En el artículo que dedicamos a la batalla de Vercelas (101 a.C.) explicamos cómo Cayo Mario se ganó el apodo de Tercer fundador de Roma al impedir la invasión de facto que suponía la emigración de una coalición de pueblos germanos hacia la península itálica. Aquel episodio dejó una serie de historias subsidiarias, dos de las cuales fueron protagonizadas por el mismo personaje: Quinto Servilio Cepión, que en la primera -la más jugosa, sin duda- incautó a los bárbaros un fabuloso botín del que luego fingiría su robo para quedárselo, tal como se le acusó, y en otra resultó desastrosamente derrotado por el enemigo en la batalla de Arausio.

A los aficionados a la historia de Roma les resultará familiar el nombre de Quinto Servilio Cepión porque tres hombres de tres generaciones sucesivas alcanzaron fama con él. El primero fue el cónsul que combatió a Viriato en Hispania durante las llamadas Guerras Lusitanas, contratando a unos asesinos para que lo mataran y negándose luego a pagarles lo prometido con una de esas frases que pasaron a la posteridad pese a ser apócrifa: «Roma no paga a traidores»; por cierto, el Senado consideró impropia esa forma de solventar la rebelión lusitana y le negó a Cepión el triunfo militar en la metrópoli.

Otro que se llamó igual fue su nieto, aunque en su caso no tanto por actos propios como por haber tenido con su esposa Livia una hija que, siguiendo la costumbre, llevaba el nombre de su gens, Servilia, quien fue la amante de Julio César. Cabe añadir como curiosidad que su madre, tras divorciarse de Cepión, se casaría con Marco Porcio Catón y juntos tendrían otro hijo célebre, Catón de Útica, enconado opositor a César por considerarlo un dictador en potencia.

Pero el Quinto Servilio Cepión que nos interesa aquí es el que se sitúa cronológicamente entre los anteriores, hijo del primero y padre del segundo, nacido en torno al año 150 a.C. En su cursus honorum figura haber sido pretor de la Hispania Ulterior, donde, como su progenitor, combatió a los lusos entre el 110 y el 108 a.C. Así lo reseñan los Fasti Triunfales (listas que recogían los triunfos anuales de los magistrados), el escritor Valerio Máximo en su obra Factorum et dictorum memorabilium y el historiador Eutropio en su Breviarium historiae romanae.

Dos años más tarde obtuvo el consulado junto a Cayo Atilio Serrano (al que Cicerón calificaba de «stultissimus homo«, expresión que no hace falta traducir). En ese cargo aprobó una controvertida ley, la Lex Servilia, por la que se otorgaba a los miembros de la clase senatorial el control de los tribunales en exclusiva, en detrimento de las competencias que hasta entonces tenían también los equites, anulando así lo dispuesto por la Lex Sempronia dos décadas antes. Pese a que contó con el apoyo de un orador tan ilustre como Lucio Licinio Craso, sería derogada pronto, en el 104 a.C., por su pariente Cayo Servilio Glaucia.

En el 107 a.C. saltaron las alarmas en la frontera norte: cimbrios, teutones y ambrones habían iniciado una emigración en busca de nuevas tierras y, durante su marcha, fueron incorporando a otros pueblos de manera que aquella colosal coalición, después de que los romanos les negaran un lugar donde asentarse, pasó a convertirse en un peligro para la integridad de sus dominios: primero en la Galia, después en la misma Italia. El cónsul Lucio Casio Longino, que había acudido a su encuentro con la orden de detenerlos, murió en una emboscada y dejó la situación todavía más delicada.

Al año siguiente, Quinto Servilio Cepión fue nombrado procónsul de la Galia Narbonense, que había sido parcialmente ocupada por los cimbrios, logrando éstos sublevar a los galos tectósages de Toulouse contra el poder romano. Cepión marchó contra ellos desde Narbona al mando de ocho legiones, asaltó la rica ciudad y procedió a realizar un tremendo saqueo de casas y santuarios que se sublimó con el hallazgo, sumergido en los lagos cercanos, de cincuenta mil lingotes de oro y diez mil de plata, incluyendo piedras de molino de ese metal macizo.

Al parecer, era el tesoro que los escordiscos (una tribu de Panonia) y los citados volcas tectósages habían robado del templo de Apolo en Delfos en el 279 a.C., durante la invasión gala de los Balcanes. El importe total del oro ascendía a quince mil talentos, por otros tantos el de plata, aproximadamente, por lo que, igual que pasaría siglos después con el Tesoro de Decébalo, no extraña que se le diera nombre propio: el Aurum Tolosanum u Oro de Tolosa (Toulouse). Y como suele pasar, esa fortuna llevaba aparejada una maldición.

Dada su procedencia de un lugar santo, su robo se consideró un sacrilegio y, como explica Aulo Gelio, dio origen a una serie de leyendas fatídicas sobre el destino de sus poseedores. Así, el caudillo galo Breno, que fue quien dirigió la campaña, habría muerto durante el regreso tras una larga agonía a causa de las heridas que recibió. Los romanos recuperaron la cuestión de la maldición como arma propagandística contra los galos sin imaginar que pronto tendrían ocasión de aplicarla en su propio perjuicio.

Y es que el Aurum Tolosanum nunca llegó a Roma. Al menos al completo, ya que la plata sí se recibió pero no el oro, que durante su traslado a Massalia (Marsella), donde debía ser embarcado, fue robado por una partida de bandidos que además se encargaron de no dejar testigos asesinando a la cohorte encargada de su custodia. La operación fue impecable; tanto, que no tardaron en circular especulaciones sobre la autoría; ¿quién conocía el itinerario de la caravana y tenía capacidad para organizar un grupo de ladrones lo suficientemente numeroso como para eliminar a los vigilantes y llevarse cuatro centenares y medio de carros?

Todos los rumores apuntaron al mismísimo cónsul; nadie más parecía tener la información y los medios necesarios para una operación de tal magnitud, al menos a ojos de los romanos. De hecho, pese a la enorme dificultad que suponía llevarse y esconder un botín así, nunca se pudo localizar ni recuperar. La tradición dice que quedó en manos de la familia, que lo guardó discretamente pasando de generación en generación hasta el último heredero de los Servilio Cepión por vía materna, que fue un personaje muy conocido.

Se trataba de Marco Junio Bruto, hijo que tuvo la nieta de Cepión, la mencionada Servilia, y destinatario de otra de esas frases inmortales: el famoso «Tu quoque, Brute, fili mi» (Tú también, Bruto, hijo mío) que, entre otras variantes literarias, le habría dicho un agonizante Julio César en su último suspiro, desalentado al descubrir su participación en el magnicidio. En cualquier caso, de ser cierto que el cerebro del robo fue Cepión, éste disfrutaría antes que Bruto de las riquezas que obtuvo y las habría blanqueado, según algunos, adquiriendo numerosas propiedades en la Galia Cisalpina a nombre de testaferros.

En el 105 a.C., ante la amenaza directa de los cimbrios, se envió al cónsul Cneo Malio Máximo con otro ejército. Teóricamente, dado el cargo que tenía, debía recibir el imperium, el mando supremo; pero se trataba de un Homo novus, expresión utilizada entonces para designar a los hombres que eran los primeros de su familia en acceder al Senado y el consulado, a menudo por proceder de la nobleza rural y no pocas veces de ascendencia plebeya. De hecho, Malio había tenido la desfachatez de autoconcederse el cognomen de Máximo, toda una provocación para el patriciado romano.

A pesar de que Cicerón le consideraba poco menos que un inútil, logró ser elegido para la alta magistratura junto a Publio Rutilio Rufo y llegó a la Galia con una imagen de arribista que llevó a Cepión a negarse a colaborar con él. Consecuentemente, divideron la provincia en dos partes, una para cada uno, la oriental para Malio y la occidental para Cepión, con frontera en el Ródano. Tenían pensado operar por separado, pero la noticia de la derrota sufrida por el legado Marco Aurelio Escauro ante los cimbrios obligó a Cepión a ceder y unir sus fuerzas a las consulares, más por miedo a que el otro se llevase la gloria en solitario que por convicción táctica.

Sus tropas llegaron a Arausio (actual Orange, Francia), donde esperaban las de Malio, pero su jefe ordenó acampar aparte, entre el campamento del cónsul y el enemigo -formado por una coalición de cimbrios, teutones, ambrones y tigurinos-, con la idea de que eso le facilitaría entrar en combate antes y tener así la oportunidad de obtener la victoria sin ayuda del otro. De hecho, Cepión expulsó a los embajadores bárbaros que le pidieron negociar la entrega de tierras para asentarse pacíficamente, enfadado porque Malio sí los había recibido, y a continuación inició el ataque por su cuenta, en lo que iba a ser una de las mayores catástrofes militares de la historia de Roma, comparable a la de Cannas.

Las siete legiones de Cepión y las nueve de Malio fueron aniquiladas sin que sus generales fueran capaces de cooperar ni en tan dramáticas circunstancias: arrinconados entre los germanos y el Ródano, entre sesenta mil y ochenta mil legionarios perdieron la vida, cuentan autores clásicos como Valerio Antias o Publio Rutilio Rufo; los historiadores actuales calculan menos, unos veinte mil (entre ellos Quinto Sertorio, futuro rebelde en Hispania, que pudo huir malherido nadando por el río sobre su escudo), y también corrigen la cifra de supervivientes, que no sería una exigua decena sino unos miles.

En cualquier caso, la hecatombe se reflejó en la época de forma muy expresiva, marcando la fecha como nefasta o, en un plano más mundano, aludiendo a la innumerable cantidad de viudas y huérfanos que tuvieron que recurrir a la mendicidad, al carecer de los ingresos paternos. Malio mismo perdió a sus hijos en la batalla y al regresar a Roma se le condenó a la pérdida de su cargo y a destierro bajo «prohibición de agua y fuego» (es decir, que no se le podía facilitar amparo), según la Lex Maiestatis. Le sustituyó Cayo Mario, pero de forma ilegal puesto que fue elegido in absentia -en ese momento era procónsul en África, donde combatía a Yugurta- y además por tres años.

Cepión también tuvo que rendir cuentas. A las que se le exigieron por el desastre se unieron las del Aurum Tolosanum, que pasó a convertirse en un verdadero clamor y retomó la idea del oro maldito. El tribuno de la plebe Cayo Norbano Balbo fue el encargado de ejercer la acusación ayudado por Lucio Apuleyo Saturnino. Seguidores ambos de Mario -otro Homo novus-, culparon a Cepión de incompetencia y abandono del deber, malversación aparte, ante el Concilium Plebis (asamblea popular). No fue fácil porque Balbo también era un «hombre nuevo» y el Senado trató de defender al procónsul como si aquello se tratase de un juicio de clase. Además el acusado tuvo como abogado a Lucio Licinio Craso, de quien ya dijimos antes que se trataba de un excelso orador.

Sin embargo, la catástrofe militar, el robo del oro y el creciente aura de Cayo Mario constituyeron un muro insalvable, hasta el punto de que no sirvió de nada el intento de vetar el proceso que hicieron otros dos tribunos. Cepión terminó declarado culpable y la pena impuesta resultó muy dura: se le retiraron sus poderes, quedó privado de la ciudadanía romana, sus propiedades fueron confiscadas y se le impuso una enorme multa de quince mil talentos, cantidad que superaba el monto de la hacienda de Roma y que por ello nunca se pudo cobrar.

Las fuentes dan tres versiones distintas sobre lo que pasó con Quinto Servilio Cepión. Una dice que murió en prisión y su cuerpo fue mutilado por un verdugo antes de ser exhibido en las Gemonías (unas escaleras que conectaban el Foro con el Palatino y se usaban como patíbulo). Otra, que escapó ayudado por un amigo, el tribuno Lucio Antistio Regino. Y una tercera que marchó al exilio bajo las mismas condiciones que Malio -prohibición de agua y fuego-, falleciendo en Esmirna (en la actual Turquía) en una fecha indeterminada.

A manera de epílogo, cabe añadir tres datos. El primero es, una vez más, la pervivencia que tuvo la leyenda de la maldición. A ella responsabilizaron de la derrota en Arausio autores como Estrabón y Pompeyo Trogo, e incluso arraigó entre los romanos un aforismo que decía «Aurum Tolosanum habet«, traducible como «Tiene el oro de Tolosa», en el sentido de que un fatal destino esperaba a quien se enriqueciera ilícitamente. Por eso los descendientes de Cepión acabaron mal: según el historiador Timágene de Alejandría, sus hijas, privadas de medios de vida tras la muerte de su hermano varón por enfermedad en el 90 a.C., tuvieron que dedicarse a la prostitución. Y una nieta, como vimos, fue la madre de un magnicida.

El segundo dato es que un garrafal error estratégico de los germanos, al no atacar inmediatamente Italia cuando estaba relativamente indefensa, permitió a Cayo Mario ganar tiempo para efectuar una reforma integral del ejército -las célebres reformas marianas-, reorganizar las legiones y entrenarlas para que funcionaran como una auténtica máquina bélica. De ese modo, aplastó al enemigo en las batallas de Aquae Sextiae y Vercelas, poniendo fin a la amenaza.

El último dato es que la plata del Aurum Tolosanum que sí llegó a Roma se empleó en comprar terrenos en Sicilia, Acaya y Macedonia para fundar colonias romanas. Así que, pese a todo, Cepión sí aportó algo positivo a su historia.


Fuentes

Cornelio Tácito, Anales | Valerio Máximo, Hechos y dichos memorables | Eutropio, Breviario | Aulo Gelio, Noches áticas | Francisco García Campa, Cayo Mario. El Tercer Fundador de Roma | Sergei Ivanovich Kovaliov, Historia de Roma | Pierre Grimal, La formación del Imperio Romano. El mundo mediterráneo en la Edad Antigua | Mike Duncan, Hacia la tormenta. El comienzo del fin de la República Romana | Wikipedia


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