Corría el año 40 a.C. cuando el célebre Virgilio viajó a Roma desde su hacienda de Mantua para entrevistarse con Octavio y reclamar la devolución de unas tierras expropiadas y entregadas a un legionario retirado. No era por un castigo sino por la necesidad de recurrir a esa medida para conseguir terrenos que entregar a los veteranos, de modo que dispusieran de un medio de vida tras su retiro. Así se lo exigían ellos, una vez terminó la guerra civil que ganaron para el llamado Segundo Triunvirato (el formado por Octavio, Marco Antonio y Lépido) frente a los Bruto y Casio, los huidos asesinos de Julio César.

Durante el camino, Virgilio compuso el noveno capítulo de una de sus obras maestras, Bucolica («Las bucólicas», también conocida como Eglogae o «Églogas»), que había empezado a instancias de Cayo Asinio Polión. Este político y literato amigo suyo le había ayudado a ganar el pleito que se abrió con motivo de aquella reclamación, pero que seguía sin solución práctica porque el militar adjudicatario no sólo se negaba a dejar el predio sino que amenazaba violentamente a cualquiera que se lo insinuase siquiera.

En la primera égloga ya había hecho una referencia al incómodo individuo que detentaba sus tierras: «Oh Licidas, esto nunca lo habíamos temido: haber vivido tanto para que un extranjero, adueñado de nuestros campitos, nos diga: Esto es mío, ¡fuera de aquí, antiguos agricultores! En la novena insistió sobre el asunto:«¿Volveré a ver mis reinos, después de algunas magras cosechas? ¿Un impío soldado poseerá estas tan bien cuidadas vegas, un bárbaro poseerá estas mieses?».

Mapa militar italiano del siglo XIX mostrando una centuriación cerca de Cesena/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Como decíamos, Virgilio no se cruzó de brazos y en la capital se entrevistó personalmente con un Octavio que ya empezaba a tener problemas con Marco Antonio anticipando una nueva contienda, pero consiguió recuperar sus propiedades. Éstas, en suma, habían sido las protagonistas materiales de un sistema de agrimensura con el que la administración romana parcelaba el terreno en cuadrículas para facilitar su identificación al propietario, ya fuera éste un ciudadano que la acabase de adquirir, ya un antiguo dueño el que la reclamaba -como en el caso del escritor y el vehemente legionario-.

Dicho sistema se denominaba centuriato (en español actual centuriación) debido a que cada parcela recibía el nombre de centuria, aunque también recibía los nombres de limitatio y castramentatio. La centuriación divididía el terreno mediante un plan hipodámico (en cuadrícula regular) y no servía únicamente para fincas agrícolas sino también para calzadas y canales, amoldándose especialmente bien a zonas llanas pero sin renunciar a las agrestes.

La llanura Emilia-Romaña, situada entre los Apeninos y el río Po, Cremona, la mencionada Mantua o la Campania presentan ejemplos típicos de parcelación por ese sistema, si bien se han encontrado en otros muchos sitios de la península italiana en torno a ciertas ciudades (Padua, Florencia, Bérgamo…). Se cuentan por decenas los restos de centuriaciones halladas por los arqueólogos en Italia.

La carretera entre Spirano y Stezzano, en Bérgamo, sigue el trazado de una centuriación romana/Imagen: LombardBeige en Wikimedia Commons

Asimismo, encontramos indicios de centuriación en otros lugares más alejados pero que recibieron una romanización más o menos intensa, como la antigua provincia de Mesia, que abarcaba el centro de Serbia, Kosovo y partes septentrionales de Macedonia, Bulgaria y Rumanía, así como del sur de Ucrania. También en Britania, concretamente las localidades inglesas de Ripe y Worthing, en Sussex, más Great Wymondley, en Hertfordshire.

Eso sí, aparte de en Italia, aparecen con más frecuencia en lo que era la Galia Narbonense (el sureste de Francia, alrededor de Béziers, Valence y Orange, hallándose en esta última un enorme plano catastral de centuriación en piedra) e Hispania (fundamentalmente en la franja mediterránea, desde Ampurias, en la Tarraconense, hasta Córdoba, en la Bética, pasando por Gerona, Barcelona, Tarragona, Cartagena o Elche, entre otras, pero también en sitios más alejados como la pirenaica Cerdaña, la colonia cántabra de Flaviobriga o Lusitania).

En todos esos sitios se puede apreciar o intuir la la influencia que tuvieron los romanos en el modelado del paisaje, aunque el crecimiento experimentado en el siglo XX y la construcción de grandes infraestructuras la han desdibujado un poco. Cabe puntualizar, eso sí, que el ager centuriato era el sistema de parcelación más común, pero no el único. Tampoco era del todo original, ya que otras civilizaciones anteriores, como la egipcia, la griega o la etrusca, tenían métodos parecidos, algo inevitable en sociedades que dependían del campo.

Recreación de un agrimensor romano con una groma/Imagen: MatthiasKabel en Wikimedia Commons

Los romanos lo introdujeron en el siglo IV a.C. para ordenar las nuevas colonias que habían fundado en el ager Sabinus (Sabinia), la región noreste del Lacio, cuya economía se basaba en la ganadería. Un par de siglos después, hacia el 268 a.C., la creación de nuevos asentamientos en el valle del Po, como Ariminum (hoy Rímini), obligó a sistematizar y estandarizar el proceso, algo que recibió un nuevo e importante impulso con la Lex Sempronia Agraria que introdujo el reformador tribuno de la plebe Tiberio Sempronio Graco en el 133 a.C.

Dicha ley estipulaba la distribución entre los plebeyos de las tierras públicas que pertenecían al ordo senatorius (clase senatorial), con el fin de proporcionar recursos a los estratos sociales más bajos y subsanar el desempleo que había en la ciudad. Para ello limitaba la propiedad a quinientas yugadas (medida de superficie de equivalencia variable según el lugar, entre un cuarto de hectárea y treinta y dos hectáreas). Dos yugadas constituían un heredium, que fue la cantidad asignada inicialmente a cada ciudadano como propiedad heredable. Cien heredia equivalían a la centuria y cuatro centurias formaban un saltus.

Ahora bien ¿cómo se llevaba a la práctica? El cerebro de todo era el agrimensor, un técnico topógrafo encargado de cartografiar el suelo disponible, que primero establecía un umbilicus agri o umbilicus soli (ombligo del campo o del sol), punto central a partir del cual, usando gromas, escuadras y el gnomon (aparatos de triangulación y nivelación con plomadas), trazaba dos ejes perpendiculares. Uno de ellos tomaba como referencia el poniente y, por tanto, tenía una dirección oeste-este, recibiendo el nombre de decumanus maximus; el otro estaba orientado norte-sur y se llamaba cardo maximus. Eran los mismos que articulaban los campamentos militares en dos avenidas principales.

Fragmentos del catastro romano de Orange | foto dominio público en Wikimedia Commons

Las irregularidades del terreno, la existencia de construcciones (calzadas, castros…), los cursos fluviales o la necesidad de evacuar aguas pluviales obligaban a que, a menudo, no siempre coincideran con los puntos cardinales; pero lo que sí hacían era dividir la parcela en cuatro cuartos; ultra (delante), citra (detrás), dextera (derecha) y sinistra (izquierda). El siguiente paso consistía en añadir los limites quintarii, ejes o caminos paralelos a los principales, a intervalos de cien actus (cada actus equivalía a unos veinticuatro pasos, unos treinta y cinco metros y medio).

A su vez, los cuadrados resultantes se iban subdividiendo en otros más pequeños mediante nuevas líneas paralelas y perpendiculares separadas, de modo que el territorio quedaba enmarcado en una cuadrícula en la que cada lado del cuadrado medía veinte actus (unos setecientos diez metros, si bien en algunos sitios se rebajaba a la mitad). Dicho cuadrado era la centuria que nominaba a todo el sistema y contenía cuatrocientos actus cuadrados (mil doscientos sesenta metros cuadrados).

Pero la subdividión continuaba y cada centuria se fraccionaba en una decena de bandas paralelas a cada uno de los dos ejes principales, a distancias de dos actus, resultando cien heredia (cuadrados menores de media hectárea de superficie). Cada heredium se separaba en dos mitades en dirección norte-sur, creando un par de yugadas, cada una de las cuales era la cantidad de terreno que podía arar una pareja de bueyes en un día, según cálculos de la Antigüedad (lo que en España se llamaría, posteriormente, día de buey). Los trazados secundarios de esa retícula solían destinarse a acequias para el regadío y caminos de paso.

Representación medieval de una yugada/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Al principio se entregaban dos yugadas (algo más de cinco mil metros cuadrados) a los nuevos propietarios (soldados retirados, colonos, prisioneros liberados tras una guerra…), de manera que en una centuria podían instalarse aproximadamente un centenar de agricultores, de ahí que al sistema se lo conociera como centuriato.

La flexibilidad era importante porque una cosa era la teoría y otra la práctica; si el terreno resultaba irregular, de secano, poco productivo o demasiado pedregoso, se procuraba ajustar las cifras a la realidad.

Hablando de piedras, una de las labores básicas de la agricultura es limpiar de ellas el campo de cultivo. Los agricultores solían ir apartándolas en los lindes de sus parcelas, con lo cual la extensión de éstas quedaba muy bien definida; tanto que esas acumulaciones lineales resultan hoy, dos milenios más tarde y con la ayuda de fotografías aéreas o rayos infrarrojos, muy útiles a los arqueólogos para localizar posibles asentamientos romanos.



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