Quienes se aficionen a Los que van a morir (Those about to die), una serie televisiva reciente sobre gladiadores dirigida por Roland Emmerich y con Anthony Hopkins en el papel de Vespasiano, podrán ver que entre los protagonistas destaca uno que lleva una vida bastante desenfrenada: el auriga. Se trata de un personaje real que, efectivamente, vivió en la época de los Flavios -unos quince años más tarde de lo que se muestra- y que ha pasado a la posteridad por haber ganado miles de carreras sin haber sido derrotado nunca: el hispano Flavio Escorpo.

No se sabe en qué punto de la Península Ibérica nació ni tampoco el año exacto, calculándose que lo hizo en torno al 68 d.C. porque Marcial le dedicó un par de elegías y en una incluye el dato de que el difunto tenía veintisiete años al morir; teniendo en cuenta que el poeta escribió esos versos para su libro Epigramas, del que sabemos que fue compuesto entre los años 95 y 98 d.C., puede deducirse esa fecha aproximada de venida a este mundo. Por cierto, la estrofa dice así:

Oh Roma, soy Scorpus, la gloria de tu ruidoso circo, el objeto de tus aplausos, tu efímero favorito. La envidiosa Láquesis, cuando me cortó el paso a los veintisiete años, me tuvo por viejo, a juzgar por el número de mis victorias.

Carrera de carros en la Antigua Roma, obra de Victor Michailovich Semernev
Carrera de carros en la Antigua Roma, obra de Victor Michailovich Semernev. Crédito: Victor Michailovich Semernev / Wikimedia Commons

Aclaremos que Láquesis era la segunda de las tres moiras de la mitología griega (su equivalente en la romana era la parca Décima) y la que determinaba el futuro de las personas al decidir la longitud del hilo de sus vidas. Lo que sí resulta obvio es que Escorpo era un esclavo, puesto que ésa era la condición de quienes se dedicaban a su oficio, tal cual pasaba con los gladiadores; al menos hasta que reunieran dinero y fama suficientes como para comprar su manumisión, aunque ocurría con poca frecuencia porque el riesgo continuo en el que vivían solía suponerles el óbito antes.

Escorpo estaba todavía en la infancia, rondando los diez años, cuando fue comprado por un antiguo auriga y entrenado para ese trabajo. Probablemente se trataba de un niño delgado, de poco peso y no muy fuerte, ya que, al contrario que pasaba con los gladiadores, tal era el perfil idóneo para conducir un carro para aligerar de esfuerzo a los caballos.

Además se consideraba que esa constitución otorgaba mayor agilidad, cualidad recomendable porque a menudo había que saltar del carro a toda velocidad y cortar las riendas que se llevaban enrolladas en torno a la cintura para no ser arrastrado.

El llamado Auriga de Delfos sujeta las riendas al estilo griego
El llamado Auriga de Delfos sujeta las riendas al estilo griego. Crédito: Rabe! / Wikimedia Commons

De lo que acabamos de explicar se deduce la espectacularidad que tenían las carreras y por qué apasionaban a los romanos, que las adoptaron de los etruscos, que a su vez lo hicieron de los griegos. Aunque la conquista de Grecia por las legiones en el 146 a.C. debió de reforzar la influencia, ya aparecen en el mito fundacional de Roma, pues Rómulo organiza una para distraer a los sabinos y raptar a sus mujeres. De todos modos, había diferencias con las carreras helenas, pues en éstas los aurigas sujetaban las riendas normalmente, sin enrollarlas, y no llevaban protecciones (casco, coraza y grebas de cuero).

Si el Coliseo era el gran escenario para los ludi gladiatorum (combates de gladiadores), venationes (caza de animales), bestiarii (lucha contra fieras) y hasta naumaquias (batallas navales), el Circo Máximo estaba reservado a carreras de bigas (carros tirados por dos caballos) y cuádrigas (por cuatro), con la diferencia de que eran diarias (¡un centenar en tiempos de los Flavios!). Y es que, como decíamos antes, apasionaban al público más que los gladiadores y por eso el Circo Máximo triplicaba el aforo del Coliseo, acogiendo a más de ciento cincuenta mil espectadores. Cabe decir que a veces se usaba el Circo Máximo para otros espectáculos, como venationes.

Cualquiera que visite hoy Roma podrá ver los restos de ese estadio, que tenía una forma elíptica cuya longitud alcanzaba seiscientos veintiún metros por una anchura de ciento dieciocho. En el centro había una spina o euripus, una estructura arquitectónica alrededor de la cual se desarrollaba la pista. Los carros, normalmente una docena, salían desde un extremo, donde aguardaban metidos en unos cajones de madera llamados carceres que se abrían al mismo tiempo, cuando el emperador soltaba un mappa (pañuelo) indicando la salida.

Un naufragium en una carrera de carros. Pintura de Ulpiano Checa
Un naufragium en una carrera de carros. Pintura de Ulpiano Checa. Crédito: Poniol / Wikimedia Commons

Ya en carrera había que dar siete vueltas (los griegos daban doce), que Domiciano redujo a cinco para que el programa diario pudiera terminar antes del anochecer, indicándose cuántas faltaban dejando caer en un canal de agua unos huevos decorativos, sustituidos en el siglo I a.C. por delfines de bronce giratorios; uno cada vez. Los metae (postes) colocados en las curvas señalaban el punto donde había que realizar el giro para iniciar la siguiente recta. Allí era donde se producían la mayoría de los accidentes, que al fin y al cabo constituían el verdadero acicate para los espectadores.

Y es que estaba permitido empujar a los rivales contra la spina o el muro exterior. Cuando un carro se estrellaba -lo que se denominaba naufragia– solía romperse el eje que sujetaba a los caballos y el auriga salía disparado arrastrado por éstos, ya que llevaba las riendas atadas a la cintura. Su vida dependía entonces de la rapidez y agilidad con que las cortara, para lo cual disponía de un cuchillo, aunque la dificultad de hacerlo a esa velocidad y condiciones provocaba que la mayoría de las veces acabase malparado o incluso muerto; aun lográndolo podía ser atropellado por otros carros.

El ganador recibía una corona de laurel y un premio en metálico que, si vencía las suficientes veces, podía servirle para comprar su libertad. Era recomendable, puesto que su esperanza de vida, como dijimos, resultaba muy baja. Pero entretanto podía convertirse en una auténtica estrella, idolatrado por los aficionados. Hay que tener en cuenta que la gente dividía su simpatía por factiones (equipos), los cuales se identificaban por el nombre de un color y la pasión que despertaban provocaba a menudo peleas en las gradas -a menudo azuzadas por las apuestas-, como ocurrió en la Constantinopla del siglo VI d.C.

Mosaico romano mostrando al vencedor de una carrera de carros. Se aprecian las riendas en torno a su cintura
Mosaico romano mostrando al vencedor de una carrera de carros. Se aprecian las riendas en torno a su cintura. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Los equipos eran los Rojos, los Azules, los Verdes y los Blancos, cada uno de los cuales representaba una cosa, según Tertuliano: respectivamente, a Marte, a los Anemoi (divinidades griegas del viento), a la Madre Tierra (o a la primavera) y al Cielo o al Mar (o al otoño). En tiempos de Domiciano se añadieron los Morados y los Dorados, si bien desaparecieron tras su muerte. Los aurigas podían pasar de un equipo a otro, fichados igual que se hace hoy. Escorpo pertenecía a los Verdes, que serían los únicos de importancia que quedasen, junto a los Azules, cuando se produjo una tendencia a la polarización a partir del siglo III.

Los emperadores también tenían sus factiones favoritas y a veces hasta mandaban asesinar a los aurigas de las rivales. Domiciano -el último de la dinastía Flavia, hijo de Vespasiano y hermano de Tito- no sólo quiso conocer personalmente a Escorpo sino que además lo contrató para el establo imperial. El invencible auriga consiguió un triunfo tras otro, acumulando tanto dinero en premios -que se sumaba a las monedas que le arrojaban sus entusiastas seguidores desde el graderío- que por fin pudo pagar para dejar su condición de esclavo y ser un liberto, adquiriendo el nomen Flavio de su patrocinador.

Con cada laurel obtenía quince bolsas de oro, dice Marcial con cierto tono de queja porque él sólo ganaba quince bolsas de plomo. Teniendo en cuenta que se le adjudican 2048 carreras victoriosas -todas, recordemos, pues nunca fue derrotado-, hay que concluir que los beneficios que obtenía Escorpo superaban ampliamente a los de cualquier crack deportivo actual: algunos le calculan, al cambio, unos quince mil millones de dólares. No extraña pues que fuera todo un ídolo de masas, a pesar del desprecio social que había hacia aurigas y gladiadores.

Carrera de carros, cuadro de Jean Léon Gérôme (1876)
Carrera de carros, cuadro de Jean Léon Gérôme (1876). Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Ignoramos si esa racha de invencibilidad iba aparejada con una vida de placeres desenfrenados, como en la serie televisiva, pero aquello no duró mucho porque, como decíamos, su oficio entrañaba grandes riesgos y quienes lo practicaban no duraban mucho (caballos incluidos): Fusco, Mollicio, Crescenio, Polinices, Muscloso, Calpurniano, Heleno, Eutiches… casi ninguno alcanzó los treinta años salvo el lusitano Diocles, que pudo jubilarse a los cuarenta y dos con una colosal fortuna de treinta y cinco millones de sestercios -superior incluso a la de Escorpo- reunida en más de cuatro millares de carreras disputadas.

Escorpo murió hacia el año 95 d.C. sin que sepamos exactamente cómo, aunque parece probable que lo hiciera en un naufragium durante una carrera. Marcial no lo aclara en la elegía que reprodujimos antes y tampoco en esta otra, igual de emotiva, que nos sirve como punto final:

¡Oh! triste desgracia que tú, Scorpus, seas cortado en la flor de tu juventud y seas llamado tan prematuramente a enjaezar los oscuros corceles de Plutón. La carrera de carros siempre se acortaba por tu rápida conducción; pero, ¡oh, por qué tu propia carrera se tuvo que correr tan rápidamente!



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