Comenzaron a soplar con fuelles de herreros en un horno en el que había fuego y de él salió un gran estruendo. Allí había también un tubo de latón [o bronce] y de él salió mucho fuego contra un barco, y se quemó en poco tiempo de modo que todo se convirtió en cenizas blancas…
Este fragmento corresponde a la Yngvars saga víðförla, una saga del siglo XII atribuida al monje benedictino islandés Oddr Snorrason. Aunque su argumento es la última expedición vikinga al Caspio, capitaneada por Ingvar el Viajero, lo que nos interesa aquí es la concisa descripción que hace de un arma química incendiaria que había inventado y usado el Imperio Romano de Oriente desde al menos cuatrocientos años antes y cuya fórmula era secreto de Estado: el llamado ignis graecus o fuego griego.
Las fuentes documentales bizantinas se referían a él con nombres diversos, como fuego romano, fuego marino, fuego de guerra, fuego líquido, fuego pegajoso o fuego fabricado; todos con el término en común «fuego», ya que, como vimos en el texto inicial, se basaba en el lanzamiento de un chorro de material inflamable (probablemente petróleo) que envolvía en llamas a sus objetivos, fundamentalmente barcos puesto que se aplicaba sobre todo en los combates navales. Este último dato traerá a la memoria de los amantes de la historia militar otros sistemas basados en quemar las naves enemigas e ideados ya en la Antigüedad.
El más famoso es el inventado por Arquímedes en el año 214 a.C. para defender Siracusa ante el ataque de la flota romana que dirigía Marco Claudio Marcelo. También ha pasado a la posteridad con el nombre de fuego griego y, aunque tradicionalmente se ha dicho que funcionaba mediante el reflejo de los rayos solares sobre espejos ustorios contra el velamen de las galeras, las recreaciones prácticas han demostrado que resultaría casi imposible debido al tiempo y las condiciones idóneas necesarias para conseguir la combustión, por lo que más bien se trataría de un sistema diferente; quizá un cañón accionado por vapor, tal como contamos en Arquímedes uso cañones de ‘fuego griego’, no espejos.
Hacía mucho que era común el lanzamiento de flechas incendiarias y se sabe que en una fecha tan temprana como el siglo IX a.C. los asirios ya empleaban vasijas llenas de compuestos inflamables a base de azufre, petróleo y betún, algo que no tardarían en imitar otros. Tucídides reseña un paso adelante dado en el año 424 a.C. durante la batalla de Delio que enfrentó a Atenas y Beocia en la Guerra Arquidámica: el uso de un largo tubo sobre ruedas que lanzaba llamas mediante un gran fuelle. A finales del siglo II d.C. un tratado bélico titulado Kestoi y atribuido a Sexto Julio Africano recoge una fórmula a base de resina, asfalto líquido y cal viva que se guardaba en un recipiente y se inducía a combustión mediante calor y luz solar intensa.
Ahora bien, decíamos al principio que el fuego griego por antonomasia fue el que se inventó en el Imperio Romano de Oriente. El cronista Juan Malalas dice en su obra Chronographia (una historia del mundo desde el Antiguo Egipto hasta el reinado de Justiniano I) que un filósofo de Atenas llamado Proclo aconsejó a Anastasio I el uso de azufre para prender fuego a los barcos de Vitaliano, un general que se había rebelado contra la impopularidad que sufría el emperador por los altos impuestos decretados y su fe miafisista (doctrina según la cual Jesucristo tenía una sola naturaleza, divina y humana a la vez).
Sin embargo, partiendo de la Chronographia del monje asceta Teófanes el Confesor, se suele considerar inventor del fuego griego a un arquitecto llamado Calínico, en torno al año 670.
En ese momento Kallinikos, un arquitecto de Heliópolis, huyó hacia los romanos. Había ideado un fuego marino que encendió los barcos árabes y los quemó con toda su tripulación. Así fue como los romanos regresaron victoriosos y descubrieron el fuego del mar.
Teófanes no es muy exacto porque en otro pasaje habla de barcos bizantinos equipados con ese arma unos años antes, lo que podría sugerir que Calínico sólo introdujo una mejora y que el fuego griego había sido creado por técnicos bizantinos a partir del legado científico que dejó la escuela química de Alejandría, algo que también habría podido pasar con el propio Calínico, que en realidad no era de Heliópolis sino sirio. El error procede de Jorge Cedreno, un cronista bizantino del siglo XI en cuyo Compendium historiarum asegura incluso que la familia del arquitecto conservó el secreto de la fórmula, pasándola de generación en generación.
Hoy en día se considera inverosímil un sigilo tan prolongado. En cualquier caso, Constantino VII Porfirogéneta (que además de emperador fue un erudito, autor de la obra histórica Excerpta Constantiniana) confirma la llegada de Calínico desde Egipto en tiempos de Constantino IV, cuyo reinado se extendió desde el 668 al 685. El imperio pasaba un momento delicado al haber acabado la guerra civil árabe y establecerse el nuevo Califato Omeya, cuyo titular, Muawiya I, se volvió contra los bizantinos, que debilitados tras largas guerras contra los persas sasánidas habían ido perdiendo poco a poco sus territorios del Levante: Siria, Palestina y Egipto.
El califa sitió Constantinopla en el 672 y aunque ese asedio se prolongó varios años en dos fases (la primera del 672 a 678, la segunda del 717 al 718), terminó en fracaso gracias en parte a la aplicación del fuego griego contra la flota musulmana, con especial éxito en la batalla de Silea, que determinó la victoria final para los cristianos y la obligatoriedad del califato de pagar un tributo anual. Ello llevó a que se repitiera su utilización en contiendas posteriores que permitieron una expansión bizantina a caballo entre los siglos IX y X, si bien nunca fue generalizada.
Las propias guerras civiles en el seno del imperio constituyeron un escenario para el fuego griego, sobre todo en la revuelta de las flotas themáticas del 727 y la gran insurrección de Tomás el Eslavo entre 821 y 823. No faltaron enemigos exteriores, caso de rusos (941-1043) y búlgaros (970-971), que también tuvieron ocasión de sufrir los terribles efectos del arma secreta. Tan secreta que el citado Constantino VII Porfirogéneta, en su De administrando Imperio, animó a su hijo y heredero, Romano II, a no revelar nunca la fórmula, que según él había sido entregada al emperador Constantino I por un ángel para beneficio de la cristiandad.
No obstante, como decíamos, era misión imposible mantenerla a salvo para siempre y, entre sobornos a funcionarios y la captura de barcos equipados con el arma, sarracenos y búlgaros terminaron por hacerse con tan preciado botín. Eso sí, nunca pudieron reproducir la composición exacta, debiendo conformarse con hacer su particular versión, que debió de ser menos efectiva; tampoco fueron capaces de copiar el sistema de lanzamiento mediante sifones presurizados, recurriendo en su lugar a catapultas o bombas de mano.
En ese sentido hay que explicar algunas cuestiones técnicas, empezando por los componentes. Los únicos datos al respecto son los comentarios ad hoc que aparecen en manuales militares y fuentes documentales. Una de ellas es la Alexiada que escribió la princesa Ana Comneno a próposito de la defensa de Dirraquio ante los normandos en 1108:
Este fuego se hace mediante las siguientes artes: del pino y de ciertos árboles de hoja perenne se recoge resina inflamable. Esto se frota con azufre y se mete en tubos de caña, y los hombres lo soplan con aliento violento y continuo. Luego, de esta manera, se encuentra con el fuego en la punta, se enciende y cae como un torbellino de fuego sobre los rostros de los enemigos.
No es muy explícito y otros escritos tampoco ayudan. Hay que deducir o suponer esos elementos partiendo de los efectos que producían, a saber: generaban un gran estruendo y mucho humo; lo llamaban fuego líquido, así que no se trataba de una sustancia sólida; podía arder en el agua y quizá hasta prendiera químicamente gracias a ella, extinguiéndose únicamente con arena, vinagre u orina; y se lanzaba tanto dentro de vasijas o granadas, como -lo más característico- disparando con un sifón a manera de cañón. Los truenos y el humo sugieren una descarga explosiva que llevó a que los estudiosos decimonónicos apostaran por el salitre como principal componente, originando así una especie de pólvora arcaica.
Sin embargo, la ausencia de referencias al uso bélico del salitre antes del siglo XIII, tanto en occidente como en oriente, parece descartar esa posibilidad. La inextinguibilidad con agua hizo elucubrar sobre una reacción entre ésta y la cal viva, que sí era conocida y usada por bizantinos y árabes; pero la Táctica (un tratado militar escrito o encargado por el emperador León VI el Sabio) dice que el fuego griego solía dispararse directamente contra la cubierta de los barcos, por lo que sólo prendería si éstas estaban húmedas, lo que no parece eficaz.
Otra propuesta fue el cloruro de calcio que se obtiene de hervir huesos y que al contacto con el agua libera un compuesto inflamable llamado fosfina, pero adolece de la misma pega que la cal viva: en seco no funciona. Todo lo cual hace fijar la atención en el petróleo, abundante en la región del mar Negro (bajo control de Constantinopla). En crudo era llamado nafta por los medos y aceite mediano por los bizantinos, según el historiador Procopio de Cesarea, dándose la circunstancia de que estos últimos también se referían al fuego griego como fuego mediano; significativo ¿no?
A partir del siglo IX, los abasíes solían usar bombas de mano hechas con vasijas de cobre rellenas de aceite hirviendo a las que dieron el nombre de naffāṭūn. La nafta se perfilaría así como el componente principal del fuego griego, aunque seguramente se le añadirían resinas como combustible extra y espesante (de ahí lo de «fuego pegajoso» que decíamos al comienzo), así como otros productos. Algunas fórmulas no bizantinas incluyen azufre (un tratado del teórico militar Mardi ibn Ali al-Tarsusi lo reseña en el siglo XII), carbón vegetal, salitre, alcohol, alquitrán, lana, alcanfor…
Ahora bien, lo más característico del fuego griego bizantino era la forma de aplicarlo. En su forma más antigua, una catapulta ligera lanzaba una tinaja pequeña («magrana compuesta» la llamaban en Aragón), de peso inferior a nueve kilos -podía alcanzar distancias de unos cuatrocientos metros-, que contenía material ardiente y abrojos. Pero la marca de la casa eran el cheirosiphōn o sifón de mano, una especie de cañón portátil, supuestamente inventado por León VI, que se empleaba especialmente contra la maquinaria de asedio, según consta en la Parangelmata Poliorcetica de Herón de Bizancio, aunque Nicéforo II recomendaba usarlo también contra las formaciones militares enemigas.
Ahora bien, la hegemonía sobre el Mediterráneo oriental del Imperio Bizantino descansaba en su formidable marina de guerra y por ello dotó a sus dromones (barcos de guerra a mitad de camino entre los birremes romanos y las galeras posteriores) de balistas y sifones para lanzar el fuego griego. Las primeras eran un tipo de catapulta que funcionaba de la forma ya descrita, si bien a veces podían ser auxiliadas con grúas. Los sifones eran tubos de bronce, generalmente instalados a proa aunque podían añadirse más a otros sitios si había que luchar contra un enemigo más numeroso, que disparaban chorros de fuego de forma similar a un lanzallamas.
La Alexiada describe un ataque de ese tipo a cargo de los dromon, destacando que los sifones tenían forma de cabeza de león y parecían terribles animales vomitando fuego. También lo hace el manuscrito de Wolfenbüttel, un texto latino del siglo X conservado en la ciudad alemana homónima:
…habiendo construido un horno justo en la proa de la nave, pusieron sobre ella una vasija de cobre llena de estas cosas, poniendo fuego debajo. Y uno de ellos, habiendo hecho un tubo de bronce semejante al que los rústicos llaman squitiatoria, «chorro», con los que juegan los muchachos, [lo] rocían al enemigo.
Algunas reconstrucciones modernas de sifones, hechos por arqueología experimental partir de todas esas descripciones, obtuvieron resultados espeluznantes: llamas a más de mil grados de temperatura y un radio de acción de hasta quince metros. Es fácil imaginar el efecto, no sólo material sino también psicológico, que tendría sobre el enemigo; éste sabía que podía morir carbonizado porque no había forma de apagar el fuego adherido a su cuerpo (aun cuando los musulmanes se protegían con fieltro y pieles empapadas en vinagre), ya que el agua lo intensificaba, entendiéndose que hubiera cierta visión superticiosa.
Pese a ello, el fuego griego tenía sus limitaciones. Si el alcance del sifón era de esos quince metros, resultaba bastante corto y únicamente obtendría eficacia cuando se acortasen distancias antes de los abordajes. Por otra parte, disparar un sifón podía ser peligroso para el propio lanzador si el viento soplaba en contra o el mar estaba agitado. Más seguro era su uso en tierra, pero la fama le llegó principalmente en la guerra naval.
Volviendo al desarrollo cronológico, en el siglo XII decayó el uso del fuego, acaso por la dificultad para abastecerse de las materias primas necesarias; Ana Comneno menciona un caso contra la armada de Pisa y luego aparecen otros improvisados durante la defensa de Constantinopla en 1203, pero poco más. En el siglo XIII reapareció y se difundió su utilización pero por parte de los musulmanes, que impresionaron a los cristianos durante la Séptima Cruzada: La cola de fuego que la arrastraba era tan grande como una gran lanza, contaba el señor de Joinville en sus memorias. Chinos y mongoles también lo adoptarían con sus propias fórmulas.
Sorprendentemente, el fuego griego sobrevivió hasta el siglo XIX, pues está documentado que un armenio llamado Kavafian ofreció un modelo mejorado al Imperio Otomano; al negarse a revelar la composición, terminó envenenado por agentes imperiales que, de todos modos, no fueron capaces de encontrar lo que buscaban. Claro que quizá no haya tanta sorpresa en esa pervivencia, si tenemos en cuenta que el napalm es heredero de aquél, al igual que el sistema de disparo de los actuales lanzallamas.
FUENTES
Ana Comneno, La Alexiada
Santiago Ibañez Lluch (trad.), Saga de Yngvar el Viajero y otras sagas legendarias de Islandia
Juan Malalas, The Chronicle of John Malalas
Teófanes el Confesor, Chronographia
Georgii Cedreni, Compendium historiarum
Georg Ostrogosky, Historia del Estado Bizantino
John Haldon, «Greek fire» revisited: recent and current research
John Pryor y Elizabeth Jeffreys, The Age of the ΔΡΟΜΩΝ: The Byzantine Navy ca. 500–1204
Brian Dunning, What Greek Fire Really Was
Wikipedia, Fuego griego
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