Como indica su nombre, el cabo español de Finisterre (finis terrae) era considerado en la Antigüedad el límite occidental del mundo conocido. Ahora bien ¿dónde se situaba entonces la frontera oriental?
Fue Alejandro Magno quien en el año 329 a.C. determinó esa estimación, al menos en su parte más septentrional, del límite del mundo greco-romano que se mantendría hasta el siglo XV, cuando la llamada Era de los Decubrimientos ensanchó los conocimientos geográficos: el río Jaxartes, actual Sir Daria, que pasa por tres países (Kazajistán, Uzbekistán y Tayikistán) y donde el macedonio ganó una batalla a los escitas que le permitió pacificar la región, pese a resultar herido.
El Jaxartes, también conocido como Orexartes en las fuentes clásicas (denominación derivada del persa Yakhsha Arta, que significa el «Gran nacarado» en referencia al color de sus aguas), es uno de los cauces fluviales más largos de la Tierra alcanzando 2.212 kilómetros desde su doble nacimiento en la montaña Tia Shan y los ríos Naryn y Kara Daria (que aumentarían su longitud si se cuentan esas fuentes), desembocando en el mar de Aral.
No tiene mucho caudal, unos 37 kilómetros cúbicos anuales, debido a que los soviéticos lo explotaron masivamente para el riego, generando de paso un factor más para la desecación del mencionado mar.
Pero ésa es la situación actual; antiguamente las cosas eran diferentes porque, sin ser especialmente caudaloso, llevaba más agua (de hecho, en la documentación musulmana medieval se lo identificaba con uno de los cuatro ríos del Paraíso, el Sayhoun) y eso bastaba para constituir un obstáculo al avance de un ejército.
Fue lo que le ocurrió al de Alejandro cuando sus forrajeadores fueron atacados por sorpresa y los asaltantes, tropas escitas, se refugiaron en la orilla opuesta del Jaxartes, disponiéndose para la defensa.
Todo había empezado en el año 334 a.C., cuando el macedonio, ya dueño de Grecia pero necesitado de un objetivo común que uniera a todos, eligió el de vengar los intentos de invasión realizados antaño por los persas y liberar las ciudades helenas de Asia Menor, tal como había soñado su padre Filipo. Así pues, cruzó el Helesponto al mando de cuarenta mil hombres y poco a poco fue cumpliendo el plan, al que pronto dotó de mayores ambiciones: apoderarse del Imperio Persa. Las victorias en el Gránico, Issos y Gaugamela pusieron en fuga al rey aqueménida, Darío III, permitiendo a Alejandro apoderarse de buena parte de su territorio.
No le bastó y, consciente de la riqueza que tenían las provincias allende Mesopotamia, situó en esta región su base de operaciones, capturando Babilonia, Susa y Persépolis. Apenas habían pasado tres años desde el inicio de la campaña, pero Darío continuaba libre por el centro de Asia, lo que suponía una amenaza general y un obstáculo personal para quien aspiraba a sentarse en el trono del Rey de reyes. El asesinato en Ecbatana del infortunado monarca a manos de sus propios ayudantes solucionó la cuestión.
Sin embargo, muchas satrapías del imperio habían aprovechado el vacío de poder para rebelarse y Alejandro entendió que no podía permitirlo o podría producirse un efecto dominó. Consecuentemente emprendió la marcha hacia Bactria, elegida la primera para su pacificación. Correspondiente con el norte del actual Afganistán, y el sur de Uzbekistán y Tayikistán, Bactria -o Bactriana- se extendía entre Aracosia por el sur, Drangiana e Hircania por el oeste, Gandhara por el este y Sogdiana, Transoxiana y Escitia por el norte.
Los habitantes de esa última eran los escitas, que además constituían el principal grupo étnico de la población bactriana septentrional. Se trataba de una serie de pueblos nómadas de origen iranio que se extendían por un vastísimo área de la estepa euroasiática, dedicados al pastoreo y la cría de caballos. Una de sus tribus más destacadas era la de los sacas, que vivían en Asia central desde lo que hoy es Ucrania hasta el sur de Rusia, pasando por la región china de Sinkiang y la llanura del Turán (la mayor parte de Turkmenistán más zonas de Kazajistán y Uzbekistán).
Los sacas hablaban una lengua indoeuropea y se cree que descendían de la cultura Andronovo, llegando a establecerse en lo que se bautizó como Sacastán, una región enclavada en parte en Afganistán y en parte en Irán. Los persas los identificaban con los escitas en sus fuentes y los conocían bien porque se enfrentaron a ellos a menudo, en tiempos de Ciro el Grande y Darío I, quienes les arrebataron el territorio que renombraron Corasmia. Los macedonios no se habían enfrentado aún a los sacas, pero sí a otras tribus escitas del Ponto, que unidas por el rey Ateas se expandieron hasta Tracia hasta chocar con Filipo II en el 339 a.C., según Estrabón.
Ocho años después Zopirión , un general de Alejandro, quiso aprovechar la descomposición del dominio escita para hacer méritos ante su superior y emprendió una campaña de conquista en Crimea que terminó en una derrota catastrófica. No vamos a entretenernos en ello porque ya le dedicamos un artículo, así que vamos a circunscribirnos a lo que pasó en el 329 a.C., cuando el hijo de Filipo llegó a Bactria dispuesto a poner fin a su insurrección y, probablemente sin saberlo, convertirse en ansiado objetivo de unos escitas que ansiaban vengar la muerte de Ateas.
Lo cierto es que los macedonios pretendían restaurar el orden y, de paso, construir una de esas ciudades que Alejandro erigía para su gloria personal: Alejandría Escate (lo que hoy es Juyand, en Takiyistán), que se especula con que era una refundación de Cirópolis, otra erigida antes por Ciro el Grande como bastión fronterizo del Imperio Aqueménida (de hecho, su nombre podría traducirse como «Alejandría lejana» o «Alejandría última»). Alejandro también seguía esa estrategia de tachonar las fronteras con fortalezas y ésta tenía la misión de controlar Sogdiana.
El entorno de ese emplazamiento estaba habitado por los sacas, cuyo contacto con los maceconios destinados a las obras debió de hacer saltar chispas al pensar los primeros que Alejandro estaba preparando una base desde la que empezar la invasión de la vecina Escitia. Y si eso lo pensaban los sacas, con más inquietud aún lo veían los escitas ultrafronterizos; tanto como para que su rey enviase un ejército con el que frenar la amenaza: entre veinte mil y treinta mil hombres (a caballo, como era su tradición bélica) al mando del hermano del propio monarca, Satraces.
Con su caracteristica táctica de atacar por sopresa y retirarse rápidamente, esas fuerzas hostigaron a las diversas patrullas macedonias dispersas por el territorio, incluyendo a los forrajeadores encargados de recopilar víveres, llegando a herir levemente al mismísimo Alejandro en el cuello para después cruzar el Jaxartes y esperar en la otra orilla el previsible contrataque, amparados por la corriente fluvial y un terreno elevado propicio para la defensa. Alejandro disponía de muchos menos efectivos, unos seis mil, pero no podía dejar pasar aquella afrenta so peligro de que todas las satrapías siguieran el ejemplo y se movilizasen contra él.
El problema es que su sacerdote personal, Aristander, le informó del augurio negativo que arrojaban los sacrificios que, según la costumbre, se realizaron antes de entrar en liza; por tanto, Alejandro demoró la orden de avanzar hasta que las provocaciones de los sacas desde la otra orilla se volvieron demasiado estentóreas para ser obviadas y finalmente resolvió hacerles frente ya. Pero para eso debía atravesar antes el río, lo que siempre constituía un peligro porque en medio del agua era difícil protegerse de las flechas enemigas y en el posterior salto a tierra resultaba casi imposible mantener la formación en falange.
Sin embargo, no era la primera vez que el macedonio se veía en esa tesitura; su primer combate en Asia Menor, años atrás ante persas y mercenarios griegos, fue en el río Gránico y lo solventó con brillantez. Como entonces, los augurios religiosos eran contrarios y el adversario estaba compuesto fundamentalmente por caballería, si bien el desarrollo de los acontecimientos transcurrió de forma diferente porque el Jaxartes llevaba bastante más agua que el Gránico. El cruce debía hacerse, pues, de la forma más rápida posible para evitar quedar expuestos demasiado tiempo a los arqueros sacas.
La solución fue un alarde de imaginación y audacia, propio de él: como el ancho del cauce impedía que sus arqueros pudieran alcanzar con precisión la otra orilla con sus flechas, instaló una línea de catapultas a lo largo de la ribera que tenían la misión de disparar continuamente para cubrir a las embarcaciones, cada una de las cuales llevaba asimismo en la proa otra catapulta. De ese modo, los arqueros pudieron mantenerse a cubierto durante la difícil operación y cuando desembarcaron sin apenas bajas jugaron un papel fundamental.
Antes, las catapultas cumplieron su misión: los proyectiles arrasaron las primeras líneas de los sacas e incluso mataron a un destacado jefe, impidiendo que las flechas que lanzaban atinasen y que resultasen insuficientes para detener a la flotilla. Y, en efecto, una vez pusieron pie a tierra, los arqueros macedonios pudieron cubrir a su vez el cruce de los hoplitas y la caballería para presentar una batalla campal. Los sacas no acostumbraban a combatir de esa forma, por lo que se dispusieron a retirarse. Pero Alejandro ya había mordido la pantorrilla del enemigo y no estaba dispuesto a soltarla.
Por tanto, envió un escuadrón de jinetes mercenarios y otros cuatro de lanceros a caballo como fuerza de choque que debía fijar al rival para permitir entrar en acción a la falange (la clásica táctica del yunque y el martillo). A los sacas debió de resultarles desconcertante esa idea de sacrificar efectivos, inexistente en su cultura, pero se dispusieron a aplastarla con su enorme superioridad numérica. Lamentablemente para ellos, estaban cayendo en la trampa y Alejandro, como tenía previsto, ordenó avanzar a la falange mientras enviaba a sus arqueros y peltastas (infantería ligera) en apoyo de aquellos quinientos hombres rodeados.
A continuación, se puso al frente de los Heitaroi («Compañeros», la caballería de élite y guardia personal suya, que entraba en combate en el momento culminante), repartiéndolos en dos cuerpos que debían cargar en cuña contra el enemigo cada uno por un flanco, más un tercero que atacaba de frente. Eran cuatro millares de centauros que se abatieron como una ola sobre las filas sacas, que cedieron ante su ímpetu. El flanco más cercano al río se descompuso e inició una retirada, durante la cual chocó con sus propias filas desorganizándolas.
Eso supuso el fin de la batalla, pues los sacas la dieron por perdida y emprendieron la huida. Decidido a acabar con ellos, Alejandro los persiguió unos quince kilómetros, hasta que una flecha le hirió en una pierna. No era grave, pero comoquiera que aún tenía reciente la del cuello y además padecía disentería, renunció a continuar la persecución. Ahora bien, ver trasladar el cuerpo maltrecho de su general enardeció a los soldados macedonios que todavía luchaban en la loma contra la última resistencia del enemigo. Lanzaron un ataque tan brutal que no sólo los vencieron sino que los masacraron.
Se calcula que los sacas sufrieron doce mil muertos, incluyendo a Satraces. Si no hubo más fue porque la disentería también se había cebado con la mayoría de los soldados macedonios y no estaban en condiciones de correr tras los supervivientes, por eso únicamente hicieron centenar y medio de prisioneros, aunque, eso sí, capturaron casi dos millares de caballos. Como vimos, Alejandro también pagó con su sangre, y tuvo que pasar varios meses en cama, siendo transportado al sur en litera.
Irónicamente, podía haberse evitado aquella matanza porque él no quería invadir Escitia sino asegurar el territorio que encontraba por delante para asentar su control sobre lo que había sido el Imperio Persa. Consecuentemente, firmó con los escitas una tregua y devolvió a los cautivos sin pedir rescate, garantizando así la tranquilidad en el noreste. Allí quedó fijada la frontera del mundo occidental para los siguientes dieciocho siglos.
Fuentes
Quinto Curcio Rufo, Historia de Alejandro Magno | Justino, Epítome de las «Historias filípicas de Pompeyo Trogo» | Lucio Flavio Arriano, Anábasis de Alejandro Magno | Plutarco, Vidas paralelas | Diodoro Sículo, Biblioteca histórica | Ruth Sheppard, Alejandro Magno. Su ejército. Sus batallas. Sus enemigos | A. B. Bosworth, Alejandro Magno | Yumna Zhara Nadezhda Khan, A comentary on Dyonisius of Alexandria’s. Guide to the Inhabited World, 174-382 | Wikipedia
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