La Guerra del Peloponeso, que durante casi tres décadas enfrentó a espartanos y atenienses por la supremacía en el mundo helénico, terminó en el año 404 a.C. con la victoria de los primeros, si bien el verdadero vencedor en la sombra fueron los persas, el Imperio Aqueménida, que apoyó a uno u otro contendiente según consideraba conveniente dejando que ambos se destruyesen entre sí. Atenas resultó tan devastada que nunca llegó a recuperar su antigua prosperidad, aunque gracias a Alcibíades y la reconstrucción de su flota pudo volver a enfrentarse en el mar a la de Esparta, a la que terminó por aplastar diez años después en la batalla de Cnido, en una brillante acción táctica del estratego Conón.

Curiosamente, Conón había sido rotundamente derrotado en el 405 a.C. por el navarca (almirante) espartano Lisandro en la batalla de Egospótamos, donde los atenienses perdieron ciento sesenta y ocho barcos (sólo una docena pudo escapar) y el propio Conón tuvo que huir apuradamente a la corte chipriota de Evágoras I para evitar que la Asamblea de Atenas le exigiera responsabilidades. Allí empezó a negociar una alianza con los persas, quienes se mostraron receptivos por una razón obvia: los atenienses, por el momento, estaban fuera de fuego y, en cambio, ahora era Esparta la amenaza.

Los dos grandes bloques de la guerra eran la Liga de Delos, que lideraba Atenas y pasó a un segundo plano, y su adversaria, la Liga del Peloponeso, que encabezaba Esparta y encontró un nuevo enemigo en una coalición menor en la que varias ciudades-estado, fundamentalmente Corinto, Tebas y Argos, se alinearon con los atenienses bajo la denominación de Sinedrion (es decir, consejo) de Corinto. La causa de esa decisión fue la ocupación espartana de Élide, para lo cual habían exigido ayuda a tebanos y corintios, negándosela éstos por el descontento general que generaron los espartanos al quedarse en exclusiva con los botines y tributos bélicos.

De hecho, también se negaron a participar en una expedición contra Jonia que el rey espartano Agesilao II organizó para ayudar a las ciudades griegas, a las que los persas atacaban por haber apoyado a Ciro en la guerra civil contra su hermano Artajerjes y la demora en el pago de tributos. Finalmente, el monarca tuvo que realizar esa campaña en solitario, pero a pesar de todo su ejército resultó victorioso y llegó a las puertas de Sardes, provocando que Artejerjes II, que fue quien consiguió el trono, ordenase la destitución y ejecución de Tisafernes, sátrapa de Lidia y Caria (y quien había acogido a Alcibíades), y su sustitución por Titraustes.

Éste optó por pagar a los espartanos para que cambiasen de objetivo y se dirigieran a la satrapía de la Frigia helespóntica, que gobernaba Farnabazo II. Ese sátrapa también se vio incapaz de detener a los hoplitas espartanos, por lo que optó por la estrategia de sembrar la discordia en la Grecia continental, de modo que Agesilao tuviera que reembarcar para poner orden; precisamente el rey estaba inmerso en la construcción de una gran flota cuando le llegó la noticia de que Tebas, debidamente pagada por los persas, iniciaba una guerra contra Esparta en el 395 a.C.

Los tebanos no lo hicieron directamente sino incitando a sus aliados lócridos a que no pagasen impuestos a los fócios y cuando éstos invadieron Lócrida consecuentemente, el ejército tebano hizo otro tanto en Fócida, que reclamó ayuda a su aliada Esparta. Agesilao II estuvo encantado de tener un casus belli para meter en cintura a la recalcitrante Tebas… que a su vez pidió ayuda a Atenas y la obtuvo, pasando ambas a integrar la Liga Beocia. Pero los dos ejércitos espartanos enviados a campar por territorio tebano, mandados respectivamente por Lisandro y Pausanias, fracasaron en su marcha por territorio beocio.

Lisandro murió en combate y Pausanias fue procesado al regresar, debiendo huir ante la posibilidad de acabar condenado a muerte. Entretanto, la alianza antiespartana crecía: Corinto y Argos se alinearon junto a Tebas y Atenas integrando el mencionado Sinedrion, lo que no dejaba de tener un punto paradójico habida cuenta que los corintios habían formado parte de la Liga del Peloponeso en la contienda anterior. Las cosas se complicaban y Agesilao II se vio obligado, en efecto, a retornar.

No lo hizo por mar sino por tierra, cruzando el Helesponto y atravesando Tracia, Macedonia y Tesalia, hasta encontrarse frente a un poderoso ejército enemigo que le cerraba el paso en Nemea. El flanco defendido por sus aliados focios no resistió, pero los espartanos terminaron por imponerse, causándole al rival el doble de bajas que las suyas. Ahora bien, una vez más la batalla decisiva no iba a tener lugar en tierra sino en el mar y el protagonismo recaería en aquel estratego que años antes tuvo que dejar Atenas y refugiarse en Chipre: Conón.

Conón, recordemos, había entendido que el gran peligro de Esparta radicaba en que lograse formar una flota con la que imponer el dominio en el Egeo, sustituyendo así a la tradicional talasocracia ateniense. Por eso entró en negociaciones con los persas, convenciéndolos para que también organizasen una flota por si acaso. Artajerjes escuchó el consejo y lo atendió, reuniendo tres centenares de barcos fenicios, cilicios y chipriotas; sólo les faltaba un navarca experimentado y le ofrecieron el puesto al propio Conón, quien aceptó encantado ante la posibilidad de vengarse.

El ateniense navegó hacia Caria con una pequeña escuadra y allí le bloquearon las naves espartanas, debiendo acudir Farnabazo y Tisafernes en su socorro con el resto de unidades. Conón y Farnabazo pusieron proa a Rodas, de la que se apoderaron y convirtieron en base de operaciones, además de sustituir a la oligarquía pro espartana por una democracia al estilo ateniense. La isla resultaba perfecta para asaltar los viajes de aprovisionamiento que iban a Esparta desde Egipto, razón por la cual se envió la flota espartana a impedírselo.

El navarca de ésta era Pisandro, nombrado simplemente por tratarse del cuñado de Agesilao II, ya que carecía de experiencia en la mar. Las dos flotas se encontraron a la altura de Cnido, una ciudad griega de Asia Menor situada en una península de la región de Caria, en la actual Turquía, famosa por la estatua homónima de Afrodita -más conocida como Venus de Cnido- que haría treinta y cuatro años más tarde el escultor Praxíteles (ateniense, por cierto).

Agesilao había reunido ciento veinte trirremes, de los que Pisandro se llevó ochenta y cinco en busca del enemigo; éste, merced a la unión de fuerzas del formidable Imperio Aqueménida, sumaba cerca de ciento noventa naves. Probablemente se trate de cifras exageradas, como suele pasar con las fuentes antiguas y los cálculos actuales apuntan a la mitad. El caso es que, en primera instancia, los espartanos se toparon con una avanzadilla del adversario y la atacaron confiados en su superioridad, venciéndola.

Entonces llegó el grueso de la fuerza combinada de Conón y Farnabazo, dándole la vuelta al panorama. No es posible relatar la batalla con detalle porque las fuentes son escasas y la más importante, el Evágoras de Isócrates, la cuentan de forma muy básica.

Parece ser que Conón mandaba la vanguardia y Farnabazo el cuerpo principal, consiguiendo romper el ala izquierda de Pisandro. Éste no supo contrarrestar aquella maniobra y, aunque se batió con valentía, terminó muriendo en combate.

Los barcos espartanos iniciaron una caótica retirada hacia tierra, donde según lo acostumbrado habían dejado mástiles y velamen -en batalla únicamente se usaba la fuerza de los remeros-, pero Conón los persiguió y acosó hábilmente hasta hacer encallar a la mayoría. Diodoro Sículo dice que perdieron medio centenar de trirremes a manos del adversario, que en cambio sufrió pocas bajas. Era el final de facto de la flamante flota de Esparta y, por ende, de su sueño de dominar el Mediterráneo Oriental.

De hecho, a continuación los persas se dedicaron a limpiar la costa jonia y las islas adyacentes de posiciones espartanas, resistiendo solamente Abido (en Misia) y Sesto (en el Quersoneso). Agesilao aún resistió en el continente, imponiéndose en Coronea a un ejército de la liga Beocia a pesar de que el grueso de sus tropas eran simples ilotas reforzados con mercenarios supervivientes de los famosos Diez Mil (el contingente protagonista de la Anábasis de Jenofonte) y algunas fuerzas aliadas.

Durante los años siguientes, Esparta trató de compensar en tierra lo que había perdido en el mar, pero se estrelló en Lequeo contra los peltastas del ateniense Ifícrates. Además, Conón y Farnabazo saquearon la costa lacedemonia y llevaron a los atenienses recursos económicos, entregados por Artajerjes II, para reconstruir los Muros Largos entre la ciudad y el puerto, permitiendo asimismo costear nuevas cleruquías (colonias). Cuenta Pausanias que Conón celebró su éxito erigiendo en El Pireo un santuario en honor de Afrodita, la diosa patrona de Cnido.

Entretanto, Corinto se vio inmersa en un conflicto civil entre los demócratas partidarios de Atenas y los oligarcas favorables a Esparta, con victoria final para los primeros. Los atenienses se lanzaron entonces a una contraofensiva para recuperar las islas que habían perdido en la Guerra del Peloponeso, pero la buena marcha de aquella campaña alarmó a los persas, que le retiraron su apoyo y se lo ofrecieron a una Esparta que había reconstruido parte de su flota: Teleutias, un hermanastro de Agesilao, obtuvo el triunfo en algunas acciones menores.

La situación amenazaba con bloquearse, prolongándose indefinidamente con un único beneficiado, Artajerjes, así que los dos bandos accedieron al final a negociar un acuerdo. La guerra terminó en el 387 a.C. merced a la firma de la Paz de Antálcidas, llamada así por el general espartano que la impulsó a costa de su descrédito, que le obligó a abandonar su tierra y refugiarse en Persia (donde, según cuentan, se dejó morir de hambre). Y ello pese a que, irónicamente, Esparta sacó buenos réditos.

Y es que impuso la disolución de la Liga Beocia y el final de la unión entre Argos y Corinto, ciudad esta última que tuvo que regresar a la Liga del Peloponeso, dejando patente que Esparta seguía siendo la potencia hegemónica en la Grecia continental, estatus que mantuvo hasta su sonada derrota en Leuctra (371 a.C.). Pero es que, paralelamente, Atenas también resurgió de sus cenizas y formó la Segunda Liga Ateniense, que agrupaba a ciudades estado afines.

Ahora bien, como cabía esperar, fue el Imperio Aqueménida el que salió más favorecido -hasta el punto de que la Paz de Antálcidas también recibió el nombre de Paz del Rey- porque afianzó su control sobre Jonia y otros rincones del Egeo, apoderándose luego de Egipto y Chipre sin que nadie pudiera oponérsele, menos aún una Grecia que seguía dividida. Al menos de momento, puesto que en medio siglo entraría en escena un nuevo actor que lo iba a cambiar todo: Alejandro Magno.


Fuentes

Plutarco, Vidas paralelas: Agesilao | Diodoro Sículo, Biblioteca histórica | Isócrates, Evágoras | Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso | Jenofonte, Helénicas | César Fornis, Las causas de la guerra de Corinto: un análisis tucidídeo | Chester G. Starr, Historia del mundo Antiguo | Hermann Bengtson, Griegos y persas. El mundo mediterráneo en la Edad Antigua | Wikipedia


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