En agosto de 1946, un año después de la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial, varios militares nipones fueron procesados y condenados a muerte, acusados de haber cometido crímenes de guerra. En concreto, se les atribuyó la tortura y ejecución de ocho pilotos estadounidenses previamente derribados. Sin embargo, hubo un cargo extra que se presentó en términos eufemísticos al no existir en ningún código legal: «impedir el entierro honorable» o «destrucción del cadáver» fueron algunas de las expresiones empleadas para referirse a lo que en realidad se consideró canibalismo de los cuerpos de los americanos. Ese episodio ha pasado a la Historia como el Incidente de Chichi-Jima.
Chichi-jima, antaño denominada Peel, es una isla del archipiélago de Ogasawara, lo que hasta el siglo XIX se conocía como Islas Bonin. Está situada a unos doscientos cuarenta y dos kilómetros al norte de Iwo Jima, que está en su extremo meridional, formando parte de la subprefectura de Ogasawara, Tokio.
Descubiertas por el navegante español Bernardo de la Torre en 1543, esa treintena de islas fue anexionada por el shogunato Tokugawa en 1675, aunque hubo que esperar hasta 1830 para que se estableciesen los primeros habitantes, oubeikei -colonos de origen hawaiano-, y a 1862 para que Japón proclamase oficialmente su soberanía.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial había sólo dos poblaciones en Chichi-Jima, al fin y al cabo un pedazo de tierra que no llega a veinticuatro kilómetros cuadrados, pero se había instalado una pequeña base naval para el suministro del archipiélago dotada de cañoneras, dragaminas e hidroaviones; también contaba con una estación de radio y otra meteorológica. En el momento del ataque a Pearl Harbor, tenía la guarnición más grande del sur insular de Japón, con unos tres mil ochocientos hombres y artillería.
Los oubeikei, considerados sospechosos, tuvieron que niponizarse, cambiando sus nombres y eligiendo entre incorporarse a filas o ser evacuados junto al resto de civiles, especialmente a finales de la contienda, a medida que las batallas se acercaban cada vez más a territorio japonés.
Y es que mediado 1944 las tropas de EEUU ya estaban en el umbral y sus grandes aviones B-29 eran capaces de efectuar raids aéreos sobre Japón desde las Marianas para bombardearlo sin necesidad de respostar.
Sin embargo, a los americanos se les presentaba un doble problema: por un lado, sus cazas de escolta, los P-51 Mustang, no tenían tanta autonomía, por lo que los bombarderos debían defenderse solos en el cielo; por otro, el radar y los dos aeródromos instalados por los japoneses en Iwo Jima les permitían detectarlos y salir a interceptarlos.
Por eso era necesario apoderarse de Iwo Jima, algo que incluía también su entorno. Era el comienzo de la Operation Downfall («Operación Caída»), el plan para hacerse con las islas del Japón, entre ellas, Chichi-Jima.
El mando de ésta -y de la 109ª División- correspondía al teniente general Yoshio Tachibana, natural de Ehime, donde nació en 1890. Se trataba de un oficial recién ascendido, sin demasiada experiencia bélica sobre el terreno -apenas la Guerra Sino-Japonesa- porque la mayor parte de su carrera se había desarrollado en tareas de Estado Mayor. Habiendo recibido la orden de defender las Ogasawara, procedió a fortificar la base con vistas a rechazar un previsible intento de invasión que, en realidad, nunca llegaría a efectuarse.
En su lugar, los estadounidenses optaron por centrar sus fuerzas en Iwo Jima -que cayó el 25 de febrero de 1945- y llevar a cabo un bloqueo en el resto del archipiélago, considerado de menor importancia estratégica. Como éste se aprovisionaba a través de Chichi-Jima, a mediados de ese año los veinticinco mil soldados japoneses destinados allí se quedaron sin suministros, limitándose su ración diaria a doscientos cuarenta gramos de arroz por persona. El hambre empezaba a cundir y sería un factor decisivo en los acontecimientos inmediatos.
El bloqueo naval de la isla no excluía que pudiera ser bombardeada desde el aire, por lo que los aviones americanos empezaron a lanzar sus fatídicas cargas con el objetivo de minar las defensas. A principios de septiembre se produjo el ataque que iba a suponer el inicio del Incidente de Chichi-Jima: tras un raid llevado a cabo desde el portaaviones USS San Jacinto por seis bombarderos torpederos Grumman TBM Avenger y varios cazas de escolta, nueve pilotos fueron alcanzados por el fuego antiaéreo, debiendo saltar en paracaídas. Ocho de ellos cayeron prisioneros; se llamaban Lloyd Woellhof, Grady York, James Dye, Glenn Frazier Jr., Marvell Mershon, Floyd Hall, Warren Earl Vaughn y Warren Hindenlang.
El noveno se libró y eso iba a cambiar el futuro de EEUU. Y es que aquel hombre, que logró alejar su nave de la isla para caer en alta mar y resistir en solitario en una balsa hinchable -sus dos compañeros se hundieron con el aparato- hasta finalmente ser rescatado por el submarino USS Finback, probablemente no se imaginaba que cuarenta y cuatro años más tarde, en 1989, iba a ser elegido presidente de su país. Se llamaba George H.W. Bush y se había unido a la Armada al enterarse de lo de Pearl Harbor, graduándose en diez meses con el cargo de alférez, siendo el aviador naval más joven hasta la fecha (diecinueve años) y tomando parte en la batalla del Mar de Filipinas.
El ya ascendido teniente Bush fue el único superviviente de la operación. Y lo fue tanto en primera instancia como en segunda, pues si bien los otros ocho pilotos salvaron la vida, su destino como prisioneros iba a resultar fatal a los cinco meses de cautiverio, más allá de los habituales golpes y torturas. Era febrero de 1945 cuando Jiro Sueyoshi, capitán de la Armada Imperial, ordenó al mayor Sueyo Matoba, comandante del 308.º Batallón de Infantería Independiente, que ejecutase al teniente Warren Earl Vaughn. A continuación se dispuso que el cirujano militar del batallón diseccionase su cuerpo.
Pero el objetivo de esa cirugía no era médico; se le extrajo el hígado, que fue repartido entre los oficiales para comerlo. La explicación hay que buscarla en la escasez de comida que, decíamos, sufrían los japoneses; Matoba mismo declararía posteriormente, contextualizando su comportamiento en la rabia que experimentaban por ir de derrota en derrota: «Teníamos hambre. Probamos todos los animales y plantas comestibles, como ratas, ratones, perros y lagartos. Apenas sé lo que pasó después de eso. Realmente no éramos caníbales».
Ahora bien, también contaron factores como la extraña creencia de que el consumo ritual de hígado humano era beneficioso para la salud, tal como había manifestado el vicealmirante Mori Kunizo, comandante de la base en el momento del bombardeo. Probablemente también tuvo que ver con el desprecio habitual que la oficialidad nipona sentía por quienes se rendían y el hecho de que Japón clasificaba a los pilotos derribados como criminales de guerra.
La macabra receta se repitió a lo largo de los meses siguientes con los demás prisioneros y Matoba amplió los ingredientes a toda la carne y vísceras -al parecer mostró preferencia personal por las nalgas-, sumándose al festín el propio Tachibana, de quien testimonios posteriores dijeron que habría expresado lo delicioso que le parecía el improvisado alimento. Así, cinco de los ocho aviadores estadounidenses fueron devorados; los demás perecieron igualmente, decapitados a golpe de katana.
La guarnición de Chichi-Jima resistió como pudo y, como decíamos, la isla no fue conquistada. Pero al firmarse la rendición los estadounidenses desembarcaron por fin y arrestaron a una treintena de mandos japoneses, atendiendo la denuncia que hizo uno de ellos, Yoshitaka Horie, oficial de enlace entre la Armada y el Ejército, que se había opuesto al canibalismo y trató de salvar la vida del oficial americano representante de los prisioneros -que además le enseñaba inglés-, sin conseguirlo. Se les deportó a Guam y allí mismo, en agosto de 1946, empezó un juicio en el que fueron acusados de crímenes de guerra.
Como comentamos al comienzo, el cargo principal era el asesinato de prisioneros de guerra. Dado que ningún código penal preveía el canibalismo, se completó con la acusación de destruir los cuerpos e impedirles un entierro en condiciones honorables. Como era previsible, Tachibana y sus compañeros sufrieron a su vez maltrato físico por parte de sus guardianes, que querían vengar a las profanadas víctimas. Pero esos penosos momentos no duraron más de tres meses, los que tardó el tribunal en dictar sentencia.
Cinco fueron declarados culpables y ejecutados, entre ellos Tachibana, Matoba y Sueyoshi. Todos los soldados procesados y el oficial médico en prueba, Tadashi Teraki, pasaron ocho años en prisión, al término de los cuales consiguieron salir en libertad. El vicealmirante Mori Kunizo fue sentenciado a cadena perpetua, pero los Países Bajos abrieron otro juicio contra él por otro caso, las masacres de prisioneros de guerra cometidas en las Indias Orientales Holandesas, y acabó igualmente colgando de una soga mientras cinco de sus oficiales recibían cadena perpetua y quince penas diversas.
A manera de epílogo, es interesante reseñar que el encargado de defender a los imputados fue Koken Tsuchiya, que con el tiempo sería presidente de la Federación Japonesa de Asociaciones de Abogados, pero entonces era un joven letrado que había visto interrumpida su incipiente carrera al tener que incoporarse al ejército por la guerra. El Incidente de Chichi-Jima fue su primer caso, algo curioso porque él estaba destinado precisamente en la isla y aseguraba que no había visto prueba alguna de canibalismo.
Es más, a él se le había ordenado ejecutar a la que se considera primera víctima, el teniente Warren Bourne, con el que había establecido cierta relación amistosa y quizá por eso le sustituyó un compañero de armas. El caso, insistía, es que acompañó al prisionero hasta el final, que éste no se produjo en una playa como se decía sino en el cráter causado por una bomba enemiga y que para entonces Bourne había enloquecido a causa del hambre.
Tsuchiya añadió que, siendo oficial de guardia, sorprendió a dos soldados tratando de rescatar el cadáver de Bourne y los expulsó de allí, no constándole que hubiera más intentos. Este testimonio podría parecer un tanto contradictorio, pero hay que decir al respecto que durante la Segunda Guerra Mundial se documentaron bastantes casos de canibalismo por parte de las tropas japonesas, que a veces no tenían escrúpulos en mantener vivos a sus cautivos para poder ir amputándoles miembros que comer.
Fuentes
James Bradley, Flyboys | Jeannie M. Welch, Without a Hangman, Without a Rope: Navy War Crimes Trials After World War II (en International Journal of Naval History) | Timothy P. Maga, Judgment at Tokyo: The Japanese War Crimes Trials | Chester G. Hearn, Sorties into Hell. The hidden war con Chichi Jima | Robert D. Eldridge, Iwo Jima and the Bonin Islands in U.S.-Japan relations | Wikipedia
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