¿Qué tuvieron en común personajes de diversos períodos de la Historia como Mitrídates I del Bósforo, Guillermo el Conquistador, Alfonso X de Castilla y Matías Corvino? Todos ellos fueron reyes, obviamente, pero hay otra cosa, paradójica además: antes de alcanzar la corona fueron lo que se denomina antirreyes. Ese término no es oficial, es decir, no designa a un cargo más que en la práctica: una figura que surge contra la del soberano reinante por aclamación de sus partidarios y que al final termina por usurparle en el trono.
No se trata de un concepto exclusivamente ligado a la monarquía, pues quien más quien menos habrá oído la expresión antipapa, referente a aquel prelado que se postula para ser sumo pontífice desplazando al titular, con la pecularidad histórica de que no era considerado usurpador por sus fieles, por cuanto esa condición se le atribuía al otro porque era a quien se negaba la verdadera legitimidad. Hubo treinta y cuatro reconocidos más otros tres cuya existencia es dudosa, a los que habría que añadir algunos actuales como, por ejemplo, los del Palmar de Troya.
Salvo excepciones, los antipapas no solían surgir por motivos doctrinales sino por división interna, en la que cada facción organizaba su propio cónclave y sus correspondientes elecciones (por supuesto, reivindicando que la suya era la buena) o por la intervención directa de los emperadores, primero del Imperio Romano y después del Sacro Imperio (irónicamente, como vamos a ver, también sería víctima propiciatoria de antirreyes).
Si eso pasaba con el poder espiritual es fácil entender que con más razón y frecuencia ocurría con el poder temporal o mundano. A veces se daba una interrelación, al apoyar los reyes a los antipapas y viceversa; al fin y al cabo, los papas también eran eran jefes de estado y, como tales, defendían los intereses políticos de los Estados Pontificios, que en otros tiempos eran extensos y poderosos.
Y como deja patente el caso religioso, la existencia de antirreyes es más típica de las monarquías electivas que de las hereditarias porque la sucesión siempre ha sido fuente histórica de enfrentamientos y si, como entonces, no estaba cimentada se abría la puerta al conflicto. Por esa razón la mayoría de los antirreyes no se dieron en países donde el trono se heredaba, sustentado por derechos divinos, sino en aquellos en los que el monarca era elegido, como solía pasar en la Europa central y germánica.
El derecho de resistencia popular siempre fue un elemento integrante de la concepción política germano-medieval. El historiador medievalista Fritz Kern explica que en su forma puramente germánica , antes de que se mezclara con ideas eclesiásticas, lo encontramos en los estados de migración de pueblos y entre los germanos del Norte. Pueblos que reclamaban de tanto en tanto el derecho a desembarazarse de un rey que fuera considerado inconveniente. Por eso la historia de las realezas visigoda, longobarda, anglosajona y franca fueron un hervidero de rebeliones y destronamientos.
Ya fuera por incapacidad física o espiritual, ya por cobardía política, ya por ilegalidad o ilegitimidad, exigir el abandono del monarca entraba dentro de lo normal: el pueblo abandonaba al rey; se apartaba de su obediencia y elegía un nuevo monarca, la mayoría de las veces en un acto jurídico formal.
Dado que siempre le quedaba algún partidario, el nuevo elegido salía a campaña como antirrey contra el antiguo. Eso no tenía por qué suponer necesariamente un destronamiento, pero en ello se desembocaba la mayoría de las veces, esgrimiendo un derecho de resistencia en el que resultaba difícil distinguir el derecho consuetudinario de la rebelión por la fuerza.
No es que las monarquías hereditarias estuvieran libres de situaciones similares y, de hecho, sería inacabable la lista de usurpaciones y guerras sucesorias; pero en tales casos no se habla de antirreyes sino de pretendientes. Un simple matiz, si se quiere que, no obstante, no evitó los derramamientos de sangre continuos, aunque un pretendiente tampoco tiene por qué reclamar sus derechos al trono y puede conformarse con el llamado título de señalamiento que avala su condición.
Con el ejemplo mencionado de Mitrídates I, ya vimos que la idea del antirrey se remonta a la Antigüedad (fue Julio César el que designó a Mitrídates para que se hiciera con el Reino del Bósforo derrocando a su sobrina Dinamia Filorromano y su esposo Asandro) y se podría reseñar algún caso más, como el de Ashot el Sparapet, que se alzó contra su primo Ashot II Yergat, soberano de la Armenia Bagrátida, impulsado por el emir del Azerbaiyán iraní, Yusuf ibn Abi’l-Saŷ.
Sin embargo, la figura del antirrey es más típica de la Edad Media, quizá porque, frente a lo que se suele pensar, fue en ese período cuando la institución monárquica sufrió un debilitamiento ante la disgregación del poder hacia la nobleza que supuso la pujanza del sistema feudal. Por eso la lista de antirreyes medievales es tan profusa como irregularmente repartida por aquel atomizado y cambiante mapa posterior que se dibujó tras la caída de Roma.
Sí, se pueden citar algunos ejemplos en países de monarquías hereditarias como Francia (entre otros, los de Guido de Spoletto contra Odón de París en el siglo IX, Roberto I contra Carlos III el Simple en el X o Enrique VI de Inglaterra contra Carlos VII en el XV) e Inglaterra (Sven Gabelbart contra Æthelred, y Canuto el Grande contra Edmundo II Ironside y el mencionado Guillermo el Conquistador contra Haroldo III de Noruega, los tres casos en el XI; Luis VIII de Francia contra Juan sin Tierra en el XIII; y Enrique VI contra Carlos VII en el XV), pero son minoritarios, aunque no tanto como los de otros sitios.
Serían éstos Escocia (Amlaif contra Kenneth II en el siglo X, Duncan II contra Donald III en el XI, Edward Balliol contra David II Bruce en el XIV), Hungría (sucesivamente Ladislao II y Esteban IV contra Esteban III y éste a su vez, contra Ladislao II en el siglo XII), Bohemia (el citado Matías Corvino contra Jorge de Poděbrady primero y Vladislao II después en el XV), Georgia (Jorge VIII contra Demetrio III), Bosnia (Radivoj contra Tvrtko II y Esteban Tomás), Serbia (Stefan Konstantin contra Esteban Uros II Milutin) y Baviera (Arnulfo el Malo contra Enrique I el Pajarero en el X).
Incluso fuera del continente se pueden reseñar circunstancias similares. Así, en el Reino de Jerusalén, donde las monarquías europeas tenían tantos intereses, Carlos I de Anjou se enfrentó a Hugo III de Lusignan en el siglo XIII.
Incluso se podría ir más lejos, a Extremo Oriente, a Japón por ejemplo, donde el período Nanbokuchō (1336-1392) alumbró dos cortes imperiales, la legítima del Sur fundada por el emperador Go-Daigo y la pretendiente del Norte establecida por Ashikaga Takauji. O a Corea, donde el duque de Angyeong se alzó contra el rey Wonjong de Goryeo en 1249 y, al siglo siguiente, el príncipe Wang Ko hizo otro tanto contra los reyes Chungsuk y Chunghye de Goryeo.
Pero el auténtico meollo del asunto tuvo lugar en tierras del Sacro Imperio, la monarquía electiva por excelencia en aquellos tiempos. En el siglo X, Enrique II el Peleador se enfrentó a Otón III; en el XI, Rodolfo de Rheinfelden y Germán de Salm a Enrique IV; en el XII, Conrado III de Hohenstaufen a Lotario de Supplinbourg; en el XIII, Federico II a Otón IV, siendo el primero luego enfrentado por Enrique Raspe y Guillermo de Holanda; en el XIV, Federico el Hermoso y Carlos IV se alzaron sucesivamente contra Luis IV y el segundo también lo hizo contra Gunter de Schwartzburgo; y en el XV, Federico de Brunswick-Luneburgo contra Wenceslao IV.
La lista no termina ahí, ya que el Sacro Imperio, al igual que el papado, también pasó por la experiencia de elecciones dobles a Rex Romanorum (Rey de Romanos, título para los emperadores electos que todavía no habían sido coronados por el Papa, a menudo designados por los propios emperadores).
Así, en el siglo XII lo fueron simultáneamente Felipe de Suabia y Otón IV; en el XIII, Ricardo de Cornualles y Alfonso X de Castilla; en el XIV, Federico el Hermoso y Luis el Bávaro; y en el XV, Segismundo de Luxemburgo y Jobst de Moravia.
Pese a que, decíamos, se trató de un fenómeno fundamentalmente medieval, no faltaron casos posteriores ya en la Edad Moderna. La Bula de Oro de 1356, dictada ese año en Metz por el emperador Carlos IV, regulaba detalladamente el proceso de elección del Rey de Romanos y concretaba que eran los siete príncipes electores quienes tenían que desarrollar la elección imperial. Con ello se pretendía poner fin a las dobles elecciones y a los antirreyes. Ya vimos que no consiguió del todo su objetivo, aunque sí allanó el camino. Sin embargo, la bula servía sólo para el Sacro Imperio, por lo que otros estados todavía sufrirían esa dinámica.
Por ejemplo, en la Francia del siglo XVI, el cardenal Carlos de Borbón surgió como pretendiente con el nombre de Carlos X frente a Enrique IV. En la Hungría de la misma época, Juan I hizo otro tanto contra Fernando I de Habsburgo.
Y en Bohemia incluso se fue más allá en el tiempo, pues en el XVII Federico IV, a la sazón elector del Palatinado, se enfrentó a Fernando II, rey de Hungría y emperador del Sacro Imperio; pero es que, incluso un siglo más tarde, se repitió la situación entre Carlos Alberto de Bavaria y María Teresa de Austria.
El surgimiento de los estados modernos, unificados en torno a monarquías fuertes, tendió a poner fin a la figura del antirrey. Eso no quiere decir que desapareciese del todo, puesto que luchas sucesorias siguió habiendo ante vacíos de poder, siendo el ejemplo más evidente la Guerra de Sucesión Portuguesa (con el Prior de Cato frente a Felipe II) y la Española (con el archiduque Carlos de Austria frente al rey Felipe V), entre otras; no obstante, como decíamos antes, en tales casos se prefiere usar el término «pretendiente».
FUENTES
Fritz Kern, Derechos del rey y derechos del pueblo
Barbara Stollberg-Rilinger, El Sacro Imperio Romano-Germánico. Una historia concisa
Peter H. Wilson, El Sacro Imperio Romano Germánico. Mil años de historia de Europa
Meg Matthias, Antipope
Mary Stroll, Popes and antipopes. The politics of eleventh century church reform
Wikipedia, Antirrey
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