No se la llamó «faro de la civilización» porque sí. El legado de Roma fue tan inmenso -en todos los ámbitos- que siglos después de caer seguía habiendo pugnas por ostentar la legitimidad de su representatividad póstuma, algo que se prolongó hasta bien entrada la Edad Media e incluso más allá, a la Moderna. Aunque fueron muchos los que se autoproclamaron herederos, la cuestión resultó especialmente intensa en la disputa entre los titulares del Imperio Bizantino y los del Sacro Imperio Romano Germánico, de ahí que a esa cuestión se la conozca historiográficamente como el problema de los dos emperadores.

De ahí deviene precisamente el uso del águila bicéfala como emblema del escudo heráldico que tenían tanto los emperadores bizantinos como los germanos y que después se extendió a los zares rusos, los turco-persas selyúcidas y, ya en el siglo XIX, incluso al Imperio Austríaco.

Se trataba de una vuelta de tuerca alusiva a esa dualidad, ya que, recordemos, los romanos usaban como símbolo un águila imperial normal, de una sola cabeza, unido a las siglas SPQR (Senatus Populus que Romanus), que portaba el aquilifer.

Escudo del imperio Bizantino instaurado por los Paleólogo
Escudo del imperio Bizantino instaurado por los Paleólogo. Crédito: Goran tek-en / Wikimedia Commons

En realidad, ese motivo iconográfico de dos cabezas se remontaba a la Edad del Bronce, pero fue adoptado en el siglo X por el emperador bizantino Isaac I Comneno, quien se supone que lo tomó del arte hitita, ya que su familia era originaria de Paflagonia (una región anatolia asomada al Mar Negro).

Sin embargo, su conversión en emblema del imperio llegó con la subida al trono de la dinastía Paleólogo, una familia de nobleza media procedente de Macedonia que alcanzó el poder por vía matrimonial, al casarse Alejo Paleólogo con la princesa Irene Ángelo Comneno, hija del emperador Alejo III Ángelo y la emperatriz Eufrósine Ducas Camatero.

Eso ocurrió tardíamente, en el siglo XII, y el escudo se implantó con carácter nacional todavía más tarde, a principios del XV, identificando el imperio con la dinastía (de hecho, ésta fue la última en gobernar antes de la conquista de Constantinopla por los otomanos en 1453). Para entonces, ya existía el Sacro Imperio Romano Germánico, fundado en el año 962 a partir de la Francia Oriental, una de las tres partes en que se dividió el Imperio Carolingio, que era lo suficientemente fuerte como para considerarse depositario de la herencia romana.

Territorios en la Francia Oriental a partir de los cuales se fundó el Sacro imperio Romano Germánico
Territorios en la Francia Oriental a partir de los cuales se fundó el Sacro imperio Romano Germánico. Crédito: Trasamundo / Wikimedia Commons

De ahí que Federico Barbarroja quisiera legitimarlo añadiéndole al nombre la denominación de «Sacro», que inicialmente no poseía, como ejemplo de la voluntad divina (tengamos en cuenta que la Roma pagana había sido sustituida por la cristiana en el siglo IV).

Así pues, los germanos, antaño bárbaros, se presentaban ahora como sucesores de los romanos. El problema era que lo mismo hacían los bizantinos, que conservaban la denominación de Imperio Romano y se llamaban a sí mismos rhomaioi.

En eso tuvieron durante mucho tiempo el apoyo de los papas, que consideraban legítimos continuadores a los emperadores de Constantinopla. La situación empezó a cambiar a mediados del siglo VIII, cuando los lombardos se apoderaron del Exarcado de Rávena, la unidad administrativa bizantina en Italia, dejando patente la incapacidad del imperio oriental para defender Occidente y haciendo que el papado buscara ayuda en una fuerza más poderosa como el reino franco.

Constantino VI y su madre Irene de Atenas durante el segundo Concilio de Nicea
Constantino VI y su madre Irene de Atenas durante el segundo Concilio de Nicea. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

En el año 797 se produjo la quiebra definitiva, cuando el emperador Constantino VI fue reemplazado por su madre, Irene I Sarantapechaina (también llamada Irene de Atenas), que reinaría en solitario hasta el 802 y convocó el segundo Concilio de Nicea, durante el que se condenó la herejía iconoclasta.

Ella se autotituló basileus en vez del femenino basilissa (emperatriz consorte) y el papa León III se negó a aceptarla como tal por ser mujer, designando emperador a Carlomagno, rey de los francos, en virtud de la translatio imperii.

La translatio imperii o transferencia del poder imperial era un concepto medieval pensado para asegurar la sucesión imperial manteniendo la legitimidad, además de un carácter único y universal como símbolo de la aprobación divina. Se completaba con otros dos, la divisio imperii (división del imperio, tal cual se había hecho tras la muerte de Teodosio I entre sus hijos, Honorio y Arcadio) y la renovatio imperii (renovación del imperio, como Justiniano I llamó a su intento de recuperación de los territorios perdidos a manos de los bárbaros).

Extensión de los imperios carolingio y bizantino en el año 814
Extensión de los imperios carolingio y bizantino en el año 814. Crédito: Claude Zygiel / Dominio público / Wikimedia Commons

Con Irene y Carlomagno reinando simultáneamente nacía el problema de la dualidad y ninguno quiso ceder. A lo más que llegaron fue a admitirse mutuamente como respectivos emperatriz y emperador, pero sin reconocer al rival superioridad absoluta ni romanidad: para ella, él sólo lo era de los francos y a la inversa, Carlomagno la consideraba mandataria de Constantinopla solamente. Durante la Edad Media se consideraría que el monarca franco debía adscribirse más bien a la renovatio imperii, pese a que controlaba buena porción del territorio europeo del antiguo imperio (Italia, la Galia y Germania), pero eran otros tiempos.

Resulta curioso que ambos imperios nunca se enzarzaran en una guerra por monopolizar esa legitimidad. Tuvieron que ver con ello la distancia entre ambos y la poca ganancia material que pudiera sacarse de una posible victoria que únicamente podía ser parcial.

También el hecho de que, como veremos más adelante, con el tiempo se sumarían otros dos candidatos que estaban en medio, geográficamente hablando. Se trataba de Serbia y Bulgaria, cuyos gobernantes reivindicaban sus derechos como representantes de los romanos y enarbolaban asimismo banderas con águilas bicéfalas.

Denario de plata acuñado por Carlomagno con su efigie como emperador romano
Denario de plata acuñado por Carlomagno con su efigie como emperador romano. Crédito: PHGCOM / Wikimedia Commons

Los bizantinos implantaron el título de emperador de los romanos para dejar clara su postura, pero, pocos años después, Miguel I Rangabé terminaría reconociendo a Carlomagno como emperador y hermano espiritual, aunque sin incluir a los romanos como súbditos suyos. Por su parte, el franco también procuró no llevar las cosas al extremo y se intituló Augustus Romanum Gubernans Imperium («emperador augusto, que gobierna el Imperio Romano»), que resultaba lo suficientemente ambiguo como para evitar tensiones.

Atrás quedaban los avances en el terreno de la diplomacia: en el 802 incluso se negoció una boda entre Carlomagno e Irene que unificaría el imperio otra vez, pero no pudo llegar a concretarse porque ella fue depuesta y sustituida por Nicéforo I. Por supuesto, hubo pasos adelante y pasos atrás. Unas décadas más tarde y con otros protagonistas, Luis II y Basilio I, volvieron a saltar chispas a causa de las diferentes concepciones que había en ambos bandos sobre la naturaleza del imperio.

El primero consideraba que un basileus podía mandar sobre el pueblo al margen de su etnia y utilizaba como ejemplo a Trajano y Adriano, emperadores de origen hispano, entre otros, y en cualquier caso los bizantinos habrían perdido su idiosincrasia romana (tenían costumbres y lengua distintas). En cambio, el bizantino defendía que el titular del trono debía pertenecer a alguna gens romana y además, añadía, el cargo no era hereditario aunque lo pareciera, ya que formalmente se trataba de una república; todo lo cual excluía a Luis, que reinaba por ser biznieto de Carlomagno (a quien había sucedido primero su hijo Luis I y luego su nieto Lotario I).

El Sacro Imperio hacia el año 1000 d.C
El Sacro Imperio hacia el año 1000 d.C. Crédito: Sémhur / Manileus / Wikimedia Commons

Ese enfrentamiento tenía más flecos. Luis había sido coronado en el 844 por el papa Sergio II y, por tanto, se consideraba legitimado por Dios mismo, algo que le negaba a Basilio porque los emperadores bizantinos ya no eran refrendados por el vicario de Dios en el mundo sino únicamente por su propio senado -a menudo ni eso, sólo por el ejército-. Al final, según la correspondencia entre ambos, encontraron una forma de aceptarse, siendo Luis reconocido como «augusto emperador de los romanos» y Basilio «muy glorioso y piadoso emperador de la Nueva Roma».

No obstante, el problema de los dos emperadores resurgió con la oposición del bizantino Nicéforo II a las pretensiones de Otón I de hacerse con el control de Italia y Sicilia. Otón, que había sido coronado en el 962 por el papa Juan XII y usaba la intitulación imperator augustus Romanorum ac Francorum («emperador augusto de romanos y francos»), fue despreciado por el otro, que le negaba el derecho a llamarse emperador y romano. Nicéforo amenazó al Papa con invadir Italia, pero finalmente todo se arregló por la tradicional alianza matrimonial en el 972, una vez fallecido el proceloso bizantino, casándose Otón II, hijo del germano, con Teófano, sobrina del nuevo emperador Juan I Tzmiskes.

Para entonces las intitulaciones se habían ido diversificando. Otón I solía usar la abreviada Imperator Augustus (sin mencionar a los romanos para relajar las cosas) y en el siglo XI aparecería la nueva expresión Rex Romanorum («Rey de Romanos»), a la que al siguiente se sumó la que sería más oficial del Sacro Imperio: Imperator augustus Romanorum ac Francorum («Emperador augusto de romanos y francos»). Eso sí, en el fondo cada parte siguió aferrada a su postura: los bizantinos sin reconocer a los francos y viceversa.

Ilustración de la Crónica de los Güelfos mostrando a Federico I Barbarroja con sus hijos Enrique VI y Federico VI
Ilustración de la Crónica de los Güelfos mostrando a Federico I Barbarroja con sus hijos Enrique VI y Federico VI. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

A mediados del siglo XII surgió un tercero en discordia. Manuel I Comneno se consideró lo suficientemente fuerte como para proponer al Papa que accediera a designarle emperador único, a cambio de financiar y liderar una liga lombarda que expulsara de Italia a Federico I Barbarroja, emperador del Sacro Imperio, y mantuviera alejado al rey normando de Sicilia, Roger II. Manuel no sólo fracasó en su campaña sino que provocó que Barbarroja y Roger se aliaran contra él, envolviendo la península en una guerra.

La contienda terminó en el 1185, pero coincidió con la Tercera Cruzada convocada para liberar Jerusalén de las manos de Saladino. Se la conoce como la Cruzada de los Reyes porque varios monarcas se apuntaron; uno de ellos fue Federico Barbarroja, lo que despertó recelo en el emperador bizantino Isaac II Ángelo, que temía que aprovechase para ocupar Constantinopla (que era el puerto de salida). No era así, pero el temor llevó al bizantino a aliarse con Saladino y a tomar como rehenes a los embajadores alemanes y a negarse a aprovisionar a su ejército.

Inevitablemente, terminaron enfrentándose por las armas, aunque en breves escaramuzas. La correspondencia diplomática revela que Federico llamaba a Isaac «Emperador griego» o «Emperador de Constantinopla», mientras que éste, que se intitulaba «Emperador de los romanos», se refería al otro como «Rey de los alemanes» primero para luego, a medida que se suavizaban las posturas, pasar a nombrarlo «Emperador de Alemania de más alta cuna» y finalmente «Emperador más noble de la Antigua Roma» (nótese el matiz de la Antigua Roma frente a la nueva, Constantinopla).

El Mediterráneo oriental en 1204
El Mediterráneo oriental en 1204 Crédito: LatinEmpire / Rowanwindwhistler / Wikimedia Commons

Eso permitió que Isaac dejara pasar a los germanos y que Barbarroja embarcase a los suyos rumbo a Tierra Santa, dejando en paz a los bizantinos. Pero la semilla del rencor estaba sembrada y Enrique VI, hijo y sucesor de Federico, se mostró dispuesto a hacer lo que fuera para que se le reconociese cono heredero de Roma, especialmente tras conquistar Sicilia y ser coronado emperador del Sacro Imperio e Italia. Para ello, consciente de la creciente debilidad bizantina, casó a su hermano, Felipe de Suabia, con la princesa Irene Angelina, hija de Isaac a la que mantenía como rehén, de modo que su dinastía quedaba vinculada con el Imperio Bizantino.

A continuación, logró sonsacarle al emperador varios territorios que había conquistado antes su aliado siciliano Guillermo II, así como el compromiso de ayuda para una nueva cruzada. Aceptar esas exigencias le costó el trono a Isaac, depuesto y reemplazado por su hermano Alejo III, aunque éste también tuvo que someterse ante el que ya se consideraba monarca universal, incluso alterando su título, que de ahí en adelante -y asimilado también por sus sucesores- pasó de ser Basileus kai autokrator Romaion («Emperador y autócrata de Roma») a Basileus kai Romanorum moderator («Emperador y autócrata de los romanos»).

A principios del siglo XIII el mundo mediterráneo sufrió una conmoción: los cruzados que se dirigían a Tierra Santa en la Cuarta Cruzada saquearon Constantinopla y disolvieron el Imperio Bizantino, fundando el Imperio Latino. En la práctica era una amalgama de pequeños reinos, condados y feudos, pero reconocían como emperador a Balduino I, conde de Flandes, cuyo título era Imperator Constantinopolitanus («Emperador de Constantinopla»), a veces Imperator Rumaniae («Emperador de la tierra de los romanos»), pese a que le considerasen por debajo del titular del Sacro Imperio Romano Germánico.

El Mediterráneo oriental en 1265, tras la restauración del Imperio Bizantino por Miguel VIII Paleólogo
El Mediterráneo oriental en 1265, tras la restauración del Imperio Bizantino por Miguel VIII Paleólogo. Crédito: William Robert Shepherd / Rowanwindwhistler / Wikimedia Commons

Esa subordinación quedó patente cuando los delegados imperiales rechazaron la propuesta de casar a Enrique I, sucesor de Balduino, con la hija de Felipe de Suabia -quien estaba inmerso en un conflicto sucesorio con Otón de Brunswick (que a la postre sería emperador, Otón IV)-, porque le consideraron solo nomine imperator («emperador sólo de nombre»). Aún así, el reconocimiento de los emperadores latinos de la sumisión religiosa de Constantinopla a Roma a cambio de cierta independencia respecto a Occidente, con la idea de afrontar las ambiciones de los germanos en Tierra Santa, fue aceptada por el papa Inocencio III y trocó la translatio imperii en una divisio imperii.

Pero en 1261 Miguel VIII Paleólogo restauró el Imperio Bizantino y a la independencia imperial sumó la eclesiástica, con el afianzamiento de la Iglesia Ortodoxa. Ahora bien, estratégicamente le convenía reunificar las dos iglesias para conseguir el refrendo papal a su posición política y a su proyecto de recuperar territorios perdidos en Anatolia, así que en 1274 abrazó el catolicismo, ganándose el apodo sarcástico de «franco» (así llamaban -y siguen haciéndolo- los griegos a los conversos). La unión, eso sí, apenas duró siete años, y no porque los papas llamaran a Miguel «Emperador de los griegos», sino porque resultó algo muy impopular y por la presión que Carlos de Anjou ejerció sobre el Papa.

Aun así, los emperadores Juan V y Manuel II intentaron restablecerla ante la evidente amenaza que había surgido: el Imperio Otomano, que se expandía a costa de terreno bizantino. Se renovó, en efecto, para consumirse por sí misma después de que la cruzada liderada por Juan VIII se estrellara en Varna en 1444. Claro que no eran los turcos los únicos enemigos. Simeón I, rey de Bulgaria, llevó a cabo una campaña que puso Constantinopla a sus pies, exigiendo independizarse de ella y ser proclamado nuevo monarca universal en sustitución del bizantino.

El ejército búlgaro de Simeón I derrota a los bizantinos, en una ilustración del Skylitzes Matritensis
El ejército búlgaro de Simeón I derrota a los bizantinos, en una ilustración del Skylitzes Matritensis. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Aunque únicamente le concedieron el título de «Emperador de los búlgaros», él se hacía llamar «Emperador de los búlgaros y los romanos» y muchos de sus sucesores insistieron en ello, alguno llegando hasta a pedirlo al Papa, como hizo Kaloyan con Inocencio III -que se negó-. En 1346 el serbio Esteban IV Dušan también se sumó a esa espiral exigiendo ser coronado «Basileus y autócrator de Serbia y Romania», si bien ese imperio no tendría más que dos titulares, el nombrado y su hijo Esteban Uroš V. Los bizantinos nunca los reconocieron.

El Imperio Bizantino llegó a su fin en 1453, con la conquista otomana, pero no por ello se acabó el problema de los dos emperadores; simplemente se sustituyó a un pretendiente por otro: el sultán Mehmed II se autoproclamó Kayser-i Rûm («César del Imperio Romano»), empezó a acuñar moneda (algo insólito en la historia turca) y adoptó un complejo protocolo similar al bizantino. Muchos coetáneos le reconocieron como emperador y, asumiendo esa condición, él y sus sucesores hicieron otro tanto negándose a reconocer como iguales a los emperadores del Sacro Imperio, a los que llamaban simplemente kıral (reyes) de Viena o Hungría.

Esa rivalidad honorífica se suavizó en 1533 mediante el Tratado de Constantinopla, por el cual Carlos V quedaba como emperador del Sacro Imprerio, su hermano Fernando como Rey de Romanos y Solimán I como sultán, cargo éste por encima del primero. Setenta y tres años más tarde, con los otomanos en horas bajas, Ahmed I tuvo que firmar un nuevo tratado que reconocía un rango superior, padishah (emperador), para Rodolfo II del Sacro Imperio, equiparándolo al de sultán pero considerando éste algo superior porque tenía carácter universal.

Mehmed II entrando victorioso en la ciudad de Constantinopla, cuadro de Jean-Joseph Benjamin-Constant
Mehmed II entrando victorioso en la ciudad de Constantinopla, cuadro de Jean-Joseph Benjamin-Constant. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Y es que la visión que había sobre el Sacro Imperio tendía a relacionarlo cada vez menos con Roma y más con Alemania, pese a que sus tiulares seguían empeñados en pasar por depositarios de la antigua civilización. Por eso el problema de los dos emperadores también había experimentado un cambio de escenario, desplazándose hacia el este desde 1472, con el acuerdo matrimonial entre el príncipe de Moscú, Iván III, y la sobrina del último emperador bizantino, Zoe Paleológo, que trocaría su nombre por el de Sofía.

Los rusos adoptaron el águila bicéfala y una variante de la translatio imperii en la que su capital era presentada como la tercera Roma e Iván se autodeclaraba descendiente de Augusto, exigiendo en 1488 que se le reconociera al mismo nivel que al emperador germano Federico III; no lo consiguió, pero la idea de esa translatio enraizó y perduró hasta la segunda mitad del siglo XIX, en un tira y afloja a costa del título de imperator que Pedro I el Grande adoptó en 1721 frente a la oposición del resto de Europa y que Catalina la Grande también reivindicó.

La abdicación de Francisco II de Habsburgo en 1806 supuso la disolución del Sacro Imperio porque en esos momentos había ya un emperador universal incontestable, no con argumentos culturales o históricos sino por la fuerza de las armas: Napoleón Bonaparte.



  • Compártelo en:

Descubre más desde La Brújula Verde

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Esquiar en Pal Arinsal este invierno

Llega el frío y muchos ojos están puestos sobre Andorra, capital mundial del esquí entre los meses de diciembre y marzo. El país del Pirineo vuelve a posicionarse, para la…

Something went wrong. Please refresh the page and/or try again.