Cuando se habla de persecución al cristianismo normalmente se nos viene a la cabeza la imagen del Imperio Romano, con los cristianos romanos identificándose de incógnito mediante los dibujos del crismón o un pez esquemático. Sin embargo, en el Japón del último cuarto del siglo XVI también se vivió una situación similar, después de que en 1587 el daimyo Toyotomi Hideyoshi, unificador del país, decretase el ateren tsuihō rei: una ley para expulsar a los misioneros que primero afectó a los jesuitas y después se extendió a otras órdenes, para a continuación reprimir a todos los conversos.

Fue en ese período, conocido como Kirishitan («Cristiano»), cuando fueron crucificados en Nagasaki los primeros veintiséis cristianos (1597) y ya no hubo tranquilidad para los creyentes porque el siguiente mandatario, el shogun Tokugawa Ieyasu, siguió la misma política aconsejado por comerciantes holandeses e ingleses, que además de ser hostiles al catolicismo vieron la oportunidad de quitarse de en medio a sus competidores españoles y portugueses.

El sucesor de Ieyasu, su hijo Hidetada, prohibió definitivamente el catolicismo en 1614 obligando a la gente a registrarse en algún templo budista y a pisotear los fumi-es (iconos religiosos como imágenes de la Virgen o crucifijos) para identificar como cristianos a los que se negasen. Esas medidas se agravaron con la expulsión de todos los europeos y la condena a tortura y muerte (eran arrojados al volcán Unzen) para los japoneses que abrazasen la nueva fe.

No obstante había un doble problema. Por un lado, el cristianismo ya había arraigado en una parte apreciable de la población, tanto la plebeya como la acomodada, calculándose el número de creyentes en torno a doscientos mil en 1582. Por otro, parte de ellos aceptaron el martirio pero hubo otra parte que decidió presentar una resistencia armada. Ese conflicto coincidió en el tiempo, casualmente, con el enfrentamiento entre católicos y protestantes en Europa durante la Guerra de los Treinta Años.

A ese movimiento insumiso nipón se lo conoce como la Rebelión de Shimabara, nombre alusivo a la península de la isla Kyushu donde, junto a las islas Amakusa, brotó a finales de 1637. Curiosamente no empezó por motivos religiosos sino por la hambruna que sufrían los campesinos locales, resultante de las malas cosechas y de la presión tributaria del señor feudal Matsukura Shigemasa, que necesitaba fondos para construir un nuevo castillo y emprender una campaña contra Luzón que le prestigiase para presentar su candidatura al shogunato.

Esos abusivos impuestos afectaron a todos los estamentos sociales, desde los propios agricultores a pescadores, mercaderes y artesanos, continuando tan tensa situación con Matsakura Katsuie, el sucesor de Shigemasa. El barniz cristiano que impregnaba ese conglomerado de factores derivaba del hecho de que, antes de los Matsakura, Shimabara había sido un dominio de la familia Arima, que se había hecho cristiana, por lo que muchos de los habitantes peninsulares se convirtieron siguiendo sus pasos.

Siguiendo la ley dictada por el bakufu (gobierno), los cristianos fueron represaliados y con tal dureza que incluso los protestantes holandeses de la factoría local de Shibamara manifestaron cierta incomodidad, temiendo que la persecución terminase por extenderse a ellos. Tras los Matsakura llegaron los Terasawa, sin que nada cambiase salvo que muchos samuráis se habían quedado sin señor al que servir a causa de la represión y ahora, convertidos en ronins, se mostraban dispuestos a empuñar las armas contra el orden establecido.

Sólo faltaba un hombre que aglutinase en torno a sí aquel descontento y se pusiera al frente de la insurrección, surgiendo en la figura de un adolescente llamado Amakusa Shiro. Su nombre original era Masuda Shiro Tokisada y el aura que le rodeó desde pequeño venía del rumor -probablemente infundado- de que era hijo ilegítimo de Toyotomi Hideyori, el heredero de Toyotomi Hideyoshi (aquel daimyo unificador de Japón que reseñamos antes), quien se labró una gran reputación por hacerse valientemente el seppuku (suicidio ritual) tras fracasar en un levantamiento contra los Tokugawa.

La familia de Hideyori también había sufrido las consecuencias de la revuelta, siendo ejecutado su hijo de siete años y recluida en un convento su hija, por lo que se entiende que naciera una leyenda sobre un vástago bastardo superviviente, al estilo sebastianista. Se reforzaba ésta con el hecho que el caballo de Amakusa Shiro tuviera marcado a fuego un sello con forma de calabaza, como el de Hideyori, si bien es posible que ese detalle fuese un añadido posterior.

En realidad, el padre de Amakusa Shiro fue un vasallo del clan Konishi llamado Koji Masuda, rebautizado con el nombre cristiano de Pedro. De la madre sabemos que también tenía nombre cristiano, Marta, y que era hermana menor de Senzoku Zenemon, un ronin que se convertiría en el cerebro de la rebelión.

Amakusa Shiro nació hacia 1621 en la aldea de Ebe (hoy Asashi), que está en la isla de Oyano, donde vivió toda su infancia con ocasionales visitas a Nagasaki para recibir formación. Tenía dos hermanas mayores, Zen y Tsuru.

Más adelante se mudó con sus progenitores a Amakusa -de donde viene el nombre por el que ahora se le conoce-, poco antes de que estallara la rebelión. Allí se habría casado si son ciertas las fuentes que le atribuyen una esposa. Obviamente, era cristiano y, rumor sobre rumor, se difundió que había realizado varios milagros similares a los de Jesucristo (sanar la vista a una niña ciega, caminar sobre el mar, atraer a las palomas), todo lo cual le otorgó una excepcional personalidad que quizá fuera hiperbolizada posteriormente para ensalzar su figura.

En cualquier caso, Amakusa Shiro apenas tenía quince años cuando fue proclamado mensajero del Cielo por los cristianos japoneses. Por supuesto, carecía de experiencia militar -de cualquier tipo en realidad, dada su juventud- y no podía ser el cerebro estratégico que dirigiese el alzamiento; ese cometido correspondía a los ronin y algunos cabecillas de Shimabara, aportando él, eso sí, la imagen, el carisma que atraía adeptos a la rebelión. Se mostró realmente eficaz en ello, porque pronto las filas de los insurrectos sumaron entre veintisete mil y treinta y siete mil efectivos dispuestos a vender cara su piel.

Tras una serie de reuniones secretas para tramar la conspiración, la chispa que lo precipitó todo fue el asesinato del odiado daikan (recaudador de impuestos) en otoño de 1637. Los rebeldes pusieron sitio a los castillos de los clanes Teresawa y Hondo, pero tuvieron que levantarlos y retirarse cuando fue enviado un ejército de socorro desde Kyushu. Entonces cruzaron el mar Ariake para asediar otro castillo, el de Matsukura Katsuie en la reseñada península de Shimabara, aunque de nuevo se vieron forzados a dejarlo.

Entonces decidieron cambiar de táctica y reunieron todas sus fuerzas en el castillo Hara, que estaba medio en ruinas pero lo reforzaron con empalizadas y parapetos usando la madera de los botes utilizados para la travesía marítima. Contaban con bastante armamento y provisiones por haber saqueado los almacenes de los Matsakura, por eso confiaban en poder resistir a las tropas enviadas por el shogunato, a cuyo frente estaba Itakura Shigemasa y a las que se sumó el famoso espadachín Miyamoto Musashi (del que ya hablamos en otro artículo).

Los sitiadores contaron también con armas de fuego y artillería que proporcionó el holandés Nicolaes Couckebacker, que además les permitió bombardear las defensas con varios barcos mientras él asistía personalmente desde el De Ryp; los rebeldes afearon a sus enemigos que tuvieran que recurrir a extranjeros para intentar derrotarles.

Con todo, un intento de asalto al castillo no sólo fracasó sino que supuso la muerte de Itakura Shigemasa, sustituido por el daimyo Matsudaira Nobutsuna, célebre por su astucia, que llegó con oportunos refuerzos.

Sin embargo, todo resultó inútil contra los cristianos atrincherados, que tenían en Amakusa Shito un auténtico mesías. Ataviado con un kimono blanco, un hakama (pantalón ancho, símbolo de alto status), ramas de ramio en la cabeza y cordón al cuello, luciendo una cruz en la frente y esgrimiendo un gohei (varita de madera, símbolo de pureza), paseaba entre los suyos animándoles: «Aquellos que me acompañen en el asedio de este castillo serán mis amigos en el otro mundo» decía.

La llegada del invierno hizo estragos en ambos bandos, aunque el de los sitiadores resultó especialmente duro porque el 3 de febrero de 1638 los rebeldes hicieron una salida por sorpresa en la que mataron a dos mil enemigos. Ahora bien, fue un triunfo efímero; llevaban ya tres meses resistiendo, con lo que empezaban a escasear los víveres y las municiones. En primavera, los sitiadores se recuperaron al recibir nuevos efectivos, sumando cerca de ciento veinticinco mil hombres y haciendo fracasar otra tentativa de golpe de mano.

Unos días más tarde, una columna del clan Kuroda logró superar las defensas y capturar a los guerreros que defendían el perímetro exterior del castillo. El resto seguía fuerte en el interior, pero a la abrumadora inferioridad numérica había que sumar ahora otro problema: el agotamiento de las provisiones y el agua. Una información de la que se enteraron los generales del shogun gracias a los prisioneros y a que habían conseguido infiltrar un espía en el castillo.

Ese agente se llamaba Yamada Emosaku y, lógicamente, fue uno de los supervivientes del asalto final que ordenó realizar Matsudaira Nobutsuna: una marea humana se lanzó contra los debilitados defensores, que no pudieron hacer nada por contenerla. Una versión dice que Amakusa Shiro fue capturado y llevado a Nagasaki, donde le decapitaron; según otra murió a manos de Jinsazaemon, uno de sus vasallos. Esta última parece más coherente con el resto del relato.

Y es que el shogunato no conocía el aspecto de Shiro, por lo que se ordenó decapitar a todos los niños y mostrar sus cabezas a su madre para que le identificase. Así lo hizo, en efecto, y entonces se colocó dicha cabeza en una pica a la entrada de Nagasaki, para que sirviera de advertencia a los cristianos. Cuarenta mil de ellos perecieron en la represión que siguió a la caída del castillo Hara, mientras españoles y portugueses eran expulsados del país por ser sospechosos de haber incitado a la revuelta.

Shimabara pasó una época díficil; medio despoblada por la masacre, fue necesario trasladar allí nuevos colonos para poder trabajar los campos. El señor Matsakura Kasuie no resultó mejor parado; considerado negligente por no haber sabido prevenir el motín, se le ofreció el seppuku como salida digna y aceptó; Korioki Tadafusa le sutituyó al frente de su dominio. Los Terasawa sí se salvaron de la quema, aunque una década después el clan se extinguió por falta de descendencia.

En cuanto a los cristianos japoneses, varios miles fueron deportados a Macao y Manila, por entonces territorios portugués y español respectivamente. El resto se mantuvieron fieles a su fe en secreto, por lo que han pasado a la Historia como kakure kirishitan («cristianos ocultos»), acompañados de un puñado de sacerdotes que se las arreglaron para quedarse en Japón (dieciocho jesuitas, siete franciscanos, siete dominicos y un agustino, seglares aparte). Amakusa Shiro pasó a ser un mártir y santo popular, pero no oficial debido a las razones socioeconómicas que primaron en la rebelión.


Fuentes

Jonathan Clements, Christ’s samurai. The true story of the Shimabara Rebellion | Michael Zomber, Jesus and the samurai. The shining religion and the samurai | Charles Ralph Boxer, The Christian Century in Japan, 1549-1650 | John Dougill, In search of Japan’s hidden christians. A story of suppression, secrecy and survival | Wikipedia


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