En el folklore de Japón hay una curiosa leyenda que se repite en distintas provincias actuales del país como Hitachi, Kaga, Echigo, además de en otros territorios históricos como Owari no Kuni, Atsuta o Iyo: la del barco de extraña forma que llegó del mar sin que se sepa su procedencia y del que desembarcó una enigmática mujer que, al no hablar japonés, fue incapaz de comunicarse con las gentes locales, siendo devuelta a su nave para perderse en el horizonte. Recibe el nombre de Utsuro-bune (también Utsuro-fune o Urobune, expresiones traducibles como «barco hueco» o «barco vacío»).

Dicha leyenda aparece recogida en cuatro obras literarias decimonónicas. La más antigua, de 1815, es Oushuku Zakki («Notas varias»), cuyor autor fue Komai Norimura. La segunda, Toen shōsetsu («Cuentos desde el jardín del conejo»), escrita por en 1825, se conserva en la ciudad de Machida (prefectura de Tokio). La tercera, de 1835, se titula Hyōryū kishū («Diarios e historias de naufragios»), es anónima y está en la biblioteca de la Universidad de Tenri (prefectura de Nara). La última, Ume-no-chiri («Polvo del albaricoque») la firmó Nagahashi Matajirō en 1844 y pertenece a una colección privada de Nara.

Aunque todas guardan cierta similitud, lo que probablemente remita a una fuente común, acaso oral, la versión más detallada de la leyenda es la que ofrece Kyokutei Bakin. En el capítulo Utsuro-bune no Banjyo de su Toen shōsetsu cuenta que corría el año 1803 cuando unos pescadores de la zona de Harayadori, en la provincia de Hitachi (perteneciente a la actual prefectura de Ibaraki, en la isla de Honshu), avistaron un misterioso barco a la deriva al que rescataron. Medía 3,30 metros de alto por 5,45 de ancho, asemejando su forma a la de un típico kōro, es decir, un pebetero de incienso, o un cuenco de arroz.

El utsuro-bune, dibujado en 1844 por Nagahashi Matajirou para una edición de Ume-no-chiri
El utsuro-bune, dibujado en 1844 por Nagahashi Matajirou para una edición de Ume-no-chiri. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

La embarcación estaba hecha de madera de palisandro lacada en rojo, aunque el casco estaba recubierto de placas de bronce que lo protegieron de los afilados corales que hay en ese litoral. Contaba con varias ventanas de cristal, protegidas por rejas y unas portas de resina; a través de ellas, los pescadores pudieron otear el interior, en el que vieron las paredes decoradas con textos en un idioma desconocido, aunque uno de los caracteres se parecía al escudo actual de Corea del Sur. También vislumbraron objetos diversos, caso de un par de sábanas, una botella grande de agua y comida (bizcocho y carne).

Lo más sorprendente, empero, fue la pasajera que descendió de la embarcación: una mujer joven, apenas veinteañera y de escasa estatura (metro y medio), cuyo aspecto era completamente diferente al de las chicas japonesas: su piel era de un rosa muy pálido y tenía una cabellera roja con extensiones blancas que quizá fueran de pelaje animal y tampoco coincidían con moda alguna. Vestía ropas largas y suaves, de una tela indeterminada, y cuando empezó a hablar tampoco pudieron entenderla, al igual que le pasó a ella cuando la interpelaron.

Pese a que su comportamiento era cortés y amistoso, se mostró tajante en su negativa a permitir que nadie tocara una pequeña caja cuadrada que llevaba en sus manos. Eso desató especulaciones muy elaboradas, como que se trataba de una princesa extranjera condenada a un destierro marítimo a la deriva por haber tenido un amante extramatrimonial; éste habría sido ejecutado y ella llevaba su cabeza en la caja, de ahí que se empeñara en mantenerla siempre cerca de sí. El rumor no nació de la nada; los ancianos aseguraban haber encontrado otra caja con tal contenido tiempo atrás.

Otra visión artística del utsuro-bune, en este caso para el Toen shosetsu de Kyokutei Bakin (1825)
Otra visión artística del utsuro-bune, en este caso para el Toen shosetsu de Kyokutei Bakin (1825). Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

En cualquier caso, no sólo juzgaron imposible averiguar la verdad sino que lo consideraron una pérdida de tiempo y esfuerzo, por lo que resolvieron devolver a la mujer a su nave y dejarla hacerse a la mar otra vez, ya que ése parecía ser sus destino. Otra versión cuenta que la dejaron quedarse y envejeció allí. De hecho, Nagahashi Matajirō narra la misma historia en su Ume-no-chiri con algunas diferencias menores, como el color negro del Utsuro-bune, el tono blanquecino de la piel de la chica y su extraordinaria belleza. Por lo demás, los datos son prácticamente iguales en todas las obras reseñadas.

Por supuesto, no falta la inevitable visión ufológica que identifica el Utsuro-bune con un OSNI (Objeto Submarino No Identificado) y a su pasajera con un ser extraterrestre, cuya inseparable caja sería una herramienta de función desconocida. Incluso se ha equiparado el caso con el de Rendlesham Forest, en Inglaterra, registrado en 1980 y consistente en una serie de avistamientos de ovnis a lo largo de tres días (luces volantes y huellas de aterrizajes, básicamente, con intervención infructuosa de policías y militares), si bien se han dado posibles explicaciones racionales a este incidente (reflejos de un faro cercano, un bólido y hasta la sirena de nuevo diseño de un coche patrulla).

Para el Utsuro-bune también hay interpretaciones más prosaicas. En primer lugar, es necesario tener en cuenta que la de Hitachi no es la única leyenda de ese tipo; las hay también en otras costas de Japón, como las citadas al comienzo, y algunas son incluso más antiguas. Así, la de Koshi se remonta a 1796, mientras que la de Toyohashi, descrita en el Hirokata Zuihitsu, es de 1698; la de Owari va todavía más atrás en el tiempo, a 1681. Tienen en común la llegada por vía marítima de una dama o princesa extranjera -generalmente de la India- que recompensa al pescador que la salva con la revelación del secreto de la sericultura (la cría de gusanos de seda).

Recreación artística digital del incidente de Rendlesham Forest
Recreación artística digital del incidente de Rendlesham Forest. Crédito: Prototyperspective / Wikimedia Commons

Pero sin duda la decana es la de Iyo, que sitúa en el siglo VII la historia sobre un pescador de la isla de Gogo llamado Wakegorō que salió al mar a pescar y encontró a la deriva un utsure-bune con una niña a bordo. Aquí sí pudieron entenderse y ella le contó que era hija del emperador de China, fugada por miedo a su madrastra. Wakegorō la llevó consigo a tierra y le puso el nombre de Wake-hime («princesa Wake»). Posteriormente ella, que introdujo en Japón los primeros capullos de seda, se casó con un príncipe imperial local y tuvieron un vástago, Ochimiko, que sería el fundador del clan Kōno. Todavía se la venera hoy en día.

Historiadores y etnólogos como Kunio Yanagita (apodado «el padre del folclore japonés») opinan que esas leyendas en las que hay un rescate marítimo constituyen toda una tradición muy extendida en el país, por lo que no debe verse en ellas algo fuera de lo común. Según dice, las versiones más antiguas hablaban de humildes botes circulares de madera que más tarde serían convertidas en naves más grandes y forradas para incrementar la credibilidad de su capacidad de navegación, iniciando así la inevitable deformación de la historia original.

Otro estudioso del tema, el ingeniero Kazuo Tanaka, recogió el testigo del historiador Kunio Yanagida para asegurar que la leyenda primigenia era más sencilla y menos fantasiosa, sugiriendo que la final obedeció a un posible interés del clan Ogasawara por ampliar su territorio al citar como suyas las localizaciones, muchas de ellas ficticias.

Una carraca portuguesa, ejemplo de kuro-fune, en una pintura japonesa del siglo XVII
Una carraca portuguesa, ejemplo de kuro-fune, en una pintura japonesa del siglo XVII. Crédito: Kano Naizen / Dominio público / Wikimedia Commons

Añade que en 1824 encalló un ballenero británico en Hitachi, lo que podría haber alimentado más la leyenda y aportado elementos extra. Hay que tener en cuenta que Japón vivía completamente aislado y habría que esperar tres décadas para que el comodoro estadounidense Perry forzase la apertura de sus puertos.

Así, el forro metálico del Utsuro-bune podría estar inspirado en el que usaban los buques occidentales para evitar la broma, llamados generalmente kuro-fune (barcos negros) por la brea con que se impermeabilizaban; en algunas versiones, el utsuro-bune es de ese color. En ese sentido, el pelo rojo estaba relacionado con los demonios y los bárbaros europeos y en 1803, cuando se produjo el presunto incidente, los holandeses eran los únicos extranjeros autorizados, con el extra de que sólo lo eran los hombres, así que una mujer pelirroja sería todavía más rara y un naufragio con una superviviente hubiera causado impresión suficiente como para enriquecer/deformar el relato clásico.

Una variante de esto la aportó el mencionado autor de Toen shōsetsu, Kyokutei Bakin, que en 1844 publicó un estudio titulado Roshia bunkenroku («Registro de cosas vistas y oídas de Rusia»). En él identificaba la ropa y peinado de la mujer como de estilo equiparable al usado por las rusas de su tiempo, de ahí que quizá el origen de la leyenda fuera un suceso real con una náufrago de esa nacionalidad o quizá de otra pero, en cualquier caso, occidental. Bakin añade que la leyenda parece inspirarse en las experiencias de Daikokuya Kōdayū, un marino japonés que naufragó en las Islas Aleutianas y pasó casi once años en Rusia entre 1782 y 1792.

Una miko durante una ceremonia shinto en Osaka
Una miko durante una ceremonia shinto en Osaka. Crédito: jetsun / Wikimedia Commons

Asimismo, siguiendo con interpretaciones, la enigmática caja que porta la pasajera legendaria tiene similitud con el gehōbako que usaban las miko (jóvenes sacerdotisas shinto) y las itako (mujeres chamanes ciegas) para llevar sus objetos mágicos, entre los que había -al menos en los primeros tiempos- cráneos humanos; algo que inevitablemente recuerda la cabeza del amante muerto de la leyenda. Por otra parte, el folclore nipón era rico en fantasía y seres paranormales, en lo que encajaban perfectamente el Utsuro-bune y su insondable dama.

Todavía hay una teoría todavía más interesante. A principios del siglo XIX, coincidiendo con la proliferación de leyendas como la del Utsuro-bune, Japón sufrió una serie de oleadas inmigratorias cuyos protagonistas terminaron estableciéndose en el país. Kazuo Tanaka sugiere una relación entre ambas cosas, probablemente por el interés de los emigrantes de legitimarse como descendientes de familias reales. Este elemento de la sangre azul es recurrente y un buen ejemplo de ello son las leyendas que hay en la isla de Tsushima.

Son parecidas a la del Utsuro-bune, pero potenciando ese aspecto social. Así, en una de ellas, una princesa coreana aparecida en una playa de Sanatoyo es robada y asesinada mientras que, en otra, la noble Hanamigoze -que en una versión es cristiana, fe perseguida en Japón entre los siglos XVI y XVII- sufre un destino similar en Kamitsuma; en ambas las respectivas aldeas locales acaban malditas. La historia de la princesa muerta y saqueada se repite en Toyotama, pero en Mametsu quien arriba en un barco es Takami-musubi-no-kami, un dios de la mitología nipona, creador del universo.



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