«No es el parlamento el que debe concederlo». Con esta lacónica frase rechazó Federico Guillermo IV de Prusia el título de Kaiser der Deutschen (emperador de los alemanes) que le ofrecieron tras la Revolución de 1848 los parlamentarios de Frankfurt, pues él opinaba que debía ser una iniciativa de los príncipes germanos. Hubo que esperar hasta 1871 para que lo aceptase su hermano, Guillermo I de Prusia, a instancias de Bismarck, que lo había recuperado una vez consumada la unificación alemana.

El imperio que quedaba bajo su mando era una monarquía federal en la que Guillermo ejercía tanto de emperador como de presidente, puesto que allí se reunían reinos, principados y ducados, pero también repúblicas; algo casi inaudito en la política mundial.

Aquel viejo empeño en revivir el lustre del Imperio Romano, primero por parte de los carolingios y después mediante el Sacro Imperio Romano Germánico, terminó con la supresión de éste en 1806 por su último titular, Francisco II, para evitar que Napoleón se lo apropiara tras su victoria en Austerlitz. Bonaparte lo sustituyó entonces por la Confederación del Rin, una unión de dieciséis estados alemanes -más tarde ampliados a treinta y ocho- con el corso a la cabeza como Protector y capital en Frankfurt.

La Confederación del Rin en su última etapa, en 1812/Imagen: ziegelbrenner en Wikimedia Commons

La Rheinbund, como se decía en lengua teutona, fue bastante popular inicialmente porque prefiguraba una protounión, pero su incorporación al Sistema Continental napoleónico repercutió negativamente en su economía, lo que, junto con la creciente presión bélica de los aliados contra Francia, la abocaba al fracaso.

Consecuentemente, la Confederación resultó efímera y se disolvió en 1813, tras la batalla de Leipzig que obligó a Bonaparte a marchar al exilio en Elba, dejando paso a un nuevo intento: la Confederación Germánica.

La Deutscher Bund nació en 1815 por iniciativa del Congreso de Viena, aquella reunión ultraconservadora de ministros europeos que dictó la política del continente durante los años siguientes, interviniendo en los países si era necesario y procurando mantener a raya el nacionalismo y el liberalismo.

La Confederación Germánica/Imagen: ziegelbrenner en Wikimedia Commons

En lo concerniente a Alemania, la Confederación agrupaba a treinta y cinco estados, que pasaron a ser cuarenta en 1820 (y en 1835 se creó otro más, el Ducado de Limburgo, como compensación por la pérdida de la provincia de Luxemburgo en favor de Bélgica). Sin embargo, tampoco ese modelo fue capaz de mantenerse.

Tras tambalearse con la Revolución de 1830 (el estallido surgido en Francia y que llegó dos años más tarde a territorio germano llevado por los exiliados franceses), recibió un nuevo golpe con la del 48, obligando al mencionado rey prusiano, Federico Guillermo IV, a conceder una constitución y abrirse a un proceso unificador. Éste no estaba exento de incertidumbre, puesto que el Parlamento de Frankfurt se polarizó entre los partidarios de la Kleindeutsche (Pequeña Alemania) y los de la Grossdeutschland (Gran Alemania).

Los primeros estaban a favor de ofrecer la corona imperial a la Prusia de los Hohenllozern, excluyendo a Austria porque ésta se había unido a Hungría, que tenía un importante porcentaje de población no germana que no deseaba una separación. Los segundos, en cambio, eran favorables a entregar la corona a los Habsburgo de Viena, lo que integraría a Austria y Bohemia (pero también excluyendo a Hungría). Al final se impuso la Kleindeutsche Lösung (Solución de la Pequeña Alemania), rechazando Federico Guillermo IV «recoger una corona de la cuneta».

Bismarck en 1871/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Y es que tenía sus propios planes: en 1849 propuso una constitución más conservadora que centraba el poder en las clases altas en general y en sus manos en particular. Promovía además lo que llamó Unión de Erfurt, una confederación que integraba a los estados alemanes septentrionales pero que fracasó porque Sajonia y Hannover se retiraron, temiendo la preponderancia de Prusia (aparte de ser presionados en ese sentido por Austria y Rusia). En situaciones de crisis es cuando suelen surgir los grandes líderes y tal es el caso: había llegado el momento de Bismarck.

Como es sabido, Otto von Bismarck fue el conductor de un proceso de unificación basado en la hegemonía de Prusia, el nacionalismo exacerbado, la creciente importancia de la burguesía, el conservadurismo político con sufragio censitario, el creciente poder industrial de la zona, la alianza con la clase media y el potencial militar.

Como dijo él mismo: «Las grandes cuestiones del día no son decididas por discursos ni votaciones mayoritarias … sino con sangre y hierro». Efectivamente, las sucesivas guerras victoriosas contra Dinamarca, Austria y Francia permitieron unir al pueblo en un objetivo común y alumbraron el Deutsches Kaiserreich o Imperio Alemán en 1871.

El káiser Guillermo I retratado en 1884/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Se estableció un parlamento bicameral en el que el Reichstag (cámara baja) era elegida por sufragio universal (pero sólo masculino), aunque los junkers (nobleza terrateniente) mantenían un considerable poder político. Ahora bien todas las leyes debían contar con la aprobación del Bundesrat o Consejo Federal, el órgano de representación de los estados miembros, teóricamente iguales -en la práctica había primacía de Prusia debido a su extensión- y homogeneizados a través de la Kulturkampf (cultura nacional, relativa a idioma, educación y religión -para todo lo cual se acometió un proceso de germanización de polacos, daneses y otras etnias no alemanas-, así como en la elaboración de un relato histórico-legendario sobre un pasado heroico).

Bismarck era el canciller (primer ministro) a la vez que presidente prusiano, mientras que Guillermo I, aparte de mantener el título de Rey de Prusia, recibió también el de kaiser (equivalente al de emperador porque, de hecho, deriva del latín caesar) y el de presidente del Bundesrat. El káiser gozaba de amplias competencias, como la de ser jefe de las fuerzas armadas y tener la palabra final en las relaciones internacionales, pero Guillermo I procuró no intervenir en las cuestiones importantes; en cambio, su nieto Guillermo II sí interfirió a menudo, hasta convertirse en el centro del imperio.

Austria, como decíamos, fue excluida, pero se adhirieron al tratado veintidós príncipes y tres presidentes republicanos. Lo singular de ese modelo estaba en que, de todos esos jefes de estado menores, cuatro eran reyes (Prusia, Baviera, Sajonia y Württemberg); siete, príncipes (Lippe, Reuss-Gera, Reuss-Greiz, Schaumburg-Lippe, Schwarzburg-Rudolstadt, Schwarzburg-Sondershausen y Waldeck-Pirmont); seis, grandes duques (Baden, Hesse, Oldemburgo, Mecklenburgo-Schwerin, Sajonia-Weimar-Eisenach); cinco, duques (Anhalt, Sajonia-Meininhen, Sajonia-Altemburgo, Sajonia-Coburgo y Gotha, y Brunswick); y tres, presidentes de las ciudades hanseáticas libres (Bremen, Hamburgo y Lübeck).

El Imperio Alemán/Imagen: Rowanwindwhistler en Wikimedia Commons

Incluso había un mero administrador imperial (Alsacia-Lorena) y, de no ser por que la constitución no consideraba a las colonias territorios del Reich -sólo posesiones en el extranjero-, se hubieran podido añadir a la lista los nombres de Yuhi Musinga, rey de Ruanda; Mwanbutsa IV Bangiricenge, monarca de Burundi; y Aweida, soberano de Nauru (una isla de Micronesia). Éstos no, por tanto, pero los anteriores tenían la consideración de Bundesfürst (Príncipe Federal) ya que, pese a su nombre, el Deutsches Reich estaba organizado como un estado federal en el que cada estado conservaba una parte considerable de su autonomía.

Un imperio federal; algo realmente curioso que llegó a su término entre el 8 y el 30 de noviembre de 1918, pues a lo largo de esos veintidós días fueron abdicando, uno tras otro, todos los reyes, príncipes y duques -incluyendo al mismo káiser- por la derrota en la Primera Guerra Mundial. Curiosidad sobre curiosidad: pese a que se proclamó una república parlamentaria en Weimar, el Deutsches Reich continuó existiendo formalmente porque se decidió conservar ese nombre para el país.

Más aún, de 1943 a 1945, los dos últimos años del régimen nazi, se implantó una efímera variante denominada, pomposamente al aspirar a absorber toda la Europa germánica, Großgermanisches Reich deutscher Nation; es decir, Gran Reich Germánico de la Nación Alemana. El fracaso en la Segunda Guerra mundial puso fin a ese ensueño y cuatro años más tarde se creaba otro estado federal, la RFA (República Federal Alemana), a la que el bloque soviético respondió casi inmediatamente con la RDA (República Democrática Alemana). La reunificación, eso sí, tuvo que esperar hasta 1990.


Fuentes

Mary Fulbrook, Historia de Alemania | Eric Dorn Brose, German History, 1789–1871: From the Holy Roman Empire to the Bismarckian Reich | Michael Stürmer, The German Empire 1871-1919 | Wikipedia


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