Aunque España fundó un Tercio de Extranjeros en 1920 imitando a la Legión Extranjera Francesa, posteriormente rebautizado Legión Española, hubo unos años en los que Francia traspasó la suya al gobierno español. Ese curioso episodio tuvo lugar en 1835 y la causa era participar bajo bandera hispana en la Primera Guerra Carlista defendiendo el régimen liberal que encarnaba la reina Isabel II. Fueron seis mil hombres que, al mando del mariscal Joseph Bernelle, combatieron durante tres años hasta que en 1838 se decretó la disolución oficial de lo que en nuestro país recibió el nombre de División Auxiliar Francesa.
Aquella seminal Guerra Carlista fue el resultado de la crisis sucesoria surgida a la muerte del rey Fernando VII en 1833. El monarca había designado heredera a su hija Isabel, lo que presentaba un doble problema: por un lado, apenas tenía tres años de edad, lo que obligaba a establecer una regencia en la persona de su madre, María Cristina, a la que los sectores absolutistas consideraban manejada por los liberales; por otro, Isabel era una niña, algo que chocaba con la Ley Sálica, que daba preferencia a los varones y por eso el hermano del difunto soberano, Carlos María Isidro, reivindicaba su derecho al trono.
Para ser exactos no se trataba de una ley sálica propiamente dicha porque ésta era ajena a la tradición española y las Cortes de Castilla la rechazaron cuando les fue presentada por Felipe V de Borbón en 1712. Era una Ley de Sucesión Fundamental instaurada por ese monarca tras vencer en la Guerra de Sucesión al candidato de los Habsburgo con la idea de bloquear un posible retorno de dicha dinastía por vía matrimonial. Décadas más tarde, estando ya los borbones plenamente asentados en el trono de España, Carlos IV la suprimió.
Sin embargo, faltó el último paso; las Cortes que debían refrendar esa decisión nunca fueron convocadas ante el temor de que dieran lugar a un proceso revolucionario como el de Francia de 1792 y eso, combinado con la dificultad de Fernando VII para procrear -no lo consiguió hasta los últimos años de su vida- llevó a que designase heredero a su hermano. Y éste no se resignó a verse relegado cuando por fín nació Isabel. Mientras vivió el rey se contuvo, pero en cuanto faltó se autoproclamó sucesor y empezó la guerra civil.
Debido a su implicación en una trama subversiva, Carlos María Isidro estaba exiliado en Portugal, acogido por el absolutista Miguel de Braganza. Éste reinaba tras haber derrocado a su sobrina María en 1828, siendo en el país luso donde el español lanzó su Manifiesto de Abrantes. Los portugueses, al igual que los españoles, se habían polarizado en dos bandos irreconciliables: por un lado los absolutistas, tradicionalistas, partidarios del poder total del monarca, que se agruparon en torno al carlismo; por otro los liberales, que estaban a favor de una monarquía constitucional y eran conocidos como cristinos o isabelinos por los respectivos nombres de la reina regente y su hija.
El contexto internacional apoyaba a estos últimos; los tiempos habían cambiado respecto a aquel Congreso de Viena postnapoleónico que originase la creación de una Santa Alianza europea defensora del absolutismo. En Francia, una de sus integrantes, la caída de Carlos X había dejado paso a la llamada Monarchie de Juillet que encabezaba Luis Felipe de Orleans, quien necesitaba que los absolutistas galos no recibieran apoyo desde España, razón por la que se alineó con Reino Unido en la defensa de un nuevo régimen liberal para el país. Cuando María II recuperó el trono portugués en 1834, se unió a esas tres naciones para formar la Cuádruple Alianza.
El estallido bélico en España hizo que dicha alianza acordase el envío de tropas de refuerzo a la regente María Cristina y así fueron llegando la Legión Auxiliar Británica y la División Auxiliar Portuguesa. Los franceses destinaron a esa misión seis de los siete batallones que formaban la Legión Extranjera, fundada en 1831 para afrontar las guerras coloniales, especialmente en Argelia. La costumbre era que cada uno de ellos se formara con voluntarios del mismo origen (aunque con oficiales galos) y el 4º constituyó toda una idea por ser el más adecuado para servir en España al estar integrado por españoles.
Las formalidades obligaron a licenciar el cuerpo primero en Francia para después traspasárselo al país vecino mediante un acuerdo que se firmó en junio de 1835. Los soldados viajaron con su equipamiento y manteniendo sus salarios, que asumiría el gobierno español, mientras que el traslado desde Argel y Orán corrió a cargo de buques franceses. Los oficiales no estaban obligados a aceptar aquella misión y los galos podían no ir pero a costa de perder el grado alcanzado en la Legión (para evitarlo, se les prometieron incentivos y ascensos), mientras que los extranjeros serían despedidos sin indemnizar.
Al final aceptaron 123 oficiales. A los 4.021 hombres iniciales se les sumaron luego otros efectivos que dejaron el número total en torno a 5.000, aunque luego veremos que fueron más. Todos quedaron bajo el mando de Joseph Bernelle, un veterano de Waterloo y otras campañas napoleónicas que era coronel de la Legión en Argelia y fue ascendido a general para la ocasión, si bien el gobierno de Madrid le nombró mariscal de campo, rebautizando la unidad con el nombre de División Auxiliar Francesa e incorporándola al Ejército Español.
Desembarcaron en Tarragona a mediados de agosto, tras hacer una escala en Palma de Mallorca. Bernelle no era partidario de la segregación de la tropa por nacionalidades, así que lo primero que hizo fue mezclar a los soldados, aunque manteniendo el francés como idioma común de la División. Y es que se trataba de un conjunto bastante variopinto, característico de la idiosincrasia de la Legión Extranjera, en el que figuraban suizos, italianos, alemanes, polacos, ex-bonapartistas, borbonistas, demócratas, constitucionalistas, nobles, delincuentes, desertores…
Algunos ya conocían España, bien por haber nacido allí, bien por haber tomado parte en la intervención de 1823 que puso fin al Trienio Liberal-los Cien Mil Hijos de San Luis-, pero todos contaban con amplia experiencia bélica. Los carlistas les pusieron los argelinos como apodo, debido a su procedencia; sin embargo, resulta más divertido el adjudicado por el clero hispano, los come-niños, dado que servían al odiado liberalismo y además no tenían un comportamiento precisamente ejemplar (entre otras cosas, bebían en exceso -cosa habitual en el mundo militar de entonces- y se declaraban en broma adoradores de Baco, el dios romano del vino, alarde de paganismo que para los religiosos era otro motivo de repulsa).
Decíamos que el número de soldados se incrementó; hasta unos 6.000 concretamente. Eso fue, en parte, gracias al aporte de los popularmente conocidos como voluntarios de Isabel II o la legión de Suarce, en alusión a su líder, el barón de Suarce. Era éste un coronel francés que había mandado un cuerpo de voluntarios franceses en Portugal -enviado en ayuda de María II- y que acordó con el embajador español en París el reclutamiento de un par de batallones para colaborar con el régimen liberal en su lucha contra los carlistas.
Se le unieron todos los que no habían podido alistarse en la División Auxiliar Francesa, pasando a España desde Pau y estableciendo su campamento en Jaca, junto al de los legionarios, a mediados de septiembre. La organización fue tan desastrosa que, faltos de sueldo y provisiones, los voluntarios terminaron sublevándose. La tensa situación se solventó con la expulsión de los cinco cabecillas y la disolución del cuerpo, del que tres cuartas partes regresaron a Francia y los miembros restantes, 264 hombres, se incorporaron a la División Auxiliar.
Todo estaba dispuesto para que la gente de Bernelle entrara en liza. La idea inicial era enviarla al corazón del carlismo, Navarra y las provincias vascas, ante el fracaso de la solicitud del gobierno a París para que movilizase un ejército que ocupase esa zona temporalmente, tal cual había pasado con los mencionados Cien Mil Hijos de San Luis. Los franceses entendieron que esta vez no tenían los apoyos de entonces (la mayor parte del clero y el mundo rural, vivero absolutista que en 1823 los recibió bien, era ahora el enemigo) y prefirieron no arriesgarse a intervenir de forma oficial.
Al final, los legionarios fueron desviados a Lérida para cerrar el paso a la expedición que mandaba Juan Antonio Guergué y Yániz, comandante general carlista de Aragón y Cataluña. Se dividieron en dos columnas de tres batallones cada una, la primera a las órdenes del teniente coronel Joseph Conrad (no confundir con el escritor homónimo) y la segunda a las de Bernelle en persona. Conrad era francés alsaciano, nacido en Estrasburgo, y militar de carrera; ya conocía España por haber sido destinado allí durante la invasión napoleónica primero (resultó herido en la batalla de Fuentes de Oñoro) y la de 1823 después.
Salvo cuatro compañías que colaboraron en el asedio al fuerte de Guimerá, consiguiendo su rendición (y donde llevaron a cabo una fea represión contra la población local, fusilando a decenas de vecinos colaboracionistas con el carlismo), los legionarios quedaron repartidos entre las diversas guarniciones para reforzarlas, algo que no gustaba a Bernelle por el efecto que la medida pudiera tener sobre la disciplina, ya que sabía que los carlistas trataban de atraer a su bando a muchos legionarios. Al final logró el reagrupamiento y traslado de la División a Aragón.
La nueva misión consistía en defender la frontera aragonesa con Cataluña ante un posible ataque carlista desde esa última. Reforzados con los efectivos de Suarce, se enfrentaron a la citada columna de Guergué, que regresaba a Navarra tras una triunfal marcha que los isabelinos no habían podido atajar. La División sí consiguió evitar que se apoderase de alguna ciudad de la región, agravando uno de los grandes fracasos del carlismo: quedar constreñido al mundo rural al no poder hacerse con ninguna urbe importante, algo que le exigían los bancos europeos para concederle financiación.
En enero de 1836 parte de los legionarios llegaron a Vitoria y contribuyeron a la victoria en la batalla de Arlabán, que fue efímera porque enseguida tuvieron que abandonar las posiciones conquistadas. Fue entonces cuando se produjo un grave enfrentamiento entre Bernelle y Conrad porque éste exigía poder desempeñar las funciones propias de su cargo de coronel, que el otro tendía a acumular en su persona. Los superiores dieron la razón a a su jefe y Conrad dimitió, regresando a Francia para reclutar más efectivos.
No obstante, ese verano las cosas se invirtieron y Bernelle, enfermo, pidió el relevo. Conrad no sólo recuperó el puesto sino que ascendió a brigadier y tomó el mando junto a Lebau. Se rumoreaba que la causa del desacuerdo fue el interés que Tharsile Bazin, la joven esposa de Bernelle, mostraba hacia los oficiales más apuestos, especialmente el comandante Horain, y el empeño de su marido de mantenerla a su lado pese a que había montado una especie de corte a su alrededor. Cabe decir al respecto que se la apodaba la generala entre otros motes todavía más reveladores, como la princesa de Larrasoaña (en referencia al pueblo donde el mariscal había establecido su estado mayor) o Isabella III, princesa de Navarra, reina de la Legión.
Pero, enfermedad al margen, parte del retiro se debió al descontento que había con Bernelle, cuya labor resultaba controvertida: aplicaba una disciplina brutal con castigos físicos, nombraba oficiales a sus parientes -hasta cinco, entre ellos dos hijos y un primo- y encima se dotó de una escolta personal de zapadores barbudos, al estilo napoleónico. Además, su tenaz insistencia en pedir más y más dinero para reforzar la unidad, en su aspiración de convertirla en todo un regimiento, terminó por hacerle chocar con el gobierno español y provocar su salida, volviendo a Argelia.
Conrad retornó en agosto con otro batallón. Inicialmente iba a ser otra división, lo que suponía unos 6.000 hombres más, pero al final fueron retenidos y enviados a Argelia debido a un giro inesperado en la política española: la sublevación de parte de la Guardia Real -el llamado Motín de los Sargentos- en agosto de 1836 supuso la caída del gobierno moderado (conservador) y la subida del progresista junto con la restitución de la Constitución de 1812. Además, el general carlista Miguel Gómez Damas acometió una expedición por territorio isabelino, todo lo cual parecía amenazar la estabilidad del régimen.
No obstante, la suma de esos refuerzos a la labor de Bernelle -eficaz en lo militar, mala en lo administrativo- convertía a la División en una fuerza más que respetable. Ahora contaba con artillería (seis cañones de montaña y otros tantos obuses) y caballería (incluidas dos compañías de lanceros), así como con una ambulancia de campaña. Al operar tan cerca de la frontera de Francia, se les aprovisionaba desde allí, por lo que estaban bien equipados y todo eso, unido a la fiereza que mostraban al entrar en liza, les permitió obtener algunas victorias menores.
Ese espíritu agresivo no se debía únicamente al adiestramiento sino también a la necesidad de supervivencia, ya que la Primera Guerra Carlista fue una contienda feroz y sanguinaria en la que no se hacían prisioneros y se fusilaba incluso a los civiles del bando contrario. Esa situación no se relajó un poco hasta que los británicos ejercieron una intercesión entre ambos bandos, logrando que en abril de 1835 firmasen el Convenio Eliot -nombre alusivo al mediador designado- para que en lo sucesivo canjeasen sus respectivos cautivos en vez de ejecutarlos (no siempre por fusilamiento; en alguna ocasión se hizo a bayonetazos).
El problema era que los carlistas no concedían a los extranjeros el status de combatientes (de la misma forma que los isabelinos no aplicaban lo pactado a los carlistas apresados fuera de Navarra y provincias vascas), por lo que los excluían de la aplicación del convenio y los ajusticiaban nada más capturarlos, a veces con torturas previas para sonsacarles información. Eso provocó que los legionarios hicieran lo mismo con ellos, sin contar que en batalla luchaban hasta la muerte, conscientes de que era el destino que les esperaba de todas maneras. Fue necesaria una segunda negociación para ampliar el convenio a todos los participantes.
Ahora bien, no todo resultó tan positivo como cabía esperar. El gobierno se retrasaba continuamente en los pagos y eso repercutió en la moral de la tropa, que estaba sin salarios, víveres ni equipos, por lo que menudearon las deserciones en un momento en el que la División había sido enviada a Pamplona. Fue entonces cuando dimitió el primer sustituto de Benelle, el coronel Lebau, quedando Conrad al frente de la unidad. Él mismo fue tentado por los carlistas para que cambiase de bando y dirigiese el Batallón de Argelinos, que habían formado con los numerosos legionarios desertores, aunque rechazó la oferta pese a que se decía que la única razón que le mantenía en España era cobrar los atrasos que le debían.
Su primera preocupación era obtener provisiones para alimentar a los soldados, por lo que se centró en realizar pequeñas incursiones con ese fin. Luego, para conseguir dinero con que pagarles, pedía rescates por los prisioneros. Aun así, tres centenares de hombres abandonaban la División cada mes entre defecciones y licenciaturas dejando en 4.000 hombres el número de efectivos, lo que obligó a reestructurar los siete batallones en sólo tres. Poco después se quedaron en dos, más un par de escuadrones de lanceros y una batería de artillería, que no resultaron decisivos en las operaciones previas a la batalla de Oriamendi.
Las perspectivas no eran halagüeñas. A mediados de mayo de 1837 el pretendiente Carlos María Isidro comenzó la conocida como Expedición Real, que tenía como objetivo tomar Madrid atravesando Aragón y Cataluña para ir sumando efectivos sobre la marcha a sus quince batallones y mil jinetes. En la práctica sólo se le sumó el ejército del general Ramón Cabrera, pero las tropas isabelinas estaban dispersas y desconocían que ruta seguía el enemigo, por lo que no fueron capaces de frenar su avance. Lo más que pudieron hacer fue enviar un contingente en su persecución, formado por una brigada de caballería, la división del general Antonio van Halen y los dos batallones de Conrad.
Los carlistas les derrotaron en Huesca y Conrad tuvo que unirse al ejército del general Oraá, que de nuevo se enzarzó con el enemigo en Barbastro; irónicamente, frente a los legionarios estaban sus antiguos compañeros, ahora integrados en el Batallón de Argelinos, lo que no fue óbice para que la lucha fuera despiadada. Se impusieron los carlistas, que forzaron a los otros a retirarse en desbandada. Conrad trató de frenar a los suyos y contraatacar esgrimiendo su sombrero con la punta de un sable, pero eso sólo atrajo la atención de los tiradores enemigos, que le alcanzaron mortalmente en la cabeza.
Las bajas dejaron a la División Extranjera Francesa reducida a un único batallón, unos 800 soldados al mando del capitán François Achille Bazaine, que no tardó en ceder el puesto al teniente coronel Cros d’Avena. La Expedición Real no pudo tomar Madrid ante la inminente llegada a marchas forzadas de un ejército dirigido por el general Espartero. Pero la situación era crítica para la División Extranjera; el 10 de junio fue disuelta la Legión Auxiliar Británica y no parecía que la Francesa fuera a tener un futuro mejor, especialmente después de que varios oficiales solicitasen volver a su país; su propio jefe fue uno de ellos y en agosto pasó el testigo al teniente coronel Ferrary, cuyo primer escollo fue asistir -sin intervenir- al motín de los soldados españoles del general Pedro Sarsfield, al que mataron porque también estaban sin pagas ni suministros.
Pese a carecer del carisma de Conrad, Ferrary logró mantener la disciplina e intervino en la desarticulación de una nueva sublevación, ocurrida esta vez en Jaca. Pero al empezar 1838 ya sólo quedaban dos compañías, cuya labor más mencionable fue realizar una colecta para sufragar una tumba adecuada para su antiguo jefe; al fin y al cabo había dejado tan gran recuerdo que sus dos hijos fueron apadrinados por el príncipe heredero, Fernando Felipe de Orleans. Fue un bonito final porque, a finales de año, el gobierno español decidió poner fin a la menguada presencia de la División Extranjera Francesa en España.
Tal como temían, sus integrantes (63 oficiales y 159 soldados) regresaron a su país habiendo cobrado apenas un trimestre de lo que se les adeudaba. Algunos pasaron a la vida civil, otros se reengancharon en la Legión Extranjera -junto a no pocos carlistas exiliados- y otros en el Ejército, perdiendo, eso sí, los ascensos obtenidos en la aventura española. En la primavera de 1839 se fueron los últimos legionarios que quedaban, los artilleros. Entretanto, la guerra todavía continuaría más de un año, hasta que por el Convenio de Vergara los carlistas arrojaron la toalla y el pretendiente vio esfumarse su sueño de reinar.
Fuentes
Emilio Condado Madera, La intervención francesa en España, 1835-1839 | Román Oyarzun, Historia del carlismo | Paul Azan, La Légion étrangère en Espagne, 1835-1839 | Douglas Porch, The French Foreign Legion | Martin Windrow y Gerry & Sam Embleton (ilust.), French Foreign Legion 1831-71 | Wikipedia
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.