Entre las muchas piezas curiosas que pueden verse en una visita al Museo del Ejército de España, que tiene su sede en el Alcázar de Toledo, está la espada de Boabdil. Se trata de un arma jineta (de hoja recta, con doble filo y arriaces redondeados, típica nazarí e introducida en Al-Ándalus por los bereberes zenatas) que fue capturada en combate al sultán homónimo de Granada el 23 de abril de 1483, tras su derrota ante las tropas castellanas que lideraban los Fernández de Cordoba en un choque que ha pasado a la Historia como la batalla de Lucena.

Abū ‘Abd Allāh Muhammad ibn Abī il-Hasan ‘Alī, alias al-Zugābī, es más conocido por el nombre castellanizado que le dieron los cristianos: Boabdil el Chico. Nacido en 1459 en la granadina fortaleza-palacio de La Alhambra, capital del Reino Nazarí, era hijo del sultán de Granada Muley Hacén (o Mulhacén, como se bautizó la montaña peninsular más alta porque la tradición dice que en ella se enterraron sus restos mortales). Granada era, para entonces, la última taifa o estado musulmán que quedaba en Europa después de más de siete siglos.

El reino había iniciado su andadura en 1238 bajo la dirección del noble Muhammad ibn Nasr, al que los cristianos llamaban Alhamar (que significa «El Rojo», debido a que ése era el tono de su barba; el propio Boabdil era rubio y pálido, al parecer), fundador de la dinastía nazarí o nasrí (del árabe banū Naṣr).

El Reino Nazarí de Granada en 1485
El Reino Nazarí de Granada en 1485. Crédito: Redtony / Tyk / Wikimedia Commons

Llegaron a sucederse una veintena de sultanes, pero su poder fue decreciendo progresivamente y, en consecuencia, el territorio se redujo en la misma medida que crecía el de Castilla, aunque lograba resistir la presión enemiga gracias a su estratégica ubicación, rodeado por montañas y el mar; la misma que, a partes iguales, le enriqueció por su acceso al comercio mediterráneo y favoreció su defensa por orografía y la cercanía a África (desde donde los benimerines podían enviar ayuda).

Granada inició un acusado declive a partir del siglo XV, al debilitarse su economía porque el creciente esplendor de Portugal (enriquecido por el oro y los esclavos que conseguía en la costa oeste africana) desplazó el eje del comercio del Mediterráneo al Atlántico, algo agravado al producirse la unión de las coronas castellana y aragonesa, que originaba un segundo y fuerte estado cristiano peninsular.

El final de la guerra civil en Castilla fue el colofón porque la expansión natural de Castilla era hacia el sur y empezaba a verse próximo aquel viejo anhelo de una reconquista de la vieja Hispania visigoda, que había surgido para explicar el nacimiento de una dinastía -la asturiana- de la nada deviniendo en auténtica cruzada.

La Alhambra, centro neurálgico de la Granada nazarí
La Alhambra, centro neurálgico de la Granada nazarí. Crédito: Chris / Wikimedia Commons

Para empeorar la situación, los nazaríes se enzarzaron en una serie de guerras civiles que en el último cuarto del siglo XV vivían un nuevo episodio con el destronamiento de Muley Hacén por su hijo Boabdil. No era algo nuevo, ya que el propio Muley había hecho lo mismo con su padre, pero venía a enredar aún más la situación, ya que el sultán había intentado aprovechar la lucha sucesoria entre Isabel y su hermana Juana conquistando Zahara de la Sierra a finales de 1481 y la futura Reina Católica le respondió al mes siguiente apoderándose de Alhama de Granada. Había empezado la Guerra de Granada.

Aprovechando la ausencia de su progenitor, que había marchado a defender Loja de un ataque del rey Fernando, Boabdil se hizo con el trono apoyado por su madre y los abencerrajes. Muley no se resignó e inició una resistencia con la ayuda de su hermano, Abū ‘Abd Allāh Muḥammad az-Zaġall, abreviado generalmente como El Zagal, logrando derrotar a su vástago en Almuñécar.

Esa victoria y la lograda por El Zagal en la Axerquía ante los cristianos debilitaban la posición de Boabdil, que decidió iniciar una campaña para recuperar su prestigio y eligió Lucena como objetivo confiando en la inexperiencia de sus defensores.

Boabdil en una pintura de Alfred Dehodencq
Boabdil en una pintura de Alfred Dehodencq. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Lucena era -es- una ciudad cordobesa que constituía el principal núcleo judío de Al-Ándalus, razón de su nombre (deriva del hebreo Eli ossana, «Dios nos salve») y de que fuera conocida como la Perla de Sefarad. Los musumanes la llamaban Al-Yussana y debido a su recalcitrante negativa a someterse fue asolada por almorávides y almohades en el pasado. Fernando III de Castilla la conquistó e incorporó a su reino en 1240 y Enrique II la entregó en señorío a Juan Martínez de Argote; al casarse la hija de éste con Martín Fernández de Córdoba quedó vinculada a ese apellido.

En 1483 un descendiente suyo, Diego Fernández de Córdoba, de diecinueve años, era alcaide (capitán) de los donceles, cargo hereditario cuyo titular estaba al mando de un cuerpo militar denominado Contino de Donceles de la Real Casa (caballería ligera integrada por jóvenes pajes reales de extracción nobiliaria).

Asimismo, Hernando de Argote era alcaide de Lucena. Ambos tuvieron que aprestar la ciudad para la defensa ante la aparición del ejército nazarí, que la sitió el 20 de abril ayudados por Ibrahim Aliatar, padre de su esposa Morayma, alcaide de Loja (que está a unos ochenta y nueve kilómetros) y veterano de numerosas razias.

El castillo del Moral, principal defensa de Lucena
El castillo del Moral, principal defensa de Lucena. Crédito: Alberto Cabello Mayero / Wikimedia Commons / Flickr

Juntos sumaban mil quinientos jinetes y siete mil peones frente a los escasos trescientos defensores. Boabdil envió partidas a saquear las localidades de los alrededores mientras, al día siguiente, destinó el grueso de sus fuerzas en lanzar su primer asalto. Fue en las afueras, intentando prender fuego a la puerta de la ciudad. El ataque resultó infructuoso, pero Diego Fernández entendió que difícilmente podría resistir los que vendrían a continuación; necesitaba refuerzos con urgencia o Lucena caería de forma irremisible.

Por tanto, mandó encender almenaras (hogueras en torreones para hacer señales) solicitando auxilio a su tío, Diego Fernández de Córdoba y Carrillo de Albornoz, conde de Cabra y mariscal de Castilla, que atendió la llamada y se puso en marcha con sus tropas rápidamente, ya que se encontraba en Baena, que está a sólo una treintena de kilómetros.

Enterado Boabdil, desplegó a sus hombres al noroeste de las murallas para cogerle por sorpresa; sin embargo, la tardanza en el retorno de algunas fuerzas enviadas a saquear los alrededores al mando del abencerraje Hamete (Ahmed) le hicieron temer que quedaría en inferioridad y cambió de táctica.

La Península Ibérica al empezar el último cuarto del siglo XV
La Península Ibérica al empezar el último cuarto del siglo XV. Crédito: Elryck / Wikimedia Commons

Más allá de tradicionales e improbables anécdotas, como la de los respectivos intentos de engaño disfrazados de negociación que emprendieron Boabdil y Fernández de Córdoba, o la más que dudosa del olvido por las prisas del pendón de campaña de Cabra, lo que habría confundido a los sitiadores cuando vieron aparecer en el lontananza a los primeros enemigos, Boabdil debió de entender el riesgo que corría de quedar atrapado entres dos frentes y, optando por la prudencia, ordenó retroceder siguiendo el camino de Granada, algo que realizó con demasiada lentitud.

Fue en una parada que hizo para comer y descansar en un llano de la sierra de Aras cuando los ejércitos cristianos, que habían salido en su persecución, le dieron alcance y no tuvo más remedio que presentar batalla, de forma más improvisada de lo que hubiera querido.

Porque la suerte le fue adversa al sultán granadino, tal como se había interpretado el mal augurio de que, al salir de Granada por la Puerta Elvira, el estandarte real que portaba el alférez tropezase con la jamba y el mástil se partiera; algo empeorado poco después, al cruzarse ante los caballos un zorro que nadie fue capaz de abatir.

La Puerta de Elvira, en Granada
La Puerta de Elvira, en Granada. Crédito: Chabe01 / Wikimedia Commons

Así de vibrantemente narra la batalla De Amezúa:

Forma de su hueste un escuadrón solo; recibe en medio una tropa de trescientos cincuenta caballos; refuerza los cuernos con mil quinientos infantes» (…) Rómpense unas lanzas contra otras; redóblanse los botes y cuchilladas; chocan rodelas contra rodelas; acribíllanse de heridas los valientes brazos; abóllanse yelmos y armaduras; rájanse almetes y espaldares; caen medio muertos de los caballos unos y otros combatientes; hace cada cual lo que puede; muestra cada uno lo que vale; húndese la tierra del bramido de los hombres y caballos; caen espeos montones de enemigos; libres las cabalgaduras de sus jinetes, embístense unas contra otras con terribles relinchos, bocados y coces; menudean los actos de heroísmo; (…) y al formidable empuje de las huestes cristianas comienzan los moros a cejar, cediendo terreno y volviendo alginos las caras.

En suma, la caballería cristiana aprovechó la sorpresa y la ventaja de que el adversario se viera estorbado por el botín obtenido, imponiéndose en las dos primeras cargas que hizo ladera abajo: en una acabó con los mejores oficiales granadinos -incluido Aliatar, caído presuntamente a manos de Alonso de Aguilar, un veterano de la derrota de la Axerquía deseoso de venganza- y en la siguiente desbarató del todo las líneas enemigas, empujándolas contra el río Genil. Luego entró en liza la infantería para rematar el trabajo mientras Boabdil intentaba reorganizar a sus hombres; valiente pero inútilmente, ya que dos nuevos contingentes liderados por Alonso de Cordoba y Lorenzo de Porras dieron la puntilla final.

El río no era muy caudaloso y los musulmanes lo estaban cruzando por un vado llamado Pontón de Bindera, pero al estar en primavera sí llevaba bastante agua del deshielo invernal y las riberas fluviales se habían convertido en cenagales, dificultando los movimientos de los soldados y caballos nazaríes, que quedaron atascados y presa del pánico acabaron en desbandada.

La tradición dice que en uno de esos barrizales, el que se había formado junto a un arroyo que unas fuentes llaman de Garci González y otras de Martín González, quedó atrapado Boabdil, quien se vio obligado a desmontar y tratar de esconderse desesperadamente entre la vegetación. Quizá se ajuste más a la realidad que al sultán le mataran el caballo simplemente.

La Torre Nueva de Porcuna, donde estuvo prisionero Boabdil
La Torre Nueva de Porcuna, donde estuvo prisionero Boabdil. Crédito: Rafael Jiménez / Wikimedia Commons

Tan dramático episodio hizo que la batalla también pasara a la posteridad con el segundo nombre del arroyo, más propio en realidad puesto que Lucena había quedado atrás. En cualquier caso, el regidor lucentino Martín Hurtado descubrió a Boabdil y, pese a la resistencia que presentó, lo sometió con su pica, ayudado por otros dos compañeros. No lo mató porque el rico atavío que llevaba le indicaba que se trataba de alguien importante y su captura podía suponerle una recompensa, como era costumbre. No obstante, de momento evitó ser identificado porque dijo ser vástago de Aben Alaxar, el alguacil mayor de Granada.

Consecuentemente, le pusieron al cuello una banda roja indicativa de su nueva condición de cautivo y, a lomos de una mula, le enviaron a Lucena. Allí, en espera de rescate, quedó encerrado en el castillo del Moral, una fortaleza militar construida por los almohades en el siglo XII (y donde, como anécdota, cabe decir que nació el rey Enrique II). Lamentablemente para Boabdil, le delataron otros prisioneros de alcurnia recluidos también allí al postrarse en su presencia en señal de disculpa por su mala actuación en la batalla.

Así pues, los dos Fernández de Córdoba, tío y sobrino, descubrieron la identidad de aquel guerrero… y entonces empezó una agria disputa entre ambos para determinar cuál de los dos tenía derecho a presentar al sultán ante los reyes. El rey Fernando lo solucionó regalándoles la panoplia del prisionero (espada y vestimenta) y trasladando a éste a Porcuna, un señorío de la Orden de Calatrava en Jaén, donde se le confinó en un castillo que había sido erigido sobre otro musulmán anterior; concretamente en la Torre de Boabdil, llamada así por razones obvias aunque también se la conoce como Torre Nueva.

Obelisco erigido en Lucena en conmemoración d ela batalla
Obelisco erigido en Lucena en conmemoración d ela batalla. Crédito: JamesNarmer / Wikimedia Commons

En aquella construcción de planta octogonal y veintiocho metros de altura pasó varios meses hasta que una delegación, enviada por su madre Aixa, firmase un acuerdo con el monarca por el que Boabdil sería liberado a cambio de la entrega de los dominios de su tío, El Zagal (Málaga y su entorno), que entretanto se había proclamado emir de Granada en nombre de su hermano Muley Hacén. Las condiciones incluían un copioso rescate de doce mil doblas de oro, juramento de vallasaje y la entrega del hijo del sultán, Ahmed, como rehén. Así, la derrota de Lucena fue percibida en el mundo islámico como una catástrofe.

El cronista y clérigo Andrés Bernáldez lo recreó en su Historia de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel poniendo una deprimente frase en boca del alfaiquí mayor de El Albaicín, cuando le preguntan en Loja dónde están el rey sus tropas: Allá quedan, que el Cielo cayó sobre ellos, e todos son perdidos e muertos. No extraña que un historiador musulmán anónimo -y posterior a los hechos- dejara escrito, algo exageradamente: Lo más afrentoso de esta derrota fue la cautividad del emir Abd Allāh Muhammad, porque ello fue la causa de la destrucción de la patria.

Y es que la jugada de Fernando iba más allá; era toda una lección de estrategia. Como Muley Hacén aprovechó el vacío de poder en Granada para recuperar el trono, el monarca aragonés prometió a las localidades de la región que no atacaría a las que se mantuvieran leales a Boabdil. El padre de éste dictó una fatwa contra su propio hijo por haber pactado con cristianos y se desató una nueva guerra civil nazarí. Boabdil y su hermano Yusuf pidieron ayuda directa de Fernando, que se la concedió y con ello logró apoderarse también de Almería y Guadix, pescando en el río revuelto que él mismo había diseñado.

El Zagal terminaría derrotado, escapando en 1491 a Fez, donde el rey wattásida, amigo de Boabdil, lo encarceló y cegó; murió en la indigencia tres años más tarde. Muley Hacén, enfermo desde 1484 de epilepsia y ceguera, falleció en 1485. En cuanto a Boabdil, vio como Isabel y Fernando le declaraban de nuevo la guerra, volvían a apresarlo y lo liberaban otra vez… para retomar y culminar la conquista de Granada en noviembre de 1491. Permitieron al sultán establecerse en La Alpujarra, pero en 1493 marchó al exilio en Fez, donde vivió el resto de su vida, extinguida en 1533.



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