Aníbal Barca nunca imaginó que su brillante victoria en la batalla de Cannas (216 a.C.) no sólo iba a estudiarse en el futuro en academias militares sino que serviría para dejar la península italiana a su merced, atrayendo a su bando la mitad meridional del territorio, y sembrar el pánico entre los romanos hasta el punto de impulsarles a realizar trascendentales cambios en el ejército, pero también a promulgar novedades legislativas con las que afrontar la crisis financiera que se avecinaba. De estas últimas, una de las más singulares fue la Lex Oppia, con la que se pretendía limitar el lujo femenino.

La campaña de Aníbal durante aquella Segunda Guerra Púnica es conocida: partiendo de Hispania a la cabeza de una poderosa fuerza que incluía decenas de elefantes, cruzó los Alpes, entró en Italia y derrotó a los odiados romanos en dos batallas, Trebia y lago Trasimeno, antes de repetir por tercera vez en Cannas, donde su genialidad táctica suplió la inferioridad numérica ante las legiones de los cónsules Cayo Terencio Varrón y Lucio Emilio Paulo. En Roma se vieron inermes ante el enemigo -según Tito Livio, uno de sus oficiales le auguró a Aníbal un banquete en el Capitolio en cinco días-, con tal grado de desesperación que recordó a los tiempos en que eran los bárbaros norteños los que amenazaban la República.

Consecuentemente, se declaró luto nacional, se retomó la celebración de sacrificios humanos (enterramientos en vida en el Foro y ahogamiento de un bebé con deformidades, último caso del que hay registro) y hasta corrió el rumor de que un tribuno desertaba para trabajar como mercenario, razón por la cual se prohibió dejar la ciudad a los ciudadanos en edad militar. Para entender mejor la situación conviene decir que la República había perdido un quinto de los jóvenes mayores de diecisiete años (el doce por ciento de la población activa) en aquellas tres batallas, mientras media Italia y parte de Sicilia se unían el enemigo y Filipo V hacía otro tanto iniciando la Primera Guerra Macedónica.

Segunda Guerra Púnica
Vistorias de Aníbal en Italia. Crédito: Popadius / Rowanwindwhistler / Wikimedia Commons

Es decir, la percepción de cualquier romano de entonces era que su mundo se desmoronaba, a pesar de lo cual el Senado impuso la negativa a cualquier negociación, dio por terminado el luto en un mes, proscribió la palabra paz, acometió la organización de nuevas legiones con plebeyos -e incluso esclavos- y decretó que sólo las mujeres podrían manifestar en público el dolor por los caídos. Pero a ellas les aguardaba un sacrificio extra, plasmado en una ley de limitación suntuaria que se consideró necesaria tanto por razones económicas como sociales.

En realidad, más las segundas que las primeras; los legisladores consideraron que un gasto personal excesivo podía caer en la extravagancia y dar mal ejemplo, en un contexto en el que resultaba vital mantener la moral alta y realzar los valores tradicionales que sostenían la República en tan críticos momentos. Cabe puntualizar que, en la Antigüedad y no sólo en Roma, la permisividad hacia el lujo equivalía a un socavamiento de las virtudes militares y un autor posterior como Juvenal (siglo I d.C.) dejó escrito que el exceso de riqueza que trajo la expansión imperial provocó un relajamiento de costumbres y un aumento de la corrupción.

En el caso que nos ocupa, el derroche de dinero familiar constituía además un problema por la incertidumbre sobre lo que podría pasar entre cartagineses y romanos, así que no era procedente permitir el despilfarro de unos fondos que quizá fueran necesarios para asegurar la superviviencia de Roma. Ése fue el argumento esgrimido en el 215 a.C. por Cayo Oppio, tribuno de la plebe durante el consulado de Tiberio Sempronio Graco y Quinto Fabio Máximo, para proponer al Senado una nueva ley que gravaba el excesivo lujo de las patricias. Se suponía que los varones asumirían su virtus y no necesitaban vigilancia en ese sentido.

Vecinas. Una escena de la vida en la Antigua Roma, obra de Stefan Bakalovich/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

La Lex Oppia Sumptuaria, como se la denominó en honor a su impulsor, perseguía las prendas de vestir coloridas, especialmente las de tono púrpura -el más caro-, que lucían en stolae y uittae, equivalentes del latus clauss y la toga viril masculinas. Pero también prohibía llevar encima más de media onza de oro, usar un carro tirado por más de dos caballos en los desplazamientos urbanos o acercarse con él a la urbs a una distrancia inferior a mil pasos salvo que fuera por razones religiosas. De este modo, se recuperaba la antigua exigencia de recato y austeridad en el vestir femenino que luego, en el 46 a.C., retomaría Julio César con la Lex Iulia Municipalis.

Los beneficios de la nueva legislación eran múltiples; por un lado, se igualaba a toda la sociedad romana al impedir resaltar un status social sobre otros, impidiendo malestar entre los menos favorecidos; por otro, se creaba un sentimiento de unidad para afrontar el peligro contra un enemigo común; y, asimismo, existía la posibilidad de engrosar las exhaustas arcas estatales con la recaudación de sanciones pecuniarias impuestas a quienes desobedecieran. Por eso, en general, la medida fue bien recibida por el pueblo romano y algunas patricias acaudaladas fueron más allá entregando donaciones.

Ahora bien, no pocas matronas, y no sólo las urbanas sino también muchas procedentes del campo, se sintieron discriminadas y solicitaron intercesión para relajar la norma a los magistrados e incluso a sus mujeres. Pero éstas no pudieron hacer nada porque se consideraba que eran disposiciones de emergencia, excepcionales. Así pues, tuvieron que esperar a que la situación experimentase una mejoría, aunque en la práctica eso significó llegar bastante más allá del 201 a.C., año en que finalizó la guerra con victoria final para Roma; concretamente, hasta el 195 a.C.

La generosidad de las mujeres romanas, obra de Louis Gauffier/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Fue entonces cuando, derrotada Cartago, principal competidora comercial en el Mediterráneo Occidental, Roma empezó a recuperarse económicamente y a expandir sus fronteras adueñándose, por ejemplo, de la Hispania púnica y poniendo el punto de mira en Grecia y el Este. Empezaron a afluir productos, materias primas, tributos, indemnizaciones… y la riqueza retornó, dejando a la Lex Oppia como un remanente ya innecesario del pasado. Al menos así opinaban las patricias, abriéndose un debate público entre los partidarios de mantener la ley y quienes estaban a favor de su derogación; las posturas estaban igualadas incluso en la cúspide del poder.

Así, los adalides de la derogación fueron el tribuno de la plebe Marco Fundanio y el cónsul Lucio Valerio, que expusieron la cuestión en el Senado. Enfrente se encontraron con la oposición de otros dos tribunos, Marco Junio ​​Bruto y Publio Junio ​​Bruto, apoyados por el otro cónsul, Marco Porcio Catón -Catón el Viejo-, defensores de la austeridad romana tradicional que permitía eliminar la vergüenza de la pobreza. Catón añadía que las mujeres tenían la compulsión enfermiza de gastar, algo que no se podía curar pero sí controlar, comparándolas con un animal sediento de sangre, y aseguraba que si no poseyeran nada no habría rivalidad entre ellas.

En un reparto de implacable severidad que el cónsul aplicaba a sí mismo en su vida privada, tampoco ahorró críticas a los hombres que permitían a sus esposas, hermanas e hijas hacer esa ostentación de opulencia en lugar de ponerle coto, como correspondía a la autoridad inherente a su condición de pater familias. En cambio, Lucio Valerio Flaco recordaba que las matronas romanas se habían sentido humilladas al no poder lucir sus joyas mientras que las de otras ciudades latinas sí lo hacían, y añadía que la Lex Oppia sólo fue concebida como medida temporal, no teniendo sentido continuar con la limitación de sus derechos, máxime cuando algunas hasta habían hecho aportaciones económicas.

El Clivus Capitolinus (Subida al Capitolio) con el Foro Romano al fondo/Imagen: Ursus en Wikimedia Commons

Según Tito Livio, Valerio Flaco llegó a tildar aquella posición de mezquindad. «Cuanto mayor es vuestro poder, mayor es la mesura con que debéis ejercerlo» dijo dirigiéndose a Catón y los hermanos Bruto, antes de que los senadores se dispusieran a votar. Y entonces ocurrió algo insólito: decenas de matronas romanas que se habían reunido ante el Capitolio abarrotaron las calles exigiendo a sus maridos que lo trasladaran al Foro, donde ellas podrían asistir al proceso. Así se hizo y al día siguiente, el de la votación, bloquearon las puertas de los domicilios de los Bruto y no depusieron su actitud hasta que los tribunos renunciaron a su derecho de veto.

Cuenta Tito Livio que «ni la dignidad ni el pudor ni las órdenes de sus maridos podían de ninguna forma mantener a las matronas en casa», algo que, por cierto, Catón criticó con dureza:

«Yo me he ruborizado cuando, hace poco, he logrado llegar hasta el foro en medio de grupos de mujeres. Y si no me hubiera contenido por el respeto a la dignidad y al pudor de cada una de ellas, más que en la confrontación con ellas consideradas colectivamente, para que no se viniese a decir después que fueron ásperamente reprochadas por el cónsul, yo les hubiera dicho a ellas: ¿Qué costumbre es ésta de precipitarse a la vía pública bloqueándola?»

Fue un ejemplo de lo que él mismo Livio denominó «agmen mulierum» para referirse a aquellas acciones protagonizadas por mujeres, organizadas para transgredir el espacio doméstico al que estaban destinadas, con el objetivo de demandar actos que consideraban injustos. De ese modo, la Lex Oppia fue abolida -aunque tuvo eco en normas posteriores como la Lex Fannia (161 a.C.) y la Lex Didia (143 a.C.)- y el cónsul Lucio Valerio Flaco dejó una de esas frases que pasan a la posteridad: «Roma gobierna el mundo entero, pero está gobernada por mujeres».



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