de semillas delgadas y alimentadas con forraje verde; / aunque sus cuerpos, narices, bocas y ojos, / de corderos recién nacidos tienen la forma y el aspecto completos, / y deberían ser verdaderos corderos, salvo por la pata. / Dentro del suelo fijan una raíz viva / que en su ombligo crece, y muere ese día
que han roído la hierba vecina. / ¡Oh! Naturaleza maravillosa de Dios, sólo buena, / la bestia tiene raíz, la planta tiene carne y sangre. / La planta ágil puede hacerla girar de un lado a otro, / la bestia entumecida no puede moverse ni andar, / la planta no tiene hojas, ni ramas, ni fruto, / la bestia no tiene lujuria, ni sexo, ni fuego, muda: / la planta con plantas alimenta su panza hambrienta.
No obstante, todas esas peculiares características eran conocidas ya desde mucho antes. Es posible remontarse hasta una fecha tan antigua como el siglo V a.C. para encontrar lo que podría ser el origen del mito. En el folclore judío había un ser llamado Yeduah que tenía forma de oveja y nacía del suelo, manteniéndose unido a él por un tallo. Se lo cazaba (¿o habría que decir cosechaba?) para usar sus huesos en ritos de adivinación. Una versión alternativa hablaba de Faduah, planta con forma humana que mataba a quien se acercaba y, como en el caso anterior, moría al cortársele el tallo.
Incluso Heródoto, en esa misma época, reseñaba la existencia en la India de un árbol cuyo fruto es una lana que supera en belleza y bondad a la de las ovejas y, por tanto, era utilizado por la gente para confeccionar su ropa. Sin embargo, la localización no siempre remite a tierras exóticas. Odorico de Pordenone, un misionero franciscano que pasó doce años recorriendo el sudeste asiático y China, contó que la primera vez que oyó hablar del cordero vegetal fue en el litoral del mar de Irlanda (el que separa esta isla de Gran Bretaña), si bien el ser en cuestión presentaba algunas diferencias: era un árbol cuyas frutas tenían forma de calabaza y que al caer al agua se transformaban en unas aves denominadas barnaclas.
Hoy llamamos barnacla cariblanca (Branta leucopsis) a un tipo de ganso típico del norte de Europa, Escandinavia y Groenlandia. La ignorancia que había entonces sobre la migración de las aves llevó a suponerles un origen fantástico: una mezcla de vegetal y animal, el Árbol-Percebe (barnacla en inglés significa percebe) dejaba caer sus frutos al mar que rodea el archipiélago de las Orcadas (al norte de Escocia) y seguían teniendo una vida submarina como percebes hasta que al madurar se transformaban en gansos. Cabe añadir que la mitología hebrea decía algo parecido y los bestiarios medievales adoptaron el concepto.
En De arte venandi cum avibus («Sobre el arte de cazar pájaros»), obra escrita por el emperador erudito Federico II de Hohenstaufen hacia 1241, se puede leer: Muchas veces he visto con mis propios ojos más de mil diminutos embriones de aves de esta especie en la orilla del mar, colgados de un solo madero, cubiertos de conchas y ya formados. Eso sí, el emperador matiza que la historia del ganso percebe es una mera superstición que diferentes autores habían ido repitiendo con el paso de los siglos. Es el caso de Geraldo de Gales, secretario y capellán del rey Enrique II de Inglaterra, al hablar de Irlanda en su Topographia Hibernica (1118):
Hay muchas aves llamadas percebes (bernacae) … la naturaleza las produce de una manera maravillosa porque nacen al principio en forma de goma de madera de abeto a la deriva en el mar. Luego se aferran a sus picos como a la madera del mar, se pegan a ella, se encierran en conchas marinas para un desarrollo más libre… así, con el tiempo, vestidos con un firme manto de plumas, caen al agua o vuelan hacia el interior (…) En algunas partes de Irlanda, los obispos y los religiosos no tienen escrúpulos en comer estas aves en los días de ayuno por no ser carne, ya que no nacen de carne.
Como se ve, el asunto tenía implicaciones religiosas hasta tal punto que en el IV Concilio de Letrán (1213) se intentó establecer un canon que diferenciase de forma clara la carne del pescado y según algunas fuentes terminó incluyendo los percebes en el primer grupo, vetando así su consumo en Cuaresma, aunque los documentos oficiales no sólo no indican nada sobre tal prohibición sino que apuntarían a que el debate se aplicaba a otras especies. Aún así, el cardenal Eneas Silvio Bartolomé, futuro papa Pío II, visitó Escocia e Irlanda en 1435 tratando de conseguir su ayuda contra los franceses en la Guerra de los Cien Años y publicó un libro con su experiencia, De Europa, en el que insistía en el asunto:
Escuchamos que en Escocia había una vez un árbol que crecía en la orilla de un río y producía frutos con forma de patos. Cuando estaban casi maduros, caían por sí solos, algunos a la tierra y otros al agua. Los que aterrizaron en la tierra se pudrieron, pero los que se hundieron en el agua instantáneamente volvieron a la vida, nadaron desde debajo del agua, e inmediatamente volaron por los aires, equipados con plumas y alas. Cuando investigué con entusiasmo este asunto, descubrí que los milagros siempre se alejan más en la distancia y que el famoso árbol no se encontraba en Escocia sino en las islas Orcadas.
El prelado da la clave: tal tipo de mitos, se oigan donde se oigan, siempre remiten su origen a un lugar más lejano. En ese sentido, se supone que la introducción en Europa de la leyenda del cordero vegetal se debe a otro libro, anónimo y escrito entre 1357 y 1371, The Travels of Sir John Mandeville (Los viajes de Juan de Mandeville), también titulado Libro de las maravillas del mundo). Su homónimo protagonista es un caballero inglés que relata lo que vio a lo largo de treinta y cuatro años viajando por el planeta, añadiendo que se trajo de Tartaria una rara fruta con forma de calabaza que, al madurar, se abría y daba una especie de oveja sin lana.
Como vimos, con el tiempo esa imagen evolucionó hacia otra en la que el ser ya no era simplemente el fruto de una planta sino la planta misma, quizá por influencia de la leyenda china de la oveja acuática. Recogida por el sinólogo y naturalista holandés Gustav Schelegel en su libro The Shui-yang or Watersheep and the Agnus Scythicus or Vegetable Lamb (1892), explica que se trataba de una planta animal y vegetal al mismo tiempo que habitaba en Persia y se sujetaba al suelo mediante un tallo. Si se cortaba éste moría, pero las gentes le brindaban protección porque usaban su lana. Se cree que los chinos desarrollaron esta figura por la necesidad de explicar el misterio de la seda marina.
Y es que todo suele tener una explicación. Por eso al entrar en el siglo XVII, cuando Asia y América ya comenzaban a ser más conocidas gracias a las relaciones comerciales que mantenían con Europa, un razonable escepticismo fue planteando las primeras dudas. Thomas Browne, un erudito multidisciplinar inspirado por la Revolución Científica que impulsó Francis Bacon, publicó en 1646 su Pseudodoxia epidemica («Investigaciones sobre muchos principios recibidos y verdades comúnmente presumidas»), obra en la que desmentía metódica y categóricamente varias leyendas que circulaban en la época, entre ellas la del cordero vegetal.
En 1683 fue Engelbert Kaempfer el siguiente en manifestar dudas, incorporándose a una embajada enviada por el rey sueco Carlos XI a Persia con el objetivo de ver personalmente un ejemplar de cordero de Tartaria. Kaempfer, natural de Wesfalia, era un médico que, como se acostumbraba en aquellos tiempos, abarcaba varios campos de conocimiento para alcanzar la erudición: naturalismo, geografía… Ya en territorio persa y después de mucho buscar no encontró lo que buscaba, deduciendo que se trataba de una figura meramente legendaria; en cambio vio algunas cosas en las que, razonó, podría estar su origen.
Observó que una costumbre local consistía en extraer los corderos no natos de los vientres de sus madres para no desaprovechar su suave lana, tal como se lleva haciendo desde hace tres milenios y medio hasta hoy en la región de Bhukara (Uzbekistán) con las ovejas de raza karakul, a las que a veces se sacrifica, induce a un parto prematuro o incluso a abortar para obtener las apreciadas pieles de sus crías (negras y rizadas) y hacer prendas de astracán, como el famoso sombrero karakul que usan los musulmanes uzbekos, afganos, pakistaníes y de otras repúblicas asiáticas. Asimismo, Kaempfer destacó el confuso aspecto vegetal que tenían las muestras de lana fetal.
Quince años después el irlandés Sir Hans Sloane propuso otra hipótesis sobre la génesis de la leyenda. Sloane, otro médico y naturalista, famoso por crear el chocolate con leche y cuya colección de especímenes vegetales pasaría a ser germen de los fondos del Bristih Museum y el Natural History Museum de Londres, opinaba que todo venía de un helecho arborescente chino que había encontrado en un gabinete de curiosidades traído de ese país y que él compró. Se trataba de lo que hoy conocemos como Cibotium barometz, una planta dicksoniácea que puede alcanzar un metro de altura, si bien a menudo está inclinada hacia abajo.
Esa inclinación recuerda actualmente aquella descripción realizada en 1887 por el naturalista inglés Henry Lee en su obra The Vegetable Lamb of Tartary, en la que, exponiendo las particularidades atribuidas al cordero vegetal de Tartaria (que tenía sangre, carne y huesos; que las crías que daba eran como miembros vivos suyos, por lo que morían al separarlos de ella; que el sabor de su sangre se parecía al de la miel; y que los lobos eran sus principales depredadores, aunque le llegaba la muerte natural cuando consumía la vegetación de su alrededor) precisaba que se unía a la tierra por un tallo flexible parecido a un cordón umbilical que le permitía doblarse para pastar.
Lee, miembro de las londinenses Linnean Society, Geological Society y Zoological Society, era muy escéptico con la criptozoología y eso le relacionaba con Sloane, a quien cita al respecto en su libro. Sloane, dice, identificó Cibotium barometz como fuente legendaria porque observó que, cuando al helecho se le quitaba un trozo de rizoma (tallo subterráneo con varias yemas que crecen horizontalmente generando raíces y brotes herbáceos de sus nudos, los cuales se convierten en depósitos de nutrientes), guardaba cierto parecido con un cordero lanudo, en el que las patas serían las bases cortadas del peciolo.
La ciencia se imponía sobre la tradición, el naturalismo -que dio el gran salto adelante a caballo entre los siglos XVIII y XIX- superó la poesía. A veces, se intentaba un sincretismo y Erasmus Darwin, abuelo paterno del formulador de la teoría evolutiva, recopiló en 1781 dos poemarios suyos (La economía de la vegetación y Los amores de las plantas), en un curioso libro titulado The botanic garden («El jardín botánico»), en el que no faltaban unos bonitos versos sobre el extraordinario ser que nos ocupa:
Acunado en la nieve y avivado por el aire ártico, / brilla, gentil borametz, tu cabello dorado. / Arraigado en la tierra, cada pie hendido desciende, / y girando y girando su cuello flexible se inclina, / cultiva el musgo coralino gris y el tomillo canoso, / o lame con lengua rosada la escarcha que se derrite; / mira con muda ternura a su lejana presa, / y parece balar un cordero vegetal.
Una década más tarde, el francés Demetrius de La Croix y el barón Richardus Clayton también aportaban una lírica al tema perfecta para terminar:
Porque en su camino ve un nacimiento monstruoso, / el Borametz surge de la tierra. / Sobre un tallo está fijado un bruto viviente, / una planta enraizada da fruto cuadrúpedo (…) / Es un animal que duerme de día / y se despierta por la noche, aunque arraigado en la tierra, / para alimentarse de hierba a su alcance alrededor.
Y como estamos en el prosaico siglo XXI, un epílogo científico: aparte de Cibotium barometz, actualmente también se considera la posibibilidad del género Gossypium, plantas herbáceas y arbustos que se usan para producir algodón (cuya pelusa se denomina borra, igual que los corderos de entre uno y dos años de edad) y que eran desconocidas en Europa septentrional antes de la conquista normanda de Sicilia en el siglo XI.
FUENTES
John Mandeville, The travels of Sir John Mandeville
Malcolm Eded (trad.), Agnus scythicus
Henry Lee, The vegetable lamb of Tartaria
Thomas Brown, Sobre errores vulgares o Pseudodoxia epidemica
Cailin O’Connor y James Orwell Weatherhall, The misinformation age. How false beliefs spread
Kristen Minogue, Science, Superstition and the Goose Barnacle
Wikipedia, Cordero vegetal de Tartaria
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