En sentido estricto, el término genocidio no se formuló hasta 1939, definiéndose jurídicamente como delito en 1948. Sin embargo, como concepto (exterminio deliberado y sistemático de un grupo humano) es posible reconocerlo en algunos episodios históricos, unos a gran escala y otros a menor. Uno de los que suelen citarse de la Antigüedad es la conquista de la Galia por Julio César, quien, entre otras acciones, en el 53 a.C. llevó a cabo una intencionada aniquilación casi total del pueblo eburón para vengar la catastrófica masacre de siete mil legionarios romanos el año anterior en la batalla de Aduátuca.

Aduátuca era lo que entonces se llamaba Atuátuca Tungrorum, un lugar indeterminado del valle belga del Geer, entre las actuales Tongeren y Lieja. Decimos indeterminado porque, pese a que el nombre aparece identificado en las fuentes documentales, hay ciertas contradicciones.

Así, en tiempos de César sólo era un castellum o fuerte militar, ya que la ciudad como tal no fue fundada hasta cuarenta años más tarde. El propio César se refiere al sitio como «un oppidum (un poblado en lo alto de un cerro) de Eburon ubicado casi en el centro de su país”.

El problema es que luego añade que los eburones vivían entre el Mosa y el Rin, al este de los menapios, lo que desplaza su ubicación geográfica hacia el este, a la referida zona de Lieja. Lo cierto es que ahí no faltan candidatos para situar esa batalla, desde Fort de Chaudfontaine, cerca ya de las Ardenas, a Emburgo -donde se descubrieron restos de un castro de la Edad del Hierro-, pasando por localidades como la holandesa de Honthem -allí hay un valle, aunque sin río-, Plateau de Caestert -donde una meseta conserva ruinas de un oppidum cuya datación cronológica podría coincidir- o Dolhain-Limburgo -también con su valle-.

Hoy por hoy no es posible saber con certeza la localización de Atuátuca Tungrorum; de hecho, ni siquiera de la batalla, como pasa con tantas otras de la Antigüedad. Pero sí podemos hablar de sus gentes, los eburones, de los que, aparte de César, hablarían también Estrabón, Dion Casio y Orosio.

Se trataba de una tribu del noreste tributaria de los tréveros del sur y que, como muchas vecinas (cerosos, pemanos, condrusos), era de origen galo-germánico -una parte habitaba en Renania-, como parece indicar la etimología de su gentilicio, alusiva al eburos (tejo), si bien no faltan interpretaciones alternativas que remiten a eburaz (jabalí).

La relativa tranquilidad de su vida se quebró en el 58 a.C. con el inicio de la conquista romana de la Galia, que Julio César presentó como una necesidad estratégica defensiva para prevenir ataques a Roma desde ese territorio. Siendo cierto que los galos seguían haciendo incursiones esporádicas, en realidad los motivos eran mucho más mundanos: por un lado, César estaba fuertemente endeudado desde que ocupó el cargo de edil curul y necesitaba recuperar su economía; por otro, como miembro del Primer Triunvirato le correspondía el gobierno de la Galia Cisalpina (aparte del Ilírico) y el azar le ofreció la posibilidad de ampliar ese dominio.

Fue el fallecimiento de Quinto Cecilio Metelo Céler, gobernador de la Galia Transalpina, cuya sustitución le encomendó el Senado a César durante cinco años y éste vio la ocasión -seguramente ya planeada para aplicar en Dacia- tanto de aliviar sus finanzas como de ampliar su prestigio militar a costa de un pueblo galo tan próspero -estaba bastante romanizado políticamente- como dividido.

Así que primero se enfrentó a los helvecios -que emigraban incorporando en su marcha otros muchos pueblos amenazando las tierras de los alóbroges, aliados de Roma- y después a los suevos, contratados como mercenarios por los arvernos para luchar contra sus enemigos heduos.

César derrotó a ambos en el 58 a.C. y eso sembró el miedo entre los galos, que imaginaron que aspiraba a dominar toda la Galia. Y, en efecto, las seis legiones bajo su mando empezaron a ocupar el país al año siguiente, empezando por Bélgica, donde logró su objetivo favorecido por las enemistades internas del adversario, aun cuando pasó momentos de apuro ante los nervios (nervii) en el Sambre.

Su éxito final desató el entusiasmo en Roma y en el 56 a.C. lo amplió derrotando a los vénetos, de nuevo con problemas debido a la poderosa armada enemiga; se vengó ejecutando a los ancianos y vendiendo al resto como esclavos.

Entretanto, los romanos siguieron avanzando en la Galia, preparando el paso del Rin para su general, quien necesitaba renovar su celebridad debido a que acababan de ascender al consulado Pompeyo y Craso, sus compañeros de triunvirato. César cruzó el río y aplastó a los germanos de forma tan brutal que el propio Senado le exigió explicaciones y hasta quiso procesarlo. Él siguió con su campaña personal desembarcando en Britania, aunque las dificultades de aprovisionamiento en las islas le obligaron a retornar al continente. Volvió a cruzar el Canal de la Mancha en el 54 a.C., esta vez con más consistencia; pero, mientras, la Galia comenzó a hervir.

Las malas cosechas arruinaron a los galos, un situación grave porque encima tenían que aportar víveres al ejército romano. César trató de aliviarlo dispersando a sus tropas para que el peso no recayera en exceso sobre algunas tribus, pero eso dejó a sus cohortes aisladas entre sí, propiciando que fueran más débiles. Y los galos aprovecharon la ocasión para rebelarse.

La chispa la encendió Ambiorix, caudillo de los eburones, que engañó a los romanos con un astuto ardid. Primero mató a algunos legionarios que estaban reuniendo provisiones; después, cuando todos se refugiaron tras las empalizadas de su campamento, dio el toque maestro.

Consistió en convencerles de que toda la Galia se había rebelado, por lo que se ofreció a garantizarles la retirada hacia Italia. Los legados, Quinto Titurio Sabino y Lucio Aurunculeyo Cota, celebraron un tenso consejo de guerra en el que Sabino se mostró partidario de aceptar, al considerar que nunca llegarían refuerzos a tiempo porque César iba camino de Italia y existía la adversa posibilidad de que los germanos reforzasen a los aburones y les sobrepasaran demasiado en número. Así que insistió en que era preferible salir y, en vez de dejar la Galia, unirse a la legión más cercana para formar un ejército fuerte.

En cambio, Cota prefería resistir porque, en su opinión, disponían de fuerzas y provisiones suficientes hasta que acudieran en su auxilio, aparte de que sus rivales habían demostrado no combatir bien contra fuerzas bien parapetadas. Los tribunos terciaron indicando que fuera cual fuese la decisión tenía que ser unánime y finalmente se impuso el punto de vista de Sabino, que pronto iba a revelarse tan insólitamente ingenuo como fatal.

Los legionarios pasaron la noche haciendo los preparativos y recogiendo el campamento, lo que no pasó inadvertido a los eburones, que se dispusieron a tender una emboscada en el sitio más adecuado para ello.

Al amanecer se inició la retirada, en una larguísima columna que dificultaba el impartir órdenes de forma eficiente entre la cabeza y la cola. Poco después fueron emboscados en un terreno desfavorable para defenderse adecuadamente, quizá el desfiladero de Ourthe, con los guerreros galos lanzándose desde ambas laderas con sus gritos de guerra; habían cerrado el paso a la vanguardia, a la vez que centraban su carga sobre la retaguardia, metiendo a los romanos en una trampa que parecía un avispero.

Sabino tenía que recorrer a caballo la columna para tratar de reorganizar el caos originado, mientras Cota, más sereno, mandaba formar en cuadro y lograba rechazar el cuerpo a cuerpo. Los eburones optaron entonces por el combate a distancia, arrojando jabalinas y piedras, y retrocediendo cuando los legionarios intentaban acercarse.

En medio del fragor de la batalla, Sabino aceptó la oferta de rendición que le hizo Ambiórix, pero sólo era otra celada para fijarle en su posición mientras le rodeaba y masacraba a sus tropas; él cayó junto a ellos.

Entonces el grueso de los galos se volcó contra las cohortes de Cota, que seguían aguantado el embate. Lamentablemente para él, una pedrada lanzada con una honda le impactó en el rostro matándolo; sus hombres fueron diezmados poco a poco y sólo se salvaron dos grupos: el más grande regresó al campamento, donde sus integrantes, conscientes de que su fin era inminente, se quitaron la vida; el otro, apenas un puñado de soldados de un total de siete mil quinientos (la Legio XIV Gemina más cinco cohortes extra) sobrevivió a la matanza, informando a Tito Labieno, lugarteniente de César.

Ambiórix no se quedó ahí. A continuación, intentó repetir añagaza en el campamento de Namur que mandaba Quinto Tulio Cicerón, hermano del famoso orador, pero éste no fue tan crédulo y se atrincheró para resistir el asedio que iniciaron los eburones aliados con los aduatucos y nervios. Cicerón estaba en una situación desesperada, sin refuerzos cercanos ni víveres; no obstante, logró enviar una petición de ayuda a César, quien dos semanas más tarde tomó dos legiones y emprendió un viaje a marchas forzadas -una treintena de kilómetros diarios-, llegando a tiempo de socorrer a un Cicerón que aguantaba in extremis, pues apenas le quedaban ya un diez por ciento de sus efectivos.

El rescate del hermano del político al que general quería atraer a su bando supuso un doble golpe de efecto. Ahora tocaba vengar la catástrofe de Sabino y Cota; se dice que juró no bañarse ni cortarse el pelo hasta que lo cumpliera, en una tradición legendaria que se repite a lo largo de los diversos avatares bélicos de la Historia. Corría ya el año 53 a.C. cuando, al frente de una decena de legiones (unos cincuenta mil hombres), envió a Tito Labieno con la mitad a enfrentarse a los tréveros mientras él se ocupaba personalmente de los eburones.

Labieno entró en territorio enemigo, pero se percató de que la revuelta se había extendido como un reguero de pólvora y el jefe Induciomaro, que acababa de conseguir el poder absoluto tras desbancar al pro-romano Cingétorix, negociaba una coalición con las tribus germanas de los senones, carnutes y nervios, por lo que temía encontrarse en inferioridad si alcanzaban un acuerdo; así que decidió adelantarse y provocar a Induciomaro para presentarle batalla donde y cuando a él le conviniera.

Contaba para ello con veinticinco cohortes, que engañaron al enemigo fingiendo una retirada para atraerlo a una colina en cuya cima Labieno había levantado un bastión fortificado. Sin saber cómo asaltar aquellas defensas, los tréveros la rodearon para intentar rendirla por hambre, pero cayeron en la rutina y una salida por sorpresa de la caballería auxiliar romana les sorprendió, obteniendo una brillante y rápida victoria para Labieno, quien además recibió la noticia de que Induciomaro había muerto durante su huida a través de un río cercano.

Entretanto, César se dispuso a enfrentarse a Ambiórix. Para ello atacó y derrotó primero a sus aliados nervios, siendo los siguientes en sufrir la ira romana los menapios, que nunca le habían enviado embajadores. Como cabía esperar, los galos no pudieron resistir a la maquinaria de guerra romana; Ambiórix tuvo que escapar a Germania y su compañero en el mando, el anciano Catuvolco, remiso a iniciar la insurrección, se envenenó con tejo. Aunque por poco tiempo, dada la dificultad logística que a los romanos les suponía mantener tropas tan lejos, los germanos también sufrieron la brutal venganza cesariana.

Y es que la campaña del norte de la Galia fue extraordinariemente dura, esclavizándose a los prisioneros, destruyendo las aldeas, matando el ganado y arrasando los campos para provocar la hambruna entre la población y someterla. Esa lucha sin cuartel, que todavía se prolongaría tres años más y daría lugar al alzamiento general bajo el liderazgo de Vercingétorix, con episodios tan famosos como el asedio de Alesia, no excluía a los civiles sino que, al contrario, buscaba atemorizarlos y es uno de los factores esgrimidos hoy cuando se habla de genocidio.

Según Plutarco, los resultados de la guerra fueron ochocientas ciudades conquistadas, trescientas tribus sometidas, unas ganancias de más de cuarenta millones de sestercios para César, un millón de prisioneros vendidos como esclavos y otros tres millones muertos en batalla; se calcula que la población gala sumaba de tres a quince millones antes de la contienda.


Fuentes

Julio César, La guerra de las Galias | Plutarco, Vidas paralelas | Dión Casio, Historia romana | Patricia Southern, Julio César | Adrian Goldsworthy, César. La biografía definitiva | Kurt A. Raaflaub, Caesar and genocide: confrontig the dark side of Caesar’s Gallic Wars | Gerard Walter, Julio César | Wikipedia


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