En un reciente artículo, titulado Cómo los holandeses se comieron a su primer ministro en 1672, reseñábamos un hecho de armas protagonizado por la armada de los Países Bajos ocurrido en 1667: una audaz incursión naval en la que sesenta y dos buques de guerra, al mando del almirante Michiel de Ruyter y el hermano del primer ministro neerlandés, Cornelio de Witt, remontaron el Támesis, conquistaron la villa de Sheerness y alcanzaron los fondeaderos de la Royal Navy en Kent, donde destruyeron tres navíos y otros diez barcos menores, llevándose como trofeo al buque insignia de la flota inglesa, el HMS Royal Charles. Fue lo que ha pasado a la Historia con los nombres de Ataque a Medway o Batalla de Chatham.

La República de las Provincias Unidas era un estado surgido en 1581, desgajado de los territorios españoles en los Países Bajos -cuya parte meridional seguía perteneciendo a España- en la Guerra de los Ochenta Años. En 1653 quedó al frente del nuevo país Johan de Witt, un abogado y matemático que ejercía el cargo de Raadpensionaris (Gran Pensionario) en lugar del habitual de Stadhouder (Estatúder) porque de esa forma daba al país una pátina republicana al estilo clásico romano, frente al sobrino-nieto de Guillermo de Orange, el aún menor de edad Guillermo III, al que veía demasiado cercano a la monarquía.

Johan de Witt hizo prosperar a las Provincias Unidas aplicando una política económica racional e impulsando la construcción de una flota que permitiera garantizar el mantenimiento del comercio con las Indias (Orientales y Occidentales), principal fuente de riqueza. A la vez, trataba de desarrollar una política exterior pacífica, sabedor de que la guerra siempre constituía una amenaza para el progreso. Por eso en 1654 firmó con Inglaterra el Tratado de Westminster, que ponía fin a la guerra que libraban desde hacía dos años por el dominio de los mares, con permiso de españoles y franceses.

Johan de Witt retratado por Caspar Netcher
Johan de Witt retratado por Caspar Netcher. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

En el fondo se trataba del enfrentamiento entre entre dos conceptos opuestos: el mare liberum neerlandés frente al mare clausum británico; es decir, librecambismo frente a proteccionismo. Aunque el acuerdo beneficiaba a Inglaterra, que imponía una compensación por las matanzas de sus comerciantes en Amboina y Banda, cobrar por pescar en aguas de las islas y excluir a los Orange de cualquier cargo público, las Provincias Unidas ya llevaban décadas inmersas en el período que se denomina Gouden Eeuw, o sea, Siglo de Oro holandés (se toma como fecha de inicio la fundación en 1602 de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales).

De ahí que fuera prácticamente inevitable que aquella rivalidad terminara por estallar de nuevo. En 1660, dos años después de la muerte de Cromwell, se restauraba la monarquía inglesa en la persona de Carlos II quien, al contraer matrimonio con Catalina de Braganza, recibió como dote las plazas de Tánger y Bombay, además de los recursos del Imperio Portugués (que en aquellos momentos luchaba por independizarse de España). Pese a la esperanza de Johan de Witt en que la subida al trono de los Estuardo mejoraría su relación, el soberano quiso defender sus propios intereses y en 1663 amplió las ya de por sí proteccionistas Leyes de Navegación.

Y es que el soberano y su hermano Jacobo habían fundado la Royal African Company, algo que llevó a que en 1664 se produjera un choque entre Inglaterra y las Provincias Unidas por controlar el tráfico de esclavos en el golfo de Guinea. El almirante Michiel de Ruyter logró arrebatar a los ingleses sus factorías africanas, provocando la quiebra de la compañía real, abocando a una declaración de guerra al año siguiente, reforzada por el hecho de que los colonos ingleses de América se hubieran apoderado de Nueva Ámsterdam, pasando a rebautizarla Nueva York. La situación se completaba con el apoyo del francés Luis XIX a las Provincias Unidas, a cambio de que éstas dejasen en paz a los Países Bajos Españoles.

Territorios de la República de las Siete Provincias Unidas tras la guerra
Territorios de la República de las Siete Provincias Unidas tras la guerra. Crédito: Furfur / Rowanwindwhistler / Wikimedia Commons

En el plano estratégico, los ingleses contaban con que sus enemigos no tenían capacidad para mantener una contienda larga y, por contra, éstos estaban convencidos de que el Parlamento británico se mostraría renuente a aprobar un incremento de fondos para el conflicto. Por esa razón ambos aspiraban a librar una guerra de corta duración que afectase en exceso a sus economías. En el plano militar, estaba claro que el escenario bélico iba a ser el mar, donde ambos contendientes tenían poderosas flotas, si bien la Royal Navy era superior en número, diciplina y potencia de fuego.

Cabe añadir al respecto que además era una época de innovaciones, en pleno paso del galeón al navío de línea y, por tanto, creciendo el número de cañones que cargaba en cada uno de sus costados, adoptándose la táctica de combate en línea de batalla. El primer enfrentamiento fue en la batalla de Lowestoft, que resultó un desastre para la marina neerlandesa y en la que falleció incluso el almirante Jacob van Wassnaer Obdam. Paradójicamente, aquello azuzó a Johan de Witt para acometer un plan de reestructuración -financiado por las ganancias de un cargamento de especias recién llegado-, a cuyo frente puso al almirante Michiel de Ruyter.

La victoria hizo crecerse a Carlos II, lo que llevó a crear tal inquietud en Francia que Luis XIV anunció su alineamiento con las Provincias Unidas y arrastró con él al Reino de Dinamarca-Noruega. De ese modo, Johan de Witt se sintió fuerte y rechazó la propuesta orangista -incitada por Inglaterra- de firmar la paz si no se retornaba al statu quo ante bellum. Se mantenían negociaciones para buscar una solución pero, paralelamente, la armada neerlandesa recibió una treintena de nuevos buques; grandes, de setenta y dos cañones, cuyo poderío se perfilaba temible si, como estaba previsto, se unían a la flota francesa destinada al Canal de la Mancha.

La batalla de Lowestoft el 6 de junio de 1665, cuadro de Adriaen van Diest.
La batalla de Lowestoft el 6 de junio de 1665, cuadro de Adriaen van Diest. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

La Royal Navy envió una escuadra para impedir esa amenaza y ese verano se enfrentó a los neerlandeses en la batalla de los Cuatro Días: los setenta y nueve barcos ingleses de George Monck contra los ochenta y cuatro de De Ruyter, quien había estudiado concienzudamente al rival y aprendido sus tácticas, obteniendo la victoria. No fue un triunfo rotundo, ya que en realidad el combate terminó cuando ambas partes agotaron sus municiones, pero De Ruyter logró hundirle al otro diecisiete navíos y capturarle otros seis, perdiendo sólo cuatro. Además hizo casi dos millares de prisioneros.

Un mes más tarde, los ingleses tuvieron ocasión para tomarse la revancha en la batalla del Día de Saint James, si bien fue limitada: habiendo recibido refuerzos, salieron otra vez en busca de los neerlandeses y lograron hundir dos buques, perdiendo uno. Tan magro resultado no iba a paliar, ni mucho menos, el problema en que se iba a ver envuelta su armada en breve. Porque la flota De Ruyter no navegaba al azar sino siguiendo un audaz plan, diseñado por Johan de Witt a lo largo de todo un año; incluso colocó a su hermano a bordo, junto al almirante, para asegurarse de su éxito.

Consistía en reunirse con la flota francesa y remontar el río Támesis para atacar los astilleros de Chatham, donde la Royal Navy llevaba a cabo las reparaciones de sus barcos. Como decíamos antes, los galos no se presentaron y De Ruyter tuvo que limitarse a bloquear la desembocadura fluvial hasta el 1 de agosto de 1667, día en que observó cómo la flota enemiga zarpaba y él corría a interceptarla. Ahora, tras la batalla, decidió tomar la iniciativa, quizá para aprovechar los efectos de las dos grandes catástrofes que estaban asolando Londres: la Gran Plaga (una epidemia de peste que se había iniciado en 1665) y el Gran Incendio (que arrasó la City y otros barrios en septiembre del año anterior).

La batalla del Día de Saint James en un grabnado de Wenceslaus Hollar
La batalla del Día de Saint James en un grabnado de Wenceslaus Hollar. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Entre la merma de recursos financieros que supusieron esos episodios -los comerciantes ya no podían permitirse conceder préstamos a la Corona- y las pérdidas navales -que no se limitaban a muertos, heridos y prisioneros sino que se extendían a los licenciamientos sin paga y al desmantelamiento de navíos de línea-, Inglaterra pasaba un momento delicado, perfecto para darle el golpe de gracia, por mucho que George Monck y el príncipe Rupert se empeñaran en presentar la batalla del día de Saint James como una rutilante victoria que, como hemos visto, no fue para tanto. La situación era desesperada, pues.

En un esfuerzo especial, el Parlamento votó a favor de nuevos impuestos por valor de casi dos millones de libras. Ahora bien, los pagos quedaban sujetos a tantas condiciones que las disputas en torno a ello fueron retrasando los cobros y, consecuentemente, resultó imposible planificar nada en el ámbito naval de cara al año 1667 y se ordenó fondear el grueso de la flota en Chatham, dejando únicamente a los corsarios y una pequeña escuadra para atacar los mercantes neerlandeses; los propios quedaban sin escolta, expuestos a lo mismo. Había que negociar o dar un giro a las cosas y éste último llegó acordando una alianza secreta con Francia, que así pasaba de pronto de enemiga a amiga.

Johan de Witt no supo de esa jugada pero no se fiaba ni de Carlos II ni de Luis XIV, así que consideró que había llegado el momento de dar un golpe sobre la mesa. Fruto de los desembarcos realizados en las islas danesas en 1659, los neerlandeses acababan de crear su Korps Mariniers (Infantería de Marina) y un contingente de seis mil de ellos fue embarcado en la armada después de la batalla de los Cuatro Días para hacer un ataque anfibio en Kent e incitar al pueblo a sublevarse contra el rey. Antes explicamos que no pudieron porque la Royal Navy lo impidió, pero ahora ésta se hallaba lamiéndose las heridas sin imaginar que el enemigo se disponía a intentarlo de nuevo.

El almirante Michiel de Ruyter retratado por Hendrick Berckman
El almirante Michiel de Ruyter retratado por Hendrick Berckman. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

El propio hermano de Johan de Witt, Cornelio, se embarcó para supervisar la acción y persuadir a todos los capitanes de la necesidad de llevarla a cabo, algo a lo que eran reticentes porque temían los bajíos del estuario del Támesis. Sin embargo contaban con la ayuda de dos pilotos ingleses: un contrabandista prófugo de la justicia y un dissenter (disidente, como se llamaba a los protestantes que se negaban a reconocer la autoridad de la Iglesia Anglicana, caso de los famosos puritanos que antes de emigrar a América en el Mayflower habían estado refugiados en los Países Bajos).

La flota que mandaba Michiel de Ruyter estaba compuesta por sesenta y dos navíos de línea, quince barcos ligeros y doce brulotes (embarcaciones llenas de explosivos que se incendiaban deliberadamente para lanzarlas contra las unidades enemigas cuando éstas estaba ancladas en formación) que sumaban tres mil trescientos treinta cañones y diecisiete mil quinientos hombres. De Ruyter era un marino de humilde origen -hijo de un simple marinero- pero que llevaba navegando desde niño y había ido ascendiendo en el escalafón poco a poco.

Habiendo ganado amplia experiencia tanto en la marina mercante como en balleneros y practicando el corso contra los españoles, terminó por consagrarse en la marina de guerra, recibiendo el mando por delante de otros porque era partidario de la facción política de Johan De Witt. Con Cornelio tuvo sus más y sus menos, al igual que el resto de capitanes, que obedecieron la orden de iniciar la operación sólo porque su almirante se lo indicó con la escueta frase «bevelen zijn bevelen» («órdenes son órdenes»).

Principales batallas d ela Segunda Guerra Anglo-Neerlandesa
Principales batallas d ela Segunda Guerra Anglo-Neerlandesa. Crédito: Memnon335bc / Wikimedia Commons

La cosa no prometía mucho después de que una veintena de mercantes ingleses a los que intentaron capturar se escaparan hacia Gravesend por uno de los ramales del estuario y dieran la alarma el 7 de junio. Sin embargo, poco podían hacer los locales; la mayoría de los buques se encontraban en Escocia y Essex protegiendo los envíos de carbón (las dificultades de transporte multiplicaron su precio por diez), así que únicamente había disponibles naves ligeras como fragatas o balandras. Aún así, no cundió el pánico porque no esperaban que los neerlandeses se atrevieran a atacar Londres.

Por eso cuando se avistaron las treinta naves de la escuadra de Willem Joseph Van Ghent (diecisiete fragatas, cuatro brulotes y otras unidades menores), enviada por De Ruyter para desembarcar a un millar de marines, la reacción inglesa fue lenta y caótica. Lo cierto es que el comportamiento de los atacantes tampoco fue meritorio: desobedeciendo las instrucciones tajantes de Cornelio de Witt, se entretuvieron en saquear los pueblos de la isla de Canvey y eso dio tiempo a que una milicia inglesa los expulsara.

Sólo evitaron un duro castigo, ofreciéndose para encabezar el ataque al día siguiente en la otra isla, la de Shepsey, mientras los ingleses reunían a cuantos hombres, lanchas y cañones podían; pocos, ya que, aparte de que nadie esperaba aquello y todo era improvisación, mucha gente a la que se adeudaba el salario se negó a colaborar. Una de las cosas que se priorizaron fue dotar de caballos a los milicianos para acudir rápido a donde hicieran falta, ya que las noticias decían que había desembarcos en diversos puntos.

La incursión neerlandesa por el río Medway
La incursión neerlandesa por el río Medway. Crédito: Memnon335bc / Dominio público / Wikimedia Commons

Y, en efecto, el 10 de junio comenzó el asalto propiamente dicho con el cañoneo de Garrison Fort Point, un fuerte que defendía Sherness, en la isla de Sheppey, y no pudo resistir mucho tiempo, obligando a los ingleses de George Monck a retirarse mientras trataban de bloquear el curso fluvial mediante la clásica cadena y el hundimiento de once barcos. La primera, tendida en Gilligham, pesaba tanto que no pudo impedir que las naves ligeras enemigas pasaran por encima; los segundos se revelaron insuficientes y hubo que añadirles más en los diferentes ramales del río. Finalmente los zapadores de un brulote rompieron la cadena, dejando paso franco a los navíos grandes al Medway, uno de los brazos del Támesis.

Llegaron a Chatham y se lanzaron sobre los homólogos enemigos, que carentes de buena parte de su artillería -se había trasladado a los bastiones terrestres- y de tripulaciones -estaban reforzando a las milicias- no podían defenderse. El HMS Monmouth pudo escapar, pero el HMS Unity y el HMS Royal Charles, buque insignia de la Royal Navy, fueron apresados y los dieciséis restantes tuvieron que ser hundidos para evitar su captura. Inglaterra había perdido tres decenas de barcos y, ahora sí, cundió el temor entre los londinenses porque encima se corrió el rumor de que los neerlandeses iban a transportar desde Dunkerque hasta allí al ejército francés.

Los fortines y baterías costeras que festoneaban el Medway se mostraban incapaces de detener el avance que encabezaban seis brulotes seguidos de las fragatas. El Loyal London, el Royal James y el Royal Oak, tres de los navíos más grandes de la Royal Navy, de más de setenta y cinco cañones, acabaron incendiados, por lo que a los ingleses ya sólo les quedaban cuatro de esa clase más el Royal Sovereign (el antiguo Sovereign of the Seas ampliado), la joya de la marina inglesa, que tuvo la suerte de estar en Portsmouth en aquellos fatídicos momentos.

Los holandeses queman los barcos ingleses, obra de Jan van Leyden
Los holandeses queman los barcos ingleses, obra de Jan van Leyden. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Samuel Pepys, secretario de Marina de Su Graciosa Majestad, lo vio todo perdido al enterarse de la rotura de la cadena y la pérdida de sus naves, poniendo a salvo a su familia:

Todos nuestros corazones lloran ahora; porque la noticia es cierta, que los holandeses han roto la cadena y quemado nuestros barcos, y particularmente el Royal Charles; otros detalles los desconozco, pero éstos son los más tristes, sin duda. Y la verdad es que temo tanto que todo el reino se deshaga, que esta noche resuelvo estudiar con mi padre y mi esposa lo que hacer con el poco dinero que tengo por mi parte (…) En tal temor, pronto decidí que mi padre y mi esposa se irían al campo; y, con dos horas de antelación, fueron en diligencia ese día, con unas mil trescientas libras en oro en su bolso de noche.

A continuación deja un impresionante testimonio del miedo reinante en Londres:

Nunca la gente estuvo tan abatida como en este día en toda la City; y hablan muy alto, incluso de traición, como que somos comprados y vendidos, que somos traicionados por los papistas y otros acerca del Rey; gritan que el departamento de Artillería ha estado tan lento que no ha habido pólvora en Chatham ni en el castillo de Upnor hasta ese momento, y todos los carruajes están rotos; que Legg es papista; que Upnor, el viejo y bueno castillo construido por la reina Isabel, debería ser despreciado últimamente; que los barcos en Chatham no deberían ser llevados más allá. Nos consideran perdidos y se llevan a sus familias y ricos bienes a la ciudad; y creo en verdad que los franceses, habiendo bajado con su ejército a Dunkerque, van a invadirnos y que seremos invadidos.

Como se ve, todos esperaban que Londres era el objetivo, por lo que el siguiente paso de los neerlandeses debería ser Gravesend, del que sólo lo separaban cuarenta y cuatro kilómetros. Sin embargo, Cornelio de Witt temía que el adversario reaccionara por fin y decidió poner fin a la empresa. El repliegue se llevó a cabo por el mismo camino y terminando de destruir lo que quedase todavía sano; sólo se salvaron los astilleros de Chatham gracias a que ningún barco neerlandés se acercó, un error táctico porque la Royal Navy los usaría para recomponer su flota (un febril programa de construcción le devolvería su fuerza anterior en apenas tres años, sentando las bases de su ascenso a la hegemonía naval en el siglo XVIII).

De hecho, aquella «gran victoria en una guerra justa en defensa propia» que proclamaron los ganadores no iba a repetirse; los intentos de ello realizados semanas más tarde en otros lugares (Gravesend ,Woodbridge y Osley Bay) fracasaron. Eso sí, el susto había sido descomunal y Pepys comentaba: Así, en todo, en sabiduría, coraje, fuerza, conocimiento de nuestras propias corrientes y éxito, los holandeses tienen lo mejor de nosotros y terminan la guerra con la victoria de su lado. No sólo ellos, cabría apostillar, pues las aldeas que había por el camino de retirada fueron saqueadas… pero por los propios milicianos ingleses.

Pintura de Everhardus Koster mostrando la captura del Royal Charles
Pintura de Everhardus Koster mostrando la captura del Royal Charles. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Los funcionarios portuarios calcularon los daños de la incursión en unas veinte mil libras, sin contar el coste de reflotar y reparar los navíos hundidos (al Loyal London le cambiaron el nombre, dejándolo sólo en London, debido a que la ciudad homónima se negó a colaborar en su financiación). Las pérdidas de la Royal Navy fueron peores, estimadas en torno a doscientas mil libras. Por contra, De Ruyter sólo perdió ocho brulotes y medio centenar de hombres, alcanzando la consideración de héroes nacionales junto con Cornelio de Witt y Van Ghent. Eso sí, el Royal Charles fue desguazado para no humillar a los enemigos derrotados, conservándose su espejo de popa en el Rijksmuseum.

Más grave para los derrotados fue el impacto anímico. El enemigo había estado muy cerca y se fue porque quiso, no porque fuera rechazado. El rey Carlos II sufrió una considerable pérdida de prestigio por ello y por estar negociando la paz ingenuamente mientras los neerlandeses golpeaban. Aun así, el ataque a Chatham decidió a Lord Clarendon, primer ministro, a acelerar las conversaciones porque temía que el descontento general contra la Corona degenerase en una rebelión. El resultado fue la firma, el 31 de julio de 1667, del Tratado de Breda, en el que ambos contendientes cedieron para alcanzar un acuerdo aceptable para todos.

Los ingleses retenían Nueva York y recibían otros enclaves caribeños de Francia, que compensaba esas pérdidas a costa de territorios españoles en Europa (el Franco Condado, Valenciennes, Ypres, Saint-Omer, Cassel, Mabeuge y Câteau-Cambréssis). Las Provincias Unidas se quedaban con Fort Amsterdam en Guinea y Surinam en América, recuperando otras colonias antillanas. Además, sus barcos mercantes pudieron comerciar sin problemas porque las Leyes de Navegación inglesas fueron modificadas para ello.

Todo esto no impediría que en 1672 estallase una tercera guerra en la que Inglaterra se impuso, aliada con una Francia que aprovechó para invadir las Provincias Unidas. La contienda fue adversa para los neerlandeses, cuyo ejército de tierra no era comparable en absoluto a la marina y fue incapaz de detener a las tropas galas. El descontento popular, instigado por los orangistas, desembocó en el asesinato de los hermanos De Witt y la recuperación del cargo de Estatúder para Guillermo III.

Dejemos que sea Rudyard Kipling quien ponga final a este artículo con su poema Los holandeses en Medway, publicado en 1911 en forma de denuncia al rey Carlos II, que era muy criticado por su estilo de vida frívola y derrochadora:

El dinero que debería alimentarnos
lo gastáis en vuestro deleite,
¿cómo podéis tener marineros
que os ayuden en vuestra lucha?
Nuestro pescado y nuestro queso están podridos,
lo que hace que crezca el escorbuto.
No podemos serviros si nos morimos de hambre,
¡y esto lo saben los holandeses!

Nuestros barcos en cada puerto
no están ni enteros ni en buen estado,
y, cuando tratamos de reparar una vía de agua,
no se encuentra estopa;
o, si la hay, el calafateador,
y también los carpinteros,
por falta de paga se han ido,
¡y esto lo saben los holandeses!

Pólvora, armas y balas,
apenas podemos conseguir algo;
su precio se gastó en alegría
y en juergas en Whitehall,
mientras nosotros, con jubones andrajosos,
debemos remar del barco a la tienda,
rogando a los amigos por cosas varias…
¡Y esto lo saben los holandeses!



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