En el año 181 a.C. Roma acometió la conquista de Celtiberia, en una serie de guerras que se prolongaron durante casi medio siglo y de las que el episodio más famoso quizá sea el asedio de Numancia. Éste se produjo en una segunda fase de la contienda, como resultado de lo que los romanos consideraron una vulneración del acuerdo de paz alcanzado veinte años antes: la ampliación de las murallas de Segeda, la ciudad de los belos, quienes ante la imposibilidad de impedir el enfrentamiento se aliaron con los arévacos e infligieron tan contundente derrota al cónsul Quinto Fulvio Nobilior que el Senado declaró nefasto aquel día y cambió la fecha del inicio del curso político.
Los celtíberos llevaban en la Península Ibérica desde el siglo XIII a.C. ( la Edad del Bronce) y se extendían por una zona no delimitada –«grande y desigual», en palabras de Estabón- de la Hispania Citerior que, con centro en las actuales provincias de Soria y Guadalajara, abarcaba partes de otras como Valladolid, Palencia, Burgos y Segovia, así como el extremo nororiental de Cuenca, el noroeste de Valencia y la mitad occidental de las aragonesas Zaragoza y Teruel, además del extremo meridional de La Rioja.
Su cultura aunaba elementos célticos e iberos, y los propios romanos los consideraban una mezcla de ambos. Entre ellos estaban los arévacos -los más fuertes, según Estrabón-, lusones, titios, pelendones y belos. Estos últimos, de los que se creía que eran descendientes de los ilirios, vivían en las mencionadas Soria y Zaragoza, cuyas fértiles tierras aprovechaban para una economía basada en la agricultura (cereales, cebada, olivos) y la ganadería (cabras, cerdos, ovejas), aparte de practicar una artesanía textil que fabricaba sagum (una especie de capote o manto), prenda que los legionarios adoptaron enseguida (era parecido al paludamentum pero menos elistista).
La relativa tranquilidad de los celtíberos se vio truncada después de que los romanos vencieran a los cartagineses y se quedaran con Hispania. No tardó en brotar una rebelión; fue en el 197 a.C., protagonizada por varios pueblos iberos que, a menudo, recurrían a los celtíberos como mercenarios. El cónsul Marco Porcio Catón consiguió reprimirla con dureza, expoliando luego todas las riquezas que pudo y despejando el camino para que los procónsules Lucio Emilio Paulo y Cayo Calpurnio Pisón conquistaran Lusitania. Entonces, en el 181 a.C., le llegó el turno a Celtiberia.
En esa empresa se sucedieron primero Quinto Fulvio Flaco y luego Tiberio Sempronio Graco (el padre de los célebres tribunos, que estaba casado con Cornelia, la hija de Escipión el Africano), unas veces por las armas, otras mediante pactos y algunas azuzando a unos pueblos contra otros al aprovechar sus enemistades ancestrales.
Pero unos años antes, en el 193 a.C., Quinto Fulvio Nobilior ya había derrotado a una gran coalición de los lusones con vacceos y vetones, capturando a su líder, el carpetano Hilerno, y haciendo que los supervivientes corrieran a refugiarse a Contrebia Belasca, una ciudad bela que también sufrió las consecuencias represivas.
La guerra con los celtíberos duró dos años, tras los que Sempronio Graco logró pacificar el territorio. Firmó entonces una serie de pactos con los belos y los titios, por los que éstos se comprometían a pagar un tributo anual y nutrir al ejército con auxiliarii a cambio de mantener cierta autonomía. Al menos ésa era la teoría porque en la práctica, como reconoció Polibio, se sometió a esos pueblos a una dura explotación que los empujaba a la pobreza y, para poder sobrevivir, se veían obligados a recurrir al bandolerismo eventual contra las localidades del sur, que estaban bajo protección de Roma.
La situación fue tornándose cada vez más difícil de sobrellevar y una de las cláusulas del tratado, que establecía la prohibición de amurallar las nuevas ciudades que fueran surgiendo, terminó por convertirse en el casus belli que buscaban los romanos para poner fin por la fuerza a aquellas incursiones.
Los belos empezaron a construir una ampliación de la muralla de Segeda, ya que no se trataba de algo nuevo sino de una obra de mejora, pero el Senado les denegó el permiso y además les exigió, como compensación, una renovación del impuesto de Graco, del que se les había exonerado tras la marcha de éste de Hispania.
«[La ciudad] atraía hacia sí a los habitantes de otras poblaciones menores y de este modo prolongó sus murallas en un círculo de cuarenta estadios». Esta frase de Apiano explica que el proyecto de los belos obedecía a la necesidad de solucionar el crecimiento que experimentaba Segeda y que, al igual que otras localidades como Contrebia Carbica, estaba pasando un proceso de sinecismo (término de origen griego usado para referirse a la unión física y política de una polis), no sólo con otras poblaciones belas sino también titias. Los romanos entendieron que eso originaba una urbe nueva y, por tanto, no tenía derecho a amurallarse.
Segeda era un oppidum situado en la actual comarca de Calatayud, entre Mara y Belmonte de Gracián (provincia de Zaragoza). Constituía su asentamiento más importante, hasta el punto de que incluso fabricaba su propia moneda desde el 170 a.C.; de hecho, el reseñado tributo lo pagaba en denarios de plata, aunque también emitieron ases y piezas de bronce. Los motivos decorativos numismáticos iban desde la inscripción Sekaida -que era como llamaban los nativos a Segeda- a una cabeza de lobo, un jinete con un ave, un jabalí, Pegaso o un busto de varón sin barba.
El Senado no se contentó con las exigencias planteadas y, viendo que los celtíberos estaban dispuestos a seguir a los lusos a la guerra, en el 153 a. C. envió un ejército para hacerlas efectivas. Estaba al mando del citado Quinto Fulvio Nobilior, elegido cónsul junto a Tito Annio Lusco, por lo que probablemente se trataba de una fuerza consular, superior a la que pudiera dirigir el pretor correspondiente. La integrarían dos legiones y otras tantas alas itálicas más un contingente importante de auxiliares iberos; en total, unos treinta mil hombres cuya inminente llegada sembró el pánico por no esperar nadie tamaña reacción.
Al igual que hicieron los titios, los belos dejaron su ciudad -la construcción de las defensas todavía estaba inacabada- para buscar refugio en Numancia, oppidum más fortificado de los arévacos, que se unieron a su incipiente insurrección eligiéndose como jefe común a un guerrero llamado Caro de Segeda. Nobilior aprovechó el abandono para destruir la localidad y a continuación se dirigió hacia Numancia, apoderándose de Ocilis (Medinaceli) durante el camino. La campaña parecía resultar tan fácil que, en un exceso de confianza, no imaginó que eso le iba a pasar factura y una emboscada le sorprendió en plena marcha.
Eran unos 20.000 guerreros y 5.000 jinetes celtíberos que cayeron de improviso sobre los desconcertados legionarios causándoles una masacre -6.000 bajas- con lo que que algunos estudiosos equiparan a la táctica empleada por Aníbal en la batalla del lago Trasimeno. El desastre sufrido por Nobilior se consideró tan grave que ningún general romano volvería a luchar -al menos voluntariamente- en la misma fecha, un 23 de agosto, por considerar nefasto aquel día. Así lo declaró el Senado, que además hizo otra curiosa modificación en el calendario.
Hasta entonces, el curso político empezaba en los idus de marzo (15 de ese mes; recordemos el asesinato de Julio César cuando se disponía a inaugurar la temporada), pero, a raíz de los acontecimientos ocurridos en Hispania y para poder nombrar con tiempo al nuevo cónsul encargado de afrontar la situación, se adelantó la elección de los cónsules a las calendas de enero (día 1), coincidiendo con el inicio del año, manteniéndose así en lo sucesivo. Tal fue la impresión que provocó en Roma la noticia de la derrota; y eso que, pese a todo, aquel choque pudo haber terminado con victoria.
Efectivamente, tras el impacto inicial del ataque de Caro, Nobilior reorganizó sus tropas y lanzó a la caballería en persecución de los celtíberos, logrando darles alcance antes de que obtuvieran seguridad tras los muros de Numancia; Caro murió en la refriega. La llegada de refuerzos en forma de jinetes y diez elefantes de guerra enviados por el rey númida Masinisa permitió a los romanos sitiar la ciudad. Probablemente la mayoría de aquellos hispanos nunca habían visto paquidermos, pero surgió un problema: como pasaba a menudo, los proboscidios que recibieron heridas se desmandaron y comenzaron a sembrar el caos en sus propias filas.
Los arévacos no dejaron pasar la ocasión e hicieron una rápida salida en la que capturaron a los elefantes y mataron a varios miles más de enemigos, para después continuar esa inercia victoriosa reconquistando Ocilis con todas las provisiones y pertrechos depositados allí. Nobilior pudo retirarse, aunque dejando un reguero de unidades aisladas que fueron cayendo una tras otra; eso, unido a los numerosos heridos que llevaba y a la escasez de víveres resultante de la pérdida de Ocilis, incrementó demasiado el número de bajas y finalmente fue sustituido en el consulado por Marco Claudio Marcelo, que asumía ese cargo por tercera vez, en el 152 a.C.
Marcelo ya conocía Hispania porque había sido pretor diecisiete años antes, habiendo dejado un buen recuerdo (entre sus hitos figura la fundación de Corduba, hoy Córdoba). Ahora aplicó una combinación de fuerza y negociación política para calmar los ánimos, pactando con los celtíberos una tregua basada en condiciones similares a las firmadas tiempo atrás por Sempronio Graco. Lamentablemente, el Senado no consideró adecuada esa política de mano tendida y se negó a ratificar el acuerdo con los arévacos cuando una delegación de éstos visitó Roma, destituyendo a Marcelo y nombrando en su lugar a Lucio Licinio Lúculo.
Lúculo tenía el encargo expreso de reanudar las hostilidades, pero no hizo falta: al enterarse de la noticia, Marcelo se le adelantó y logró que el enemigo, liderado por el arévaco Litennón, se sometiera sin condiciones entregando rehenes y tributos. Restablecidos los antiguos tratados, entregó a su sucesor una Celtiberia pacificada; al menos hasta el 143 a.C., año en el que Hispania volvió a entrar en ebullición por la revuelta lusitana de Viriato y la rebelión celtíbera que culminaría con el asedio de Numancia una dećada más tarde. Marcelo regresó a Roma, donde el pertinaz Senado le negó el derecho a un triunfo, si bien no le importó demasiado porque ya había recibido dos anteriormente.
Si el recuerdo de la segunda guerra celtíbera pervivió en Roma con esa reforma del calendario político que reseñamos, en Hispania también ha trascendido hasta la actualidad gracias al recuerdo de la Vulcanalia, es decir, la fiesta celebrada en honor de Vulcano, el dios del fuego, que el 23 de agosto continuaba el ciclo agrario iniciado con la Consualia dos días antes y seguido el 25 por la Opiconsiva y el 27 por la Volturnalia. Es fácil entender que tenían lugar en pleno verano (antes, en julio, habían tenido lugar la Lucaria, Neptunalia y Furrinalia) debido a que era cuando más riesgo de incendio había para las cosechas. Por esa razón se encendían hogueras a las que se arrojaban animales en sacrificio, como peces vivos del Tíber.
El caso es que la coincidencia de las Vulcanales con la batalla entre romanos y celtíberos que hemos explicado ha pervivido en forma de una recreación histórica en el municipio zaragozano de Mara, que se lleva a cabo cada año en el sábado más cercano a esa fecha del 23 de agosto. Durante la jornada, declarada Fiesta de Interés Turístico, se escenifica la batalla, se ofrece un programa de música y comidas celtíberas, y se organizan visitas guiadas al yacimiento arqueológico de Segeda. Ni Caro ni Nobilior lo hubieran imaginado jamás.
Fuentes
Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación | Polibio, Historias | Diodoro de Sicilia, Biblioteca histórica | Apiano, Historia romana. Las guerras ibéricas | Gregorio Carrasco Serrano (coord.), La romanización en el territorio de Castilla-La Mancha | Gregorio Carrasco Serrano (coord.), Los pueblos prerromanos en Castilla-La Mancha | Alberto J. Lorrio, Los Celtíberos | Gregorio Carrasco Serrano, La ciudad romana en Castilla-La Mancha | José Manuel Roldán Hervás, Historia Antigua de España I. Iberia prerromana, Hispania republicana y altoimperial | Sergei Ivanovich Kovaliov, Historia de Roma | Wikipedia
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