Parecía gripe, pero era mucho más rápida y letal porque mataba al paciente en pocas horas; se la ha comparado con la fiebre recurrente, pero ésta, causada por picadura de garrapata o piojo, provoca una costra negra local que en ese caso no había; se especula con una infección por hantavirus, pese a que éstos no desaparecen de pronto, sin más, como ocurrió entonces. Estamos hablando de una enigmática enfermedad que asoló Inglaterra en varias oleadas entre los siglos XV y XVI, y que desapareció tan misteriosamente como llegó. Se la llamó sudor anglicus, es decir, sudor inglés, a causa de la intensa sudoración que constituía su síntoma más visible.
La primera vez que aparece registrada es en agosto de 1485, quizá en Milford Haven. Tanto la fecha como el lugar resultan significativos, puesto que ese mes se disputó la batalla de Bosworth en el contexto de la Guerra de las dos Rosas, que enfrentó a las casas de York y Lancaster por el trono de Inglaterra. Como es sabido, el resultado de aquel choque supuso la derrota de la primera y la muerte de su representante, el rey Ricardo III. Su victorioso rival le sucedió con el nombre de Enrique VII, fundando la dinastía Tudor.
El combate se disputó en Leicestershire, cerca de Suton Cheney y Market Bosworth, pero el ejército de Enrique había desembarcado antes en Milford Haven, una localidad de su condado natal, Pembrokeshire. No hay ninguna prueba de que fueran los soldados los que introdujeron la enfermedad, aunque algún historiador sugiere que pudo ser así (Enrique había contratado mercenarios franceses, que quizá estaban inmunizados pero podían transmitir el mal), especulando con que el insomnio y la sed que sufrió Ricardo la noche anterior al choque podrían haber sido síntomas de que estaba contagiado.

De hecho, puede que el primer caso conocido hubiera sido un poco antes, en junio, y en la ciudad de York. Fue entonces cuando, según cuenta la Croyland Chronicle (una crónica escrita en la abadía homónima de Lincolnshire, no se sabe si por un monje anónimo o por John Rusell, a la sazón obispo de Lincoln que había sido lord canciller de Ricardo III antes de caer en desgracia y acaso intentaba congraciarse con Enrique VII), Thomas Stanley, primer conde de Derby, argumentó sufrir el sweating sickness -nombre de la enfermedad en inglés- para no unirse al ejército real ante la inminente batalla.
En cualquier caso, si el sudor anglicus ya había llegado todavía no se habría manifestado de forma significativa, ya que no hay noticias de que las tropas lo padecieran, así que de momento sólo afectaría a algunos individuos. Sin embargo, pronto iba a hacer estragos, coincidiendo con la coronación del nuevo rey. Si ya fue proclamado in situ en el campo de batalla mismo, el 22 de agosto, seis días más tarde entraba triunfalmente en Londres; al mismo tiempo, sin saberlo, que los virus. Éstos empezaron a hacer su trabajo y el 19 de septiembre, acaso impulsada por la muchedumbre reunida para la coronación, ya se podía hablar de epidemia.
De extrema gravedad, además, pues cuando por fin terminó, a finales del otoño (la estación más propicia, junto con el verano), había provocado miles de muertos. Curiosamente, la inmensa mayoría de las víctimas eran adultos masculinos, con predominio del segmento de edad entre treinta y cuarenta años sin demasiadas diferencias entre clases sociales, como demuestra que entre los difuntos figurasen, según consta en los archivos, dos alcaldes, seis concejales y tres alguaciles (por eso se generalizó referirse a la enfermedad con la expresión stoop gallant). Las mujeres resultaban menos afectadas, mientras que niños y bebés parecían inmunes.

Una excepción a esto último fueron los adolescentes. Por ejemplo los hijos del duque de Suffolk, que perecieron con una hora de diferencia, o Arturo, el primogénito de Enrique. Casado en 1499 con Catalina de Aragón (la hija de los Reyes Católicos), fue enviado a gobernar Gales y un vapor maligno que procede del aire hizo enfermar a ambos, pero ella sobrevivió y él falleció. El año en que pasó, 1502, coincide con el segundo brote histórico y la referencia textual se parece a la dejada por el galeno Thomas Forestier en un estudio que hizo en 1485, cuando hablaba de los vapores repugnantes que se concentraban en torno al corazón y los pulmones, dificultando la respiración y llevando al óbito en muy poco tiempo.
La falta de datos exactos no deja claro si la muerte de Arturo se debió al sudor anglicus o a otro mal como la peste, la tuberculosis o la gripe -sin contar con que Arturo había sido delicado de salud desde su nacimiento-, pero tampoco puede descartarse. Ahora bien, los síntomas de la peste, por ejemplo, eran muy distintos y permitían a los médicos identificarla con bastante precisión. Por contra, aquel nuevo mal revestía características propias y fulminantes: el paciente quedaba envuelto muy rápidamente en profusa sudoración y moría en un máximo de veinticuatro horas; transcurrido ese tiempo, la supervivencia era alta.
Por supuesto, las circunstancias contextuales hicieron que se difundiera la idea de que se trataba de un castigo divino motivado por la usurpación del trono. Pero la medicina de la época procuró documentar el problema, siendo John Caius, un doctor que se había licenciado en la Universidad de Padua estudiando con Vesalio y Montano, el que dejó el mejor y más detallado informe. Fue en su obra A Boke or Counseill Against the Disease Commonly Called the Sweate, or Sweatyng Sicknesse, que publicó en 1552 sobre el brote que asoló Shrewsbury el año anterior.

Caius, que llegaría a ser médico personal de las reinas María Tudor e Isabel I, explicó que todo empezaba con una sensación de aprensión seguida de escalofríos más o menos violentos, mareos y agotamiento, combinado con dolores de cabeza, cuello, hombros y extremidades. Esta etapa, que denomina fría, duraba entre media hora y tres horas, pasándose entonces a la caliente, en la que una sensación de calor daba paso al abundante sudor, se aceleraba el pulso, aparecía la sed (por la deshidratación) y se agudizaban los dolores en cabeza y pecho; a veces también había hemorragias nasales. El enfermo empezaba a delirar y sentía un profundo sueño, que Caius consideraba fatal y era necesario evitar.
Si el paciente no mejoraba transcurrido ese tiempo, entre cuatro y doce horas, la muerte era casi segura; por contra, si no fallecía entonces probablemente mejoraría. Lo malo era que haber pasado por tan terrible experiencia no garantizaba a nadie inmunidad y no eran pocos los casos en que alguien que había enfermado del sudor anglicus con anterioridad volvía a padecerlo, incluso más de una vez, hasta que finalmente llegaba la definitiva. Y, lo peor, no había remedio; era la naturaleza la que decidía el destino.
Richard Grafton, impresor real y cronista, publicó en 1568 un libro sobre el primer brote -el de 1485- con el título Grafton’s Chronicle: or History of England, en el que explicaba que el único tratamiento aplicable era acostar al enfermo en cuanto se percibiera un síntoma, manteniéndolo inmóvil en cama sin comer, sólo con agua, hasta que pasara el nefasto período de veinticuatro horas. Como se ve, poca cosa para enfrentarse a algo tan grave, si bien es cierto que lo mismo ocurría con otras muchas enfermedades y, de todos modos, a veces los remedios resultaban contraproducentes.
Aparte de las obras científicas, también las crónicas históricas reseñaron el tema. Por ejemplo, los Anales del Ulster (una crónica de Irlanda en gaélico y latín que abarca desde el año 431 hasta el 1540) y los Anales de Connacht (crónica que cubre la historia irlandesa desde 1224 hasta 1544) reseñan cómo la pláigh allais («peste sudorosa») acabó con la vida de James Fleming, barón de Slane; los Anales de los Cuatro Maestros (cuyo ámbito crónológico va desde el Diluvio Universal hasta 1616) hacen lo mismo con la incidencia de la epidemia en el condado irlandés de Meath, documentando que no afectó a la población infantil.

Como se puede deducir de lo dicho hasta ahora, hubo varios brotes posteriores al inicial de 1485, llegando el segundo en 1502. El siguiente tuvo lugar en 1507 y resultó más leve. Pero el de 1517 fue muy virulento y, a juzgar por testimonios de extranjeros como el del embajador veneciano, parecía afectar especialmente a los ingleses. Ese curioso hecho se confirmó en el de 1528, pues empezó en Calais (que está en territorio francés pero entonces pertenecía a Inglaterra) sin extenderse al resto de Francia.
En 1529 Londres sufrió un nuevo brote muy grave que obligó a Enrique VIII a disolver la corte y cambiar de residencia de forma periódica. El primer ministro Thomas Cromwell perdió a su familia (mujer y dos hijas) y otros cortesanos cayeron enfermos. Las cartas que el monarca escribía a Ana Bolena indican que el monarca creía que ella también estaba contagiada, razón por la cual le envió a uno de sus médicos personales; como sabemos, al final sobrevivió, igual que lo hizo otro ilustre personaje coetáneo, el cardenal Wolsey.
La epidemia se detuvo en la mitad septentrional de Inglaterra; Escocia se libró, pues, pero no Irlanda, donde la víctima más destacada fue el lord canciller Hugh Inge. Tampoco se pudo evitar que saltara a Hamburgo por uno de los barcos que arribaban a su importante puerto comercial; el coste humano fue de mil muertes en apenas una semana. Después se difundió desde Inglaterra a toda la costa báltica, tanto hacia Escandinavia como hacia el suroeste, afectando a ciudades como Estrasburgo, Frankfurt, Colonia, Marburgo, Gotinga, Amberes y Ámsterdam. El sur de Europa quedó a salvo, excepto la Confederación Suiza.

En general, esas epidemias eran tan mortales como efímeras: duraban una media inferior a dos semanas y luego desaparecían tan súbitamente como se habían presentado. El continente no volvió a sufrirlas, limitándose en lo sucesivo a suelo inglés, aunque es posible, según se deduce de los registros de enterramientos, que hubiera brotes menores en localidades europeas pequeñas. Es lo que pudo pasar con el siguiente en importancia, que fue en Shrewsbury en abril de 1551. Mató a un millar de personas antes de propagarse por el resto del país y desaparecer de pronto seis meses más tarde.
En 1644, un comerciante y anticuario llamado Martin Dunsford, militante de los Dissenters (un grupo religioso protestante contra la interferencia del Estado en la Iglesia típica del anglicanismo), publicó un libro titulado Memoirs of the Town and Parish of Tiverton en el que registra la incidencia de un brote en su localidad que mató a casi medio millar de vecinos. Pero se trata de una excepción porque no hay constancia de nuevos casos importantes a partir de 1578, salvo que se considere como sudor anglicus una enfermedad muy similar aparecida ocasionalmente en Francia, Italia y el sur de Alemania ya muy tardíamente, entre 1718 y 1947.
Conocida con el nombre de suette de Picardie (sudor de Picardía), presentaba síntomas por el estilo (alta sudoración, fiebre…), pero tenía un ritmo de brotes más elevado y no resultaba tan mortífera. Además, incluía una novedad: la aparición de miliaria, una dermatitis vesiculosa (con pústulas, por acumulación de sudor en los conductos ecrinos), para cuya singularidad algunos expertos proponen una explicación: los casos ingleses descritos por Caius habrían sido tan fulminantes -recordemos, unas pocas horas- que no dieron tiempo a que aparecieran esas erupciones cutáneas.

Por otra parte, la suette de Picardie -mejor documentada al ser más reciente y prolongarse hasta el siglo XX-, al igual que el sudor inglés, afectó especialmente al mundo rural y por tanto a individuos que dormían en el suelo o cerca, lo que sería un indicio de que la transmisión podría ser mediante las pulgas de los roedores; de hecho, ésa fue la conclusión a la que llegó la comisión científica que investigó un brote que enfermó a seis mil personas en 1906. Si, extrapolándolo, puede compararse con el sudor anglicus, entonces falta determinar cuál es el patógeno que transmiten las pulgas, piojos y garrapatas.
Y ahí no hay certezas, hoy por hoy. La autopsia practicada al príncipe Arturo en 2002 no pudo concretar las causas de su muerte y tampoco hay análisis de otros cuerpos afectados. El hecho de que los brotes solieran darse en verano llevó a teorizar sobre las afecciones de origen bacteriano de las aguas residuales y la deficiente higiene de otros tiempos, pero eso no explica por qué los niños no padecían el mal y tampoco coinciden todos los síntomas; otra cosa sería un solapamiento de más de una enfermedad, cosa factible.
La frecuencia estival también podría apuntar a la fiebre reincidente (o recurrente), que causan las bacterias del género Borrelia y transmiten los piojos y garrapatas. Sus síntomas coinciden con los del sudor inglés, sobre todo la aparición abrupta de fiebre, la profusa sudoración, y los dolores musculares y de cabeza, así como la mejoría transcurridas veinticuatro horas… El problema está en que los parásitos inoculan las bacterias por picadura y no consta que los enfermos tuvieran eczemas ni marcas de ello en la piel.

Puestos a descartar, tampoco es aceptada la hipótesis del cornezuelo del centeno, ya que ese cereal provocaba enfermedades a menudo en Europa continental pero era muy escaso en Inglaterra. Y no es demostrable por el momento, como apunta otra vía, que se tratara de una intoxicación por esporas de ántrax -presentes en los cadáveres de animales o en la lana cruda-, mientras no se exhumen cuerpos de víctimas que fallecieran a ciencia cierta de sudor inglés para su correspondiente análisis.
Por eso la información aportada por la suette de Picardie da pistas más aceptadas. Y es que los parásitos de los roedores suelen transmitir hantavirus, un tipo de virus de la familia Hantaviridae que se transmite mediante zoonosis (de animal a humano por saliva, excreciones y mordeduras) y suele producir dos tipos de afecciones: fiebre hemorrágica con síndrome renal (FHSR) y síndrome pulmonar por hantavirus (SPHV). Los síntomas coinciden más o menos con los del sudor anglicus -incluyendo la escasa o nula incidencia infantil- y el porcentaje de mortalidad se sitúa también entre un treinta y un cuarenta por ciento de los contagiados, no existiendo tratamiento efectivo.
Dada la capacidad de los hantavirus para mutar, posiblemente el que causó los brotes históricos no fuera exactamente igual que los actuales, pues éstos no desaparecen en un par de semanas como aquéllos, al igual que tampoco se suelen transmitir de una persona a otra (aunque habría que ver si las descripciones de Caius y otros son totalmente fidedignas). Algo parecido, excepto en la vía de contagio, se podría decir en caso de que se hubiera tratado de un influenzavirus, el causante de la gripe, que es otra sencilla pero letal posibilidad. El mundo de los microbios, incluidos los de otras épocas, sigue guardando celosamente sus secretos.
FUENTES
J.F.C. Hecker, The epidemics on the Middle Ages
Stephen Porter, The Sweating Sickness epidemic. Henry VIII’s great fear
Paul Heyman, Leopold Simons y Christel Cochez, Were the English Sweating Sickness and the Picardy Sweat Caused by Hantaviruses?
Charles Creighton, A history of epidemics in Britain
Encyclopædia Britannica, Sweating-Sickness
Wikipedia, Sudor inglés
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