Los últimos sacrificios humanos realizados en Roma -más allá de considerar los ludi gladiatorii como una adaptación admisible del concepto- tuvieron lugar en el año 216 a.C. Fue cuando se produjo una catástrofe de dimensiones colosales que conmocionó a Roma, tanto como para hacerla retomar aquellas prácticas ancestrales a la desesperada. La misma que causó decenas de miles de muertos, la pérdida de muchos mandos de su ejército e incluso una cuarta parte de los senadores; la misma también que dejaba la ciudad casi a merced de Aníbal, el peor enemigo al que se había enfrentado hasta entonces. La derrota en la batalla de Cannas.
Ese enfrentamiento se enmarcaba en la Segunda Guerra Púnica, iniciada dos años antes, en la que Roma y Cartago se disputaban el control del Mediterráneo occidental. Al poco de empezar, Aníbal Barca reunió un ejército en Hispania, cruzó los Pirineos y los Alpes, e irrumpió en la península italiana venciendo a los romanos en tres batallas: las de Tesino, Trebia y el lago Trasimeno. La situación se volvió tan preocupante para los locales que, como era costumbre en esos casos, decidieron nombrar un dictador con plenos poderes y el elegido fue Quinto Fabio Máximo, a quien ya dedicamos un artículo.
Lo primero que hizo fue tratar de elevar la moral mediante una gran ceremonia religiosa que incluyó sacrificios de animales y humanos (se dice que en aquel holocausto incluso se inmoló a un centenar de niños nacidos en el período votivo, sin que se libraran siquiera los de origen patricio, aunque según otra interpretación no morían sino que eran seleccionados para más tarde, al cumplir veinte años, realizar una peregrinación cubiertos con un velo). Además se recuperó la tradición etrusca de regar con sangre humana la tierra de los fundadores de Roma, guardada en un santuario llamado Mundus.
Conseguido el objetivo de levantar el ánimo, llegaba la parte más difícil. Fabio era un militar veterano; había sido cónsul gracias a su victoria sobre los ligures -incluso se le concedió un triunfo- y formado parte de la delegación enviada a Cartago para declararle la guerra por la ocupación de la ciudad hispana de Sagunto. Ahora se veía en la tesitura de enfrentarse a un adversario superior, para lo cual no disponía de la colaboración plena de su magister militum, Marco Minucio Rufo, que era un rival político, ni de tropas con experiencia sino reclutadas a toda prisa. Necesitaba tiempo para adiestrarlas adecuadamente.
Por tanto, decidió aplicar una estrategia defensiva, sin plantear batallas en campo abierto y limitándose a acosar al enemigo con emboscadas y desgaste que han pasado a la posteridad con el nombre de táctica fabiana. Eso le hizo ganarse el apodo despectivo de Cunctactor («el que retrasa»), ya que los romanos esperaban más iniciativa y de mayor contundencia. Que Minucio, desobedeciendo sus órdenes, lograra poner en fuga a un contingente púnico que depredaba los campos para aprovisionarse no hizo sino acrecentar ese desagrado popular. Más tarde, cayó en una encerrona y Fabio tuvo que acudir en su socorro, pero al final el Senado decidió no renovar los poderes al dictador.
En su lugar entregó el consulado a Cneo Servilio Gémino y Marco Atilio Régulo, a quienes sucedieron Cayo Terencio Varrón y Lucio Emilio Paulo en el 216 a.C. Hubo un cambio total de estrategia. Ante el temor de que aquella dilación fuera aprovechada por Aníbal para atraer a su bando a los pueblos itálicos se impuso la estrategia de intentar acabar cuanto antes la guerra, lo que pasaba inevitablemente por derrotarle en una batalla campal. Así que, con vistas a asegurar la victoria, se reunió el mayor ejército hasta la fecha: ocho legiones, según Polibio, que junto con la caballería y los aliados sumaban un total de noventa mil hombres.
Los cónsules debían alternarse en el mando cada día, lo que constituía un problema porque eran de diferente carácter: Varrón, imprudente y arrogante, obsesionado con enfrentarse al enemigo cuanto antes; Paulo, más cauteloso, reticente a un combate abierto consciente de la superioridad de la caballería cartaginesa (cabe puntualizar que esos retratos provienen sobre todo de Polibio, que estaba al servicio del nieto del segundo, nada menos que Escipión Emiliano, y junto con Tito Livio se empleó a fondo para resaltar el bajo origen del primero, al que consideraban mero hijo de un carnicero ascendido por su apoyo a la causa popular).
La toma de la aldea de Cannas por Aníbal, que suponía la caída en su poder de una importante reserva de víveres -necesaria porque se rumoreaba que, ante la escasez que sufrían, los iberos de su ejército estaban planeando desertar- a la par que privaba de ella a Roma, así como la amenaza de perder toda Apulia, precipitaron las cosas. Los cónsules marcharon hacia aquella región meridional y dos días después alcanzaron a los cartagineses en el río Aufidus (hoy Ofanto), acampando a unos cincuenta estadios de ellos (poco más de nueve kilómetros) tras rechazar un tímido ataque que, sin embargo, proporcionó a Varrón una visión de la situación excesivamente optimista.
Y eso que no sabía que uno de los generales púnicos, Giscón, había sido ridiculizado por Aníbal cuando manifestó su sorpresa ante las copiosas fuerzas romanas. Pero el Barca estaba enterado de que sus jefes debían turnarse en el mando y quería aprovecharse de ello, provocando a Varrón, el menos prudente, a un enfrentamiento: por la noche simuló haber dejado su campamento para que los legionarios salieran de sus defensas a saquearlo, pero Paulo envió exploradores que advirtieron de la trampa. Al día siguiente tampoco quiso salir, pese a que el enemigo le incitó desplegándose. No hubo lucha, pues, y durante esos dos días ambos ejércitos permanecieron a la expectativa.
Los romanos construyeron dos campamentos, uno en cada ribera del río, con la finalidad de facilitar las labores de aprovisionamiento al principal y obstaculizar las del enemigo. Sin embargo, fue éste el que logró bloquear a las legiones el acceso al abastecimiento de agua al sembrar el caos la caballería púnica en dichos campamentos. Se cuenta que incluso contaminaron el preciado líquido arrojando cadáveres, aunque Polibio no dice nada al respecto. Pese a todo, Paulo logró contener las ansias de los suyos de salir a combatir, pero la deshidratación jugaría su papel en la batalla; que se iba a librar sin duda porque, al día siguiente, le tocaba el mando a Varrón y, como vimos, éste sí estaba dispuesto a la lucha.
Apiano y Tito Livio añaden que, además, Aníbal había enviado a medio millar de mercenarios -celtíberos según el primero, númidas para el segundo- fingiendo rendirse, entregando sus armas largas pero conservando las cortas para usarlas cuando empezara una batalla que consideraba ya inminente (cabe aclarar al respecto que las tropas de Aníbal estaban compuestas por cartagineses, númidas, libios, fenicios, getulos, itálicos, galos e hispanos, sumando unos cincuenta y cuatro mil guerreros). Y por fín llegó el momento. No sabemos en que fecha se produjo el choque, calculándose entre julio y agosto, quizá el 2 de ese último mes.
Varrón no pudo contenerse más y desplegó a sus hombres con la caballería romana en el ala derecha, la aliada en la izquierda y la infantería en el centro, con las cohortes ordenadas en un frente de aproximadamente kilómetro y medio, y una profundidad mayor de la acostumbrada -unos cien metros- para romper pronto el centro cartaginés, tal como había pasado en Trebia. Pese a todo, la formación resultaba convencional, con los soldados ligeros delante y los pesados detrás, todos dispuestos a presionar sobre el enemigo, que aparentemente había cometido el error de posicionarse con el cauce fluvial detrás, lo que le cortaría la retirada. Sin embargo, produjo el efecto contrario: el río protegió al ejército púnico de ser envuelto por la superioridad numérica romana y dejaba a éstos el flanco izquierdo como única posible vía de escape.
No sólo eso sino que el ejército cartaginés se aseguraba tener el sol a sus espaldas, deslumbrando al adversario, que además se vio molestado por el polvo que levantaba el viento del sudeste. Los cartagineses estaban dispuestos en dos líneas desiguales, con los iberos y celtíberos en el centro por ser más disciplinados y los galos detrás. El frente se extendía aproximadamente tres kilómetros, si se incluye a los jinetes. Los infantes púnicos, renunciando a la táctica hoplítica y armados con lanzas ligeras -por tanto gozando de gran movilidad-, fueron colocados en las alas. La caballería pesada hispana de Asdrúbal (un general, no el hermano de Aníbal) se situó en la izquierda y la númida ligera de Hannón en la derecha.
Varrón mandaba su flanco izquierdo, Paulo el derecho y los excónsules Cneo Servilio Gémino y Marco Minucio Rufo el centro. Este último tendría enfrente a Aníbal en persona, acompañado de su hermano Magón, quienes empezaron a extender sus líneas a medida que avanzaban, formando poco a poco una media luna cuyos extremos se estiraban en torno a los flancos romanos. No está claro si era algo planeado, fue fruto de la tendencia natural a desordenarse al avanzar o del desarrollo de la lucha, en la que el centro púnico cedió ante el empuje del rival permitiendo que dichos extremos se exendieran. El caso es que la caballería romana no pudo impedirlo porque fue aplastada por la hispana, aunque a menudo los jinetes de ambos bandos lucharon desmontados por las dificultades para maniobrar y controlar a los caballos. Y llegó el turno para la infantería.
Tras el habitual intercambio de proyectiles -jabalinas, flechas, piedras de los honderos, etc-se pasó al cuerpo a cuerpo, en el que pareció imponerse la superioridad romana. Aníbal ordenó una retirada gradual, permitiendo que las cohortes penetrasen en cuña por su formación. Ahora bien, el espacio ocupado por los cartagineses era menor, fruto de su inferioridad numérica, lo que provocó que los legionarios tuvieran que apretar sus filas, agolpándose unos contra otros sin apenas espacio para manejar las armas y desordenándose. Cuando los romanos se dieron cuenta, las tropas africanas de los extremos del semicírculo, hasta entonces a la expectativa, les habían embolsado y ahora atacaban transversalmente mientras la caballería hacía otro tanto por la retaguardia.
De pronto el avance romano se detuvo, inmovilizado por tal falta de espacio que los soldados ni siquiera podían alzar los escudos para protegerse. Los iberos aprovecharon esa indefensión para atacarlos con sus espadas -se dice que los romanos, impresionados por su eficacia, se inspirarían en ese arma para crear su gladius– y luego les imitaron los soldados púnicos, bien protegidos con cotas arrebatadas a adversarios caídos en batallas anteriores y que acreditaban ya amplia experiencia en combate frente a los muchos romanos bisoños. Los galos e iberos del centro habían sufrido grandes bajas -unas cinco mil- ejerciendo de cebo, pero ahora se invertían los papeles y les llegaba el turno de masacrar a los otros.
Cuenta Polibio que los romanos perdían jefes y estandartes, uniéndose los supervivientes en grupos dispersos que terminaban siendo aniquilados. La degollina duró seis horas y, según Tito Livio, los cartagineses terminaron agotados de tanto matar; el historiador Robert Cowley calcula que en algunos momentos murieron unos seiscientos legionarios cada minuto. Siete mil se retiraron al campamento menor, diez mil al mayor y unos dos mil a la propia Cannas. Los primeros consiguieron juntarse y, pese a estar casi desarmados, correr a refugiarse en la cercana localidad de Canusio (hoy Canosa di Puglia): los de Cannas fueron rodeados por los jinetes del capitán cartaginés Cartalón.
Entre los que se salvaron estaban Varrón, que pudo llegar a Venusia (actual Venosa) con setenta jinetes, y Escipión el Africano, que escapó con quinientos de sus hombres. No así Régulo, Gémino y Rufo, que cayeron combatiendo junto a unos ochenta senadores (una cuarta parte del total), dos cuestores y veintinueve tribunos. En su obra Púnica, Silio Itálico cuenta que, durante su huida, un oficial llamado Léntulo encontró al cónsul Paulo sentado sobre una piedra, malherido, y le ofreció su caballo. El otro lo rechazó instándole a ir a Roma a dar la alarma y a informar a Fabio Máximo de que había intentado seguir su estrategia. Los cartagineses lo remataron poco después, aunque Aníbal honró su cadáver con un funeral de honor.
Otra imagen que dan algunas fuentes, tan vívida como espeluznante, es la de los innumerables gemidos y gritos de dolor que exhalaban los heridos durante la noche, postrados sin esperanza en el campo de batalla entre sus camaradas fallecidos. Y hay otro impactante testimonio que describe a un soldado cartaginés, rescatado aún con vida pero envuelto en sangre y magulladuras, al que aún estaba agarrado su adversario romano, quien antes de morir le había arrancado a mordiscos parte de la cara y las orejas al haber perdido sus armas.
En Cannas, Roma sufrió más bajas que nunca, con las únicas excepciones de Arausio y, porcentualmente, Teotoburgo. A Aníbal, Livio le calcula entre seis mil y ocho mil muertos, mientras que Polibio lo deja en cinco mil setecientos; sí están de acuerdo en que la mayoría eran galos e iberos, es decir, los que lucharon en el centro de la formación. Estos números hacen que Cannas también fuera la segunda batalla con más bajas hasta entonces, sólo por detrás de Platea (si bien las cifras de ésta, apuntadas por Heródoto, se consideran hoy exageradas) y una de las cincuenta de la Historia. Al fin y al cabo, una quinta parte de la población romana adulta había perecido luchando contra Aníbal en los últimos veinte meses.
Cuando la fatal noticia llegó a Roma se decretó un día de luto, puesto que todos conocían a alguno de los caídos. Asimismo, se suspendieron los actos públicos, se prohibió a las mujeres salir de casa y se castigó a los vendedores ambulantes por considerarlos sospechosos. Como decíamos al comienzo, también se volvieron a inmolar personas, enterrándose vivos dos griegos y una pareja mixta celta en el Foro Boario y abandonándose un bebé en el mar Adriático por haber nacido desproporcionado. Los sacrificia aliquot extraordinaria (sacrificios extraordinarios) se recuperaban en momentos especialmente delicados, como las derrotas ante Aníbal o la guerra con los ínsubros en el 228 a.C.
La moral estaba tan baja que incluso un tribuno militar llamado Lucio Cecilio Metelo consideró perdida la guerra y animó a tres de sus colegas a marchar al extranjero como mercenarios; se lo impidió Publio Cornelio Escipión, que al enterarse los obligó a jurar lealtad a Roma espada en mano. Era el mismo Escipión que posteriormente se ganaría el cognomen de Africano tras sitiar Cartago; entre sus tropas había dos legiones formadas con los supervivientes de Cannas, que despreciados por ser considerados cobardes, primero habían sido puestos a las órdenes de Marco Claudio Marcelo para contener las sublevaciones de la Campania y Sicilia. Porque, viendo el panorama, la mayor parte del sur de Italia se puso del lado púnico y además se les unió la Macedonia de Filipo V.
Todo un símbolo de aquella posición favorable fue la misión que Aníbal encargó a Magón: llevar al Senado de Cartago, como botín especial, dos centenares de anillos de oro arrebatados a los equites caídos. Muchos esperaban que el siguiente regalo fuera la propia Roma y, de hecho, Maharbal (comandante de la caballería númida) le instó a marchar sobre la ciudad para disfrutar del festín del ganador en el Capitolio en cinco días. Pero el Barca rechazó la instancia, de ahí el famoso lamento del otro recogido por Tito Livio: Evidentemente, los dioses no han concedido todas las cualidades a la misma persona: tú sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovechar la victoria.
El porqué de la negativa de Aníbal ha sido objeto de mucho debate popular; sin embargo, los historiadores explican que tenía muchos muertos y heridos en su ejército, careciendo además de un tren de asedio y de efectivos suficientes para atacar la ciudad a la vez que mantenía el control sobre el terreno capturado, pues los romanos todavía disponían de legiones en Sicilia, Cerdeña e Hispania. Eso sin contar que luego tendría que defender los conquistado ante un presumible contaraque. Por otra parte, sitiar Roma sin garantías de éxito hubiera puesto en riesgo el efecto psicológico que sus triunfos habían causado en el enemigo. Es más, probablemente Aníbal nunca tuvo en mente conquistar la urbe sino mermar su voluntad de continuar la guerra desanimándola, de ahí que rematara sus victorias con masacres.
Consecuentemente, envió una embajada al Senado romano con Cartalón al frente ofreciendo negociaciones. Los senadores no sólo rechazaron cualquier pacto sino que prohibieron que se pronunciara la palabra paz, redujeron el luto a treinta días y vetaron llorar a los varones, movilizando a todos los ciudadanos, los campesinos sin tierra e incluso los esclavos. La Segunda Guerra Púnica continuaba, pues, y los generales romanos aprendieron la lección, admitiendo el valor de la táctica dilatoria de Quinto Fabio Máximo y evitando más batallas campales. Aníbal terminó deambulando por Italia sin objetivos concretos y se retiró a Crotona, desde donde embarcaría más tarde hacia África para disputar su última lid en Zama.
FUENTES
Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación
Polibio, Historias
Plutarco, Vidas paralelas: Fabio Máximo
Silio Itálico, La Guerra Púnica
Apiano, Historia romana
Pedro López Barja de Quiroga, Francisco Javier Lomas Salmonte, Historia de Roma
Adrian Goldsworthy, La caída de Cartago. Las Guerras Púnicas, 265-146 a.C.
Sergei I. Kovaliov, Historia de Roma
Gregory Daily, Cannae. The experience of battle in the Second Punic War
Wikipedia, Batalla de Cannas
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