Tradicionalmente, la historia de Roma empieza con su fundación por Rómulo, decendiente del troyano exiliado Eneas y creador de una monarquía en la que se sucedieron siete reyes. El último de éstos fue Tarquinio el Soberbio, derrocado en el siglo VI a.C., después de que su hijo violase a una patricia llamada Lucrecia y provocase con ello una insurrección que lideró Lucio Junio Bruto, instaurándose así una república gobernada por dos cónsules. Ahora bien, la mayoría de los historiadores consideran que todos estos hechos no son más que un relato mítico, construido a posteriori para explicar un origen “a medida”.
Puede resultar un tanto asombroso, desconcertante incluso, habida cuenta de la cantidad de obras literarias y artísticas que ha originado el destronamiento de Tarquinio a lo largo de la Historia, desde La violación de Lucrecia de Shakespeare al Brutus de Voltaire pasando por Lays of Ancient Rome de Babington, las innumerables pinturas sobre el tema que firmaron -entre otros- Cranach, Tiziano o Rubens, o la huella que dejó la figura de Bruto en la posteridad, usándose su nombre en contextos antimonárquicos como la Revolución Francesa o la Guerra de la Independencia de EEUU.
Pero lo cierto es que las fuentes documentales que hasta ahora constituían la historia de la caída de Tarquinio se consideran hoy poco fiables, total o parcialmente, aun cuando se hicieran eco de un relato oral previo, transmitido al pueblo probablemente a traves de la representación de obras teatrales. De hecho, la mayor parte de los autores que la narraron fueron muy posteriores cronológicamente y hay acuerdo entre los expertos en ver en ellos una voluntad de reconstruir ese episodio como una referencia a la época misma en que vivían, sirviendo unos de modelo a otros.

El texto clásico por autonomasia es Ab urbe condita (generalmente retitulada “Historia de Roma desde su fundación”), una obra escrita por Tito Livio en una fecha tan tardía como el último cuarto del siglo I a.C. y además en un tono parcial, pro-romano y favorable a una república aristocrática. Problemas similares presentan otros colegas, como Dionisio de Halicarnaso, autor de una Historia antigua romana que busca entroncar a los romanos con los griegos y, como en el caso anterior, se muestra muy poco crítica con sus fuentes.
La lista de historiadores antiguos que escribieron sobre el derrocamiento de la monarquía se hace extensiva a Plutarco, Dion Casio, Diodoro Sículo y algunos menos conocidos. El más cercano en el tiempo a los hechos -vivió en el siglo III a.C.- fue Quinto Fabio Píctor, considerado el primer historiador romano, concienzudo analista e inspiración para los demás. Lo cierto es que tampoco se le puede achacar del todo una manipulación artera a esa historiografía primigenia, puesto que sus representantes carecían de fuentes fiables anteriores al siglo IV a.C.
Cuando Fabio Píctor escribió su obra (presuntamente titulada Gesta de los romanos y de la que sólo hay referencias) ya estaba establecido el relato del derrocamiento de la monarquía porque no era del todo original sino que tenía elementos comunes típicos de esos casos: mandatario vicioso, violencia sexual contra jóvenes virtuosas, un líder honorable que encabeza el levantamiento popular que cambia el régimen en favor de otro más digno… Seguramente Fabio Píctor se atuvo a un modelo griego concreto, el de la caída de la dinastía pisistrátida, con un fondo parecido al de Lucrecia y Tarquinio.

Cuenta éste que Hiparco, tirano de Atenas, trató se seducir a Harmodio, que le rechazó porque era el erómeno (joven amante) de Aristogitón. Entonces, despechado, invitó a la hermana menor de Harmodio a participar como canéfora en la fiesta de las Panateneas para luego rechazarla acusándola de no ser vírgen (condición inexcusable), humillando así a su familia. Aristogitón y Harmodio lavaron su honor asesinando a Hiparco, aunque a costa de perder también la vida. Hipias, hermano y sucesor del tirano fallecido, logró reprimir la consiguiente revuelta pero terminó cayendo por la intervención del ejército espartano de Cleómenes I y, finalmente, Clístenes estableció una democracia.
Es evidente cierto paralelismo con la ofensa sufrida por Lucrecia, con el protagonismo de Bruto y con la implantación de la república romana. Se podría añadir otra posible historia afluente, la del intento del rey Darío I de restituir el trono a Hipias (quien tras su derrocamiento se había refugiado en Persia), de la misma forma que Tarquinio no cejó en su intento de recuperar Roma. Otros momentos de dicho intento podrían, asimismo inspirarse en hechos griegos; por ejemplo, la resistencia en un puente de Horacio Cocles ante el ejército de Lars Porsenna o la intervención divina de Cástor y Pólux para ayudar a los romanos contra las fuerzas de la Liga Latina.
Eso ha llevado a plantear la historicidad de los siete reyes romanos. La arqueología ha demostrado que hubo monarquía; otra cosa es si todos sus representantes existieron realmente o alguno fue una creación literaria posterior. De hecho, la figura de Tarquinio se considera creíble, si bien envuelta en una serie de elementos que no lo son tanto. Algunos incluso resultan contradictorios, como el hecho de que los líderes republicanos fueran en realidad parientes del soberano y, por tanto, candidatos a sucederle en lo que podría haber sido simplemente una tentativa de usurpación.

Los primeros momentos de la república también resultan raros, con cónsules que aparecen en unas fuentes pero no en otras, y algunos cambiados deliberadamente de orden para ajustarlos a un contexto legal concreto. Por eso no coinciden con los Fasti Capitolini, es decir, con la lista de los principales magistrados de la República Romana, que constituían una de las fuentes clásicas más importantes para la cronología. Actualmente sigue siendo válida -al fin y al cabo no hay otra- siempre que se la someta a revisión crítica, al menos para determinadas fases.
Y una de ellas, claro, es la inicial. Hay quien opina que los Fasti se manipularon introduciendo nombres etruscos, eliminando los plebeyos y alargando las fechas para que el nacimiento de la república coincidiera con la datación del templo Capitolino, lugar emblemático asociado a tiempos republicanos pero que en realidad era anterior, quizá asociado a la introducción de magistrados epónimos (los que daban sus nombres al año), que existían ya durante la monarquía como un reflejo de los éforos espartanos. Según esta hipótesis, la implantación de la república fue gradual y varios años anterior a la fecha comúnmente establecida: hacia el 472 a.C.
Por eso también existen especulaciones sobre la posibilidad de que la caída de la institución monárquica entre el 505 a.C. y el 509 a.C. no se produjera de forma tan dramática y explosiva como la narran los relatos, sino por una serie de sucesos que los historiadores romanos comprimieron y que estaban ambientados en el ritual conocido como Rex Sacrorum. Era éste un sacerdote senatorial que, junto con el Pontifex Maximus (que era el que le nombraba) y los Flamines Maiores, lideraba la jeararquía religiosa. Su esposa ostentaba también la dignidad de Regina Sacrorum y tenía sus propias tareas ceremoniales.

Las funciones que el Rex Sacrorum llevaba a cabo no eran políticas ni militares sino religiosas, pero heredadas de las que ejercía antes el rey. El debate está en si esa figura -o figuras, puesto que había otra intitulada Rex Nemorensis que cuidaba el bosque sagrado de Diana y accedía al cargo mediante asesinato ritual de su predecesor- se creó durante la naciente república o ya existía en tiempos monárquicos, habiendo asumido poco a poco las funciones reales. No se ha podido demostrar ni en un sentido ni en otro.
En suma, los investigadores actuales se dividen entre quienes aceptan la explicación historiográfica tradicional, sometiéndola a crítica y descartando detalles ficticios demasiado obvios pero conservando sus líneas generales, y quienes opinan que la historia de Roma no sólo se construyó como una falsificación del pasado sino que los propios romanos eran conscientes de ello. Los primeros, con el británico Tim Cornell a la cabeza, consideran que Roma se vio sumida en un período de cambios que afectó a muchos estados de la región italiana tirrena, surgiendo en tal contexto la chispa que llevó a derrocar la monarquía y repercutiendo unas situaciones sobre otras.
Así, los etruscos de Lars Porsenna atacaron Roma a petición de Tarquinio o por mera expansión, aunque el registro arqueológico en determinados rincones de la ciudad asociados a la corona en esa época (el santuario real donde hoy está la iglesia de Sant’Omobono, el entorno del Comitium… ) muestran una destrucción especialmente intensa que induce a teorizar sobre una exacerbada animosidad antimonárquica en la que la oligarquía habría derribado esa institución para después ceder el poder al ejército, representado por dos miembros de los Comitia Centuriata (nueva versión de la Asamblea, principal órgano legislativo entre cuyas funciones estaba la elección del rey).

En un primer momento de ese proceso, los oligarcas habrían reducido las competencias del monarca para transferirsélas al Rex Sacrorum, que por entonces sería de sangre real. Eso no ocurriría en el reinado de Tarquinio sino ya antes, en el de Servio Tulio, que gobernó como magistrado vitalicio popular, es decir, ejerciendo más como tirano -en el sentido antiguo de la palabra- que como rey. Incluso puede que su nombre derivase de ese cargo (se llamaba Mastarna, corrupción etrusca del latín magister, teniendo en cuenta que uno de los títulos de los dictadores era el de magister populi).
El paso de una dictadura a un sistema biconsular resulta así más fácil de imaginar, sobre todo si se tiene en cuenta que otras ciudades latinas experimentaron un proceso similar; fue el caso de Alba Longa, por ejemplo, que antes de resultar destruida reemplazó a su rey por dos dictadores elegidos anualmente. Claro que algunos historiadores destacan el papel jugado por Lars Porsenna en la implantación de una república en Roma. No es algo nuevo porque la tradición dice que fue él quien, tras conquistar la ciudad, abolió la monarquía y acometió la expansión por el Lacio, aunque su derrota en Arica le hizo renunciar a esos planes y dejar que los romanos se ocupasen solos de defender su república.
Plinio el Viejo creía que Porsenna fue rey de Roma durante un tiempo; en cualquier caso, la caída de la monarquía y el advenimiento republicano coincidieron con el declinar de la influencia etrusca en Italia central. La hipótesis explicaría el nombramiento de Lucio Junio Bruto y Lucio Tarquinio Colatino, ambos con sangre real en sus venas (el primero era sobrino de Tarquinio el Soberbio y el segundo, el viudo de Lucrecia). Tal parentesco habría sido lo que llevó a Porsenna a dejarlos a cargo de Roma, intentando propiciar una combinación de legitimidad y estabilidad, aunque acabaron convertidos en cónsules.

Frente a esta concepción positiva, aunque matizada, de las fuentes historiográficas tradicionales, se alza la que las considera fruto de un moldeamiento y adaptación a la ideología vigente en el momento de escribirlas. Y es que se basaban en listas de cargos oficiales en las que figuraban antepasados de familias ilustres a las que se buscaba ensalzar, alternado su orden hasta que la cronología se volvió confusa y contradictoria. Por ejemplo, Timeo de Tauromenio, autor de una historia de los griegos en el Mediterráneo occidental que incluía la de Roma, situó el origen de la república en el 509 a.C. simplemente porque ese fue el año en que Clístenes estableció la democracia en Atenas.
Igualmente Tito Livio, en su Ab urbe condita, estructuró la hsitoria de Roma como una sucesión cíclica en la que una etapa de virtud moral es seguida de otra de decandencia. El primer ciclo empezaría con Rómulo y alcanzaría su apogeo con Servio Tulio antes de cerrarse con Marco Furio Camilo (un militar que obtuvo cuatro triunfos, fue cinco veces dictador, seis tribuno con poderes de cónsul y que a su muerte fue honrado con el título de Segundo Fundador de Roma). El siguiente ciclo sería en la época de Escipión el Africano, con culmen en Augusto. Resulta inevitable también ver lo que Mary Beard llama “profecía retrospectiva” sobre Bruto, antepasado del homónimo que mataría a Julio César cuatro siglos más tarde.
En resumen, la historia del derrocamiento de la monarquía romana y la instauración de la república no ocurrió exactamente como se ha contado. Bien es cierto que no se trata de algo nuevo, ya que todos los pueblos han creado sus mitos fundacionales y lo que hemos contado aquí podría hacerse extensible a otros muchísimos casos: la concepción clásica de Covadonga y la Reconquista para fundamentar el nuevo reino asturiano, el Éxodo judío que llevó al pueblo elegido a su nueva tierra, la destrucción de códices y reescritura de su pasado por parte de los mexicas para adecuarlo a su adquirida condición de potencia dominante en el valle del Anáhuac, etc.
FUENTES
Sergei Ivanovich Kovaliov, Historia de Roma
Mary Beard, SPQR. Una historia d ela Antigua Roma
Javier Cabrero Piquero y Pilar Fernández Uriel, Historia Antigua II. El mundo Clásico. Historia de Roma
Pierre Grimal, El mundo mediterráneo en la Edad Antigua. El helenismo y el auge de Roma
Tim Cornell, The beginnings of Rome. Italy and Rome from the Bronza Age to the Punic Wars (c. 1000-264 bC)
Gary Forsythe, A critical history of early Rome: from prehistory to the first Punic War
Wikipedia, Overthrow of the Roman monarchy
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