Una terrible epidemia arrasó el Imperio Romano en la segunda mitad del siglo II, entre el 165 y el 180 d.C., cobrándose cerca de cinco millones de muertos; un diez por ciento de la población. Ese período de quince años constituyó el más grave problema sanitario en la historia de la Antigua Roma -con permiso de la plaga de Justiniano- y algunos historiadores consideran que tuvo un papel importante en desatar lo que hoy conocemos como la Crisis del siglo III porque el desplome demográfico limitó la capacidad de acción del ejército y afectó a la economía al reducir la mano de obra en el campo, aunque otros no lo ven tan claro. Nos referimos a la llamada peste antonina.

También se la denomina plaga de Galeno, debido a que éste, médico personal del emperador Marco Aurelio y su corregente, Lucio Vero, estudió los síntomas y efectos describiéndolos en su obra Methodus medendi («Método de curación»). Galeno, que era griego de nacimiento -natural de Pérgamo, donde se formó en el templo de Asclepios con dos discípulos de Hipócrates-, se estableció en Roma en el año 162, alcanzando tal reputación que fue contratado por el cónsul Flavio Boecio primero y por los dos emperadores después.

En el 166 realizó una visita de dos años a su ciudad natal, tras la cual regresó a Roma y tuvo ocasión de asistir a un gran brote de peste antonina que tuvo lugar en Aquilea en el invierno del 168, dejando por escrito sus observaciones sobre la fiebre que provocaba, así como otros efectos: sed, diarrea, tos violenta, erupciones cutáneas con pústulas ocasionales, faringitis, agotamiento… Las limitaciones propias de la época no le permitieron detallar mucho más, pero su relato es una de las bases documentales que utilizan algunos científicos para suponer que se trataba de viruela.

Estatua de Galeno en su Pérgamo natal (actual Bergama en Turquía)
Estatua de Galeno en su Pérgamo natal (actual Bergama en Turquía). Crédito: Bernard Gagnon / Wikimedia Commons

Galeno no fue el único en referirse a la epidemia ni mucho menos, pues cuando él tomó contacto con ella en Aquilea ya llevaba tiempo activa. En concreto desde el invierno del 165, introducida por el ejército del general Cayo Avidio Casio que retornaba de Mesopotamia tras el asedio de Seleucia del Tigris, ciudad que actualmente está en Irak y entonces estaba integrada en el Imperio Parto por cesión de Adriano en el 118. Algunas fuentes indican que el primer contagio se produjo después de que, en pleno saqueo del templo de Apolo en Babilonia, un legionario rompiera una arqueta de la que escapó lo que Dión Casio llama «un vaho de pestilencia».

Esa interpretación providencialista es corroborada por Amiano Marcelino, por lo que una epidemia entre las tropas podría haber sido la causa de la retirada romana, si bien hay que tener en cuenta que Avidio Casio carecía de recursos para retener la urbe tras su conquista y que muchas de las bajas que sufrió durante la vuelta se debieron también a los problemas de suministro que tuvo. En cualquier caso, los movimientos de masas suelen ser un buen contexto para que virus y bacterias puedan extenderse y, durante su ruta de regreso, los legionarios difundieron la enfermedad.

Así fue cómo de Mesopotamia saltó a Egipto, donde algunos papiros como el denominado Thmouis narran los devastadores efectos que tuvo en el campo y la demografía, mientras que las ruinas arqueológicas del pueblo de Soknopaiou Nesos, en el oasis de Fayún, revelan que fue abandonado precipitadamente en el siglo III d.C. seguramente por resultar asolado por la epidemia. En el 166 ésta alcanzó Asia Menor y se identifica con ella la enfermedad que asoló Éfeso, según el relato dejado por el filósofo sofista Elio Arístides, quien resultó contagiado en Esmirna aunque sobrevivió.

Otro sitio donde golpeó la epidemia fue Antioquía, en el actual litoral sur de Turquía, lindando con Siria. Cuenta Luciano de Samósata que allí se encontró un oráculo escrito por el falsario taumaturgo Alejandro de Abonutico, creador del nuevo culto a Glycon, una encarnación serpentiforme de Apolo, al que ya dedicamos un artículo. Pues bien, uno de sus versos oraculares se colgaba de las puertas de las casas como amuleto protector ante el contagio. Su eficacia sería nula, pero consiguió llamar la atención de Marco Aurelio, que le consultó sobre el destino de la campaña que iba a iniciar en el Danubio contra los marcomanos.

Estatua de Glycon del siglo II d.C.
Estatua de Glycon del siglo II d.C. Crédito: ChristianChirita / Wikimedia Commons

Asimismo, los oráculos del santuario de Claros, ubicado cerca de la polis jonia de Colofón, dejaron testimonios sobre epidemias que no está claro si se refieren a la peste antonina, dado que las fechas son inciertas; es probable que sí haya algunas referencias a ella y otras sean anteriores o posteriores, pero reflejan la angustia que producía aquel mal en la gente. No era para menos, teniendo en cuenta que ya había logrado llegar hasta Europa; Amiano Marcelino cuenta que se extendió entre las legiones de la Galia y el Rin. Teniendo en cuenta que el Imperio Romano abarcaba casi todo el mundo conocido, la peste antonina pasó a ser una verdadera pandemia.

De hecho, la situación era tan grave que Lucio Vero y Marco Aurelio (hijos adoptivos de Antonino Pío y ambos designados co-emperadores por el testamento de Adriano), que se encontraban en el Danubio para contener a los alamanes y marcomanos, regresaron a Roma. El primero, que había liderado personalmente la campaña contra los partos, cayó enfermo muriendo a los pocos días. Entonces se creyó que fue debido a un envenenamiento, pero lo más probable es que se tratara de una apoplejía o incluso la peste antonina, que, como decíamos, estaba ya haciendo estragos al matar una media de dos mil personas diarias; a la postre, una cuarta parte de las infectadas. Ése fue el contexto en el que trabajó Galeno.

Dado que ambos emperadores pertenecían a la dinastía conocida como los Antoninos, terminaron dando nombre a la enfermedad. Tiene un punto irónico, ya que ese período es considerado la «edad de oro» del Imperio Romano, en plena Pax Romana, con una prosperidad económica que le permitió sumar unos setenta y cinco millones de habitantes, de los que un millón vivían en Roma. Eso sí, en condiciones que distaban de ser ideales, a menudo hacinados en insulae (bloques de viviendas populares para clases bajas, que eran la mayoría), alta mortalidad infantil, escasa esperanza de vida y pobre salubridad urbana.

Ruinas arqueológicas del templo de Apolo en Claros (Turquía)
Ruinas arqueológicas del templo de Apolo en Claros (Turquía). Crédito: Carole Raddato / followinghadrian.com / Wikimedia Commons / Flickr

El hecho de ser la metrópoli por excelencia hacía que Roma recibiera a diario la llegada de multitud de extranjeros, favoreciendo la transferencia de enfermedades infecciosas. Tan acostumbrados estaban a eso los romanos que, paradójicamente, en su tiempo no le concedieron una importancia especial y fueron los autores posteriores los que lo hicieron. En el año 169 las legiones destinadas en el Danubio se vieron diezmadas, obligando a retrasar un bienio el inicio de la campaña marcomana, a suspender licenciamientos de veteranos y a reclutar efectivos entre gladiadores, bandidos y esclavos, lo que permitió derrotar al enemigo.

En el 171 ya no había invasores que amenazasen las fronteras, pero sí un adversario igual de peligroso o más: el virus, que ironicamente también debió de haber afectado a los germanos. Pero para el 172 ya había llegado a todos los rincones del imperio y, si bien tuvo menos repercusión en las provincias occidentales por estar más alejadas (y aún así, se sabe que las minas hispanas de las Médulas tuvieron que cerrar temporalmente por falta de mano de obra), en general incidió negativamente sobre la economía: desplome de precios, cierre de empresas constructoras porque los clientes no tenían dinero para pagarles, muertes masivas de esclavos en el campo, donde los arrendatarios se vieron obligados a aceptar contratos más largos, declive del comercio en el Índico…

En el 180 Marco Aurelio falleció en Panonia, aunque no se sabe a ciencia cierta si realmente la causa de su óbito fue la peste Antonina. No está claro porque ello hay que deducirlo de una inscripción hallada en el templo de Mitra de Virunum (en Austria) que algunos arqueológos consideran una falsificación moderna, aunque otros sí la dan por buena. Esa falta de certeza es una constante derivada de la falta de descripciones y de la relativamente escasa atención prestada por los historiadores coetáneos, demasiado habituados a brotes epidémicos periódicos, siendo otros posteriores (Paulo Orosio, Eutropio, la Historia Augusta) quienes otorgaron carácter histórico a ese episodio.

Estatua ecuestre de Marco Aurelio
Estatua ecuestre de Marco Aurelio. Crédito: Jean-Pol GRANDMONT / Wikimedia Commons

El hecho de que la cremación fuera el sistema más habitual para deshacerse de los cuerpos hace que los esqueletos encontrados en algunas fosas comunes -la de Gloucester, por ejemplo, de la que se exhumaron casi un centenar de osamentas- resulten insuficientes para determinar si corresponden a enterramientos hechos deprisa a causa de la epidemia o a simples puticuli (fosas comunes para pobres). Ello impide también identificar el patógeno, lo que no es óbice para que la mayor parte de los expertos se inclinen por la viruela.

Galeno, decíamos, es quien ha dejado la descripción más detallada, lo que no significa que resulte suficiente ni fiable del todo. Tras la observación de muchos pacientes concluyó que las úlceras que éstos presentaban eran un síntoma de recuperación porque por ellas expulsaban la sangre infectada; consecuentemente, opinaba que el organismo se curaba por sí mismo y sólo había que evitar el deterioro por rascado de dichas úlceras. No obstante, también advertía de que únicamente mejorarían los de constitución robusta y al resto habría que ayudarlos a sobrellevar su enfermedad con, por ejemplo, leche.

También supo diferenciar la peste antonina de la devastadora plaga que había asolado Atenas en el siglo V a.C., durante la Guerra del Peloponeso, de la que dejó testimonio Tucídides. La ciencia actual cree haber identificado aquella epidemia griega -que mató a Pericles y a su hijo- como fiebre tifoidea, de la misma manera que parece haber consenso en decantarse por la viruela para la del siglo II d.C. a pesar de la imprecisión de Galeno y del desconocimiento que había en su tiempo de la existencia de microorganismos. Es un mal que, en efecto, genera llagas y pústulas en la piel, fiebre y vómitos.

El problema está en que los análisis genéticos indican que la forma más grave de viruela surgió posteriormente, por eso se barajan también el tifus y la fiebre hemorrágica. Dado que entre el 189 y el 190, ya durante el reinado de Cómodo, hijo de Marco Aurelio, se documentó una epidemia similar que según los historiadores clásicos Dion Casio y Herodiano se extendió igualmente por todo el imperio -en el contexto de una gran hambruna-, habría que determinar si se trataba de un nuevo brote o de otra cosa. Una alternativa propuesta es el sarampión, también muy contagioso y con síntomas parecidos… pero con la pega de que su origen no se data hasta el siglo V d.C.

El ángel de la muerte llama a una puerta durante la epidemia de Roma (grabado de Levasseur a partir de una obra de J. Delaunay)
El ángel de la muerte llama a una puerta durante la epidemia de Roma (grabado de Levasseur a partir de una obra de J. Delaunay). Crédito: Wellcome Images / Wikimedia Commons

Una sucesión de ambos podría ser la explicación a la acusada virulencia de las dos epidemias; al tratarse de virus diferentes (el sarampión lo causa el Morbilivirus, la viruela el Variola), habría resultado imposible generar anticuerpos entre una y otra. El médico y filósofo croata Mirko Drazen Grmek, estudioso de la realidad mórbida del mundo antiguo, enunció el concepto patocenosis para referirse a un sistema dinámico donde la manifestación de una enfermedad depende de la presencia y distribución del conjunto de enfermedades que le son contemporáneas y propias de una población y un espacio determinado.

En ese sentido, esos brotes epidémicos y otro posterior, la llamada peste cipriana (que afectó al imperio entre los años 249 y 269 sin que las descripciones que dejó el cronista que le da nombre, el obispo de Cartago San Cipriano, aclaren si se trató de viruela, gripe o algún tipo de fiebre hemorrágica tipo ébola), habrían sido favorecidos y agravados por un enfriamiento del clima que acarreó también mayor sequedad ambiental y tuvo lugar en el siglo II, según un reciente estudio.

Las fechas resultan significativas y han llevado a los historiadores a plantear el grado de incidencia que esas plagas pudieron tener en la crisis del siglo III y la decadencia del Imperio Romano. Se trata de un debate historiográfico que se remonta muy atrás: el historiador y filólogo Barthold Georg Niebuhr (hijo del orientalista y explorador Carsten Niebuhr, al que dedicamos un artículo), creador del «método histórico crítico», manifestó en su Römische Geschichte («Historia de Roma») que el reinado de Marco Aurelio fue un punto de inflexión en muchos ámbitos y ello se debió a la plaga.

El historiador estadounidense Kyle Harper, autor de varios libros sobre la Antigüedad en general y Roma en particular, está de acuerdo con él. En cambio, otros especialistas como Edward Gibbon y Mijaíl Rostóvtsev disienten y opinan que la peste antonina pudo influir en el devenir del imperio pero no determinarlo, al menos en comparación con factores políticos y económicos.

El mundo en el siglo II d.C. Se aprecian los imperios Romano, Parto y chino (Han)
El mundo en el siglo II d.C. Se aprecian los imperios Romano, Parto y chino (Han). Crédito: Thomas Lessman / Wikimedia Commons

Claro que es posible que los chinos de la dinastía Han lo vieran de otra forma ¿Qué tienen que ver con esto? se preguntará más de uno. Para saberlo hay que hablar de un erudito chino cuya gran obsesión era la búsqueda de los Xianren, Seres Iluminados con poderes extraordinarios y larguísima vida (de ahí que también se los llamara Inmortales).

Ge Hong, alquimista, médico y maestro taoísta, cuenta que, en los años 151, 161, 171, 173, 179, 182 y 185, durante los mandatos de los emperadores Huan y Ling, el Imperio Han Oriental sufrió hasta siete brotes epidémicos. Ge Hong vivió a caballo entre los siglos III y IV, por lo que no conoció de primera mano aquella experiencia y se limita a narrarla identificando la enfermedad como viruela. Eso ha dado pie a algunos historiadores para sugerir que quizá se trataba de la peste antonina, ya que una embajada romana visitó la corte imperial en nombre de Andun, presunta transliteración del nombre Marco Aurelio Antonino (o puede que de su predecesor, Antonino Pío).

El viaje de la delegación de Daqin (así se referían los chinos al Imperio Romano) tuvo lugar en el año 166; coincidente, como hemos visto, con la expansión de la plaga por occidente. Irónicamente hay autores que sitúan el origen de la infección en Asia Central (aunquje Luciano de Samósata dice que procedía originariamente de Etiopía), de donde habría pasado a Mesopotamia, Asia Menor, norte de África y Europa antes de retornar a su lugar de salida. En cualquier caso, es posible que la incidencia de la peste antonina en China se viera reflejada en una dura crisis socioeconómica y hambrunas que devinieron en estallidos sociales, como la Rebelión de los Turbantes Amarillos en el 184.

Para terminar, nada mejor que cederle la palabra al mismísimo Marco Aurelio, uno de los que escribieron sobre la epidemia. Lo hizo en su obra Meditaciones con el tono estoico que le caracteriza:

¿Continúas prefiriendo estar alentado en el vicio y
todavía no te incita la experiencia a huir de tal peste? Pues
la destrucción de la inteligencia es una peste mucho mayor
que una infección y alteración semejante de este aire que
está esparcido en torno nuestro. Porque esta peste es propia
de los seres vivos, por cuanto son animales; pero aquélla es
propia de los hombres, por cuanto son hombres.



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