Por mucho que Julio Nepote se negara a reconocer su legitimidad y siguiera ostentando el título en paralelo hasta su muerte en el año 475 d.C., para la Historia el último emperador romano de Occidente fue Rómulo Augústulo, al que el caudillo hérulo Odoacro depuso diez meses después, permitiéndole retirarse a una fortaleza que había en la región meridional de Campania.

Niño todavía, se instaló con su familia y séquito en el castellum Lucullanum, una antigua villa reconvertida en fortaleza, sin que se sepa mucho más de su vida posterior. El lugar se conoce con el nombre de Castel dell’Ovo y es uno de los atractivos turísticos de Nápoles por las leyendas que se generaron en él en tiempos posteriores.

Rómulo Augústulo no fue el único emperador que eligió aquel sitio para el retiro, ya que Tiberio lo había hecho antes temporalmente. De hecho, como decíamos, el origen de aquel inmueble de ubicación apartada -Mégaride, un islote unido al continente por un istmo de toba amarilla, prolongación en el mar del monte Echia- se remontaba al siglo I a.C., cuando Lucio Licinio Lúculo lo eligió para construir una de las varias villas en las que pasó su vejez, tras dejar la vida política, en la que se había forjado no pocas enemistades. Lúculo era un veterano y exitoso militar de varias guerras, como la Social (en la que participó a las órdenes de Sila) y las numerosas campañas de la primera y tercera Mitridáticas.

Rómulo Augústulo entrega su corona a Odoacro, en una ilustración decimonónica/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

En esa merecida jubilación se convirtió en un amante de las letras, las artes y la buena vida, dejando como testimonio de ello pruebas físicas: desde la introducción en Roma de frutas importadas de Asia Menor (cereza, melocotón, albaricoque) hasta los llamados Horti Lucullani (los jardines de la actual Villa Borghese), pasando por varias villas en Campania y Túsculo a cual más fabulosa, levantadas con materiales nobles y dotadas de equipamientos igualmente fabulosos (cortinas de púrpura, pedrerías, banquetes que alcanzaron cierta fama dejando como recuerdo el adjetivo «luculiano» para referirse en italiano a una buena comida.).

En Parténope, la vieja colonia fundada en el siglo VII a.C. por colonos procedentes de Cumas y germen de lo que hoy es Nápoles, compró una extensa parcela que, según cálculos, se extendía desde la colina Pizzofalcone hasta Pozzuoli; allí construyó una fastuosa mansión con arcos sobre acantilados, cascadas, fuentes, los nuevos frutales mencionados, una nutrida biblioteca, estanques con peces de todo tipo (se habla incluso de morenas) y mil maravillas más que llevaron a definirle como el Jerjes togado, expresión alusiva al lujo que envolvía el palacio del rey persa.

Lúculo terminó enloqueciendo, no se sabe si por demencia senil o por envenenamiento y murió hacia el 56 a.C., siendo enterrado en Tusculum.

El castillo visto desde el mar | foto Ra Boe en Wikimedia Commons

Posteriormente, la villa napolitana terminaría en manos del estado, que la reconvirtió en un castrum para que sirviera de centro administrativo-militar de la región; del original sólo quedan los tambores de las columnas y un ninfeo, puesto que todavía se reformaría más y en época tardoimperial, a mediados del siglo V d.C., el conjunto fue fortificado por orden de Valentiniano III.

Sin embargo, en el último cuarto de dicha centuria se estableció allí una comunidad de monjes basilios, una orden procedente de Cesarea llamada así porque seguía la regla de San Basilio (aunque más tarde adoptarían la de San Benito).

Al principio, los religiosos se asentaron en eremitorios dispersos por la zona, pero finalmente formaron un monasterio, quizá por impulso de Rómulo Augústulo (que, recordemos, llevaba allí un lustro tras dejar el trono) o más bien de su madre, Barbaria, a la que aluden algunas fuentes documentales en ese sentido. Cabe señalar, como curiosidad, que los basilios tuvieron en la Edad Media un activo scriptorium que seguramente aprovechó los libros que quedaban de la biblioteca de Lúculo.

Restos de un eremitorio basiliano conservado en el interior de Castel dell’Ovo/Imagen: Richard Nevell en Wikimedia Commons

El istmo de Mégaride fue rebautizado San Salvatore por los monjes; ahora bien, del cenobio sólo quedan la entrada monumental y los restos de la iglesia homónima, ya que en el siglo IX el complejo quedó maltrecho por los musulmanes tras asediarlo para apresar al obispo Atanasio, que se había refugiado tras sus muros, y en el X fueron los duques de Nápoles los que lo demolieron por el riesgo que suponía que cayera en manos sarracenas. Los cenobitas se trasladaron a la colina de Pizzofalcone.

Inevitablemente con el tiempo se volvieron a construir defensas, como demuestra el hecho de que en 1140 se instalase allí Roger II de Sicilia, tras conquistar Nápoles.

Él mismo ordenó la construcción de un castillo a su arquitecto Buono di Napoli, aunque apenas lo usó porque el centro de la vida política y administrativa de los normandos italianos estaba en otro terminado también recientemente, Castel Capuano, quedando así como recio baluarte costero, conocido popularmente con el nombre de Torre de los Normandos.

La Torre de los Normandos/Imagen: Richard Nevell en Wikimedia Commons

Del dominio normando al suevo con Constanza de Altavilla, la hija de Roger, como puente, el castillo se reforzó y en 1222 Federico II de Hohenstaufen le añadió otras tres torres (Torre de Colleville, Torre Maestra y Torre del Medio) debido a que situó allí la sede del tesoro real primero, más la residencia real y la prisión estatal después. Luego llegó el turno de los angevinos, bajo cuyo mandato volvió a transferirse la corte a otro lugar (el célebre Castel Nuovo que preside hoy el puerto), pero manteniendo la hacienda en el istmo, bien protegida gracias a nuevas obras.

De hecho, continuaba siendo una cárcel inexpugnable por la que pasaron personajes como los reyes sicilianos Conradino de Hohenstaufen o la familia de su sobrino, Manfredo (su segunda esposa, Helena de Epiro, sus hijos y su cuñada Constanza Augusta), tras ser derrotados ambos por Carlos de Anjou en su lucha por controlar Sicilia.

Para entonces el castillo recibía la denominación de chateau de l’Oeuf o castrum Ovi Incantati, a causa de una curiosa leyenda que, si bien se refería a la Antigüedad, en realidad era bajomedieval, probablemente coetánea a los hechos que acabamos de relatar.

El castillo durante la erupción del Vesubio de 1779, obra de Jacob Philipp Hackert/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Según se decía, el famoso poeta Virgilio, autor de la Eneida e ilustre vecino del Nápoles romano, había escondido en las mazmorras un huevo mágico con la propiedad de mantener en pie por sí solo todo el edificio y cuya rotura no sólo produciría el desplome arquitectónico sino que acarrearía la desgracia para la localidad.

No era más que una forma simplona de explicar el nombre del sitio, Castillo del Huevo en español, debido en realidad a la planta de forma oval que le confirió el reseñado Buono di Napoli al diseñar los planos para Roger II.

El origen de la versión legendaria, situado pues en el siglo XIII, lo recogió Bartolomeo Caracciolo Carafa en su obra Chronichrimo tempio explicando que Virgilio, un erudito en cuestiones agrónomas, había asesorado al magister civicum en los trabajos de saneamiento urbano con tal éxito que por fin se terminó con las frecuentes epidemias que provocaba la falta de alcantarillado y por ello se ganó fama de mago (algo a lo que sin duda colaboró el hecho de que su madre perteneciera a la gens Magia).

La reina Juana I ante el papa Clemente VI, obra de Emile Lagier/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Pero la leyenda arraigó tanto como para que cien años más tarde, al producirse un nuevo derrumbe parcial en el castillo, la reina Juana I de Nápoles, hija del duque de Calabria Carlos de Anjou y de María de Valois (la hermana del rey francés Felipe VI), tuviese que prometer a la población que había conseguido otro huevo mágico para cimentar el edificio tras su reparación.

Quién le iba a decir que acabaría presa allí mismo por orden de su sobrino, Carlos III, que la derrocó con apoyo del papa de Roma, Urbano VI, por ser ella seguidora del antipapa Clemente VII de Aviñón.

La pugna de Francia con la corona de Aragón primero, y con España después, por el control de Nápoles llevo a que el castillo sufriera nuevos daños y más graves que los anteriores quizá, dado que ya se empleaba de forma habitual la artillería. Por eso las consiguientes reconstrucciones se adaptaron a los nuevos tiempos, con torres de planta octogonal, muros más gruesos y defensas no sólo mirando al mar sino también a tierra. En tiempos de los borbones incluso se instalaron baterías de cañones y puentes levadizos, dejando atrás el uso residencial en favor del meramente militar.

Vista del castillo y el Borgo Marinari/Imagen: Producer en Wikimedia Commons

Así, por ejemplo, los españoles usaron el castillo como base para bombardear las calles de Nápoles durante la rebelión que el revolucionario Massaniello encabezó en 1647 contra los elevados impuestos, en el contexto de una crisis de subsistencias, al clásico grito de «¡Viva el rey [de España y Nápoles, a la sazón Felipe IV] y muera el mal gobierno!». En ese sentido a lo largo de los siglos siguientes conservó también el carácter penitenciario, siendo recluidos en sus calabozos el filósofo Tommaso Campanella (por el doble delito de herejía y conspiración para la rebelión), líderes jacobinos y, ya en el siglo XIX, destacados carbonarios y liberales como Carlo Poerio, Francesco de Sanctis o Luigi Settembrini.

Conseguida la unificación italiana, el Castel dell’Ovo pasó a ser propiedad estatal, cayendo en el olvido y el abandono hasta el punto de que en 1871 la Associazione degli Scienziati, Letterati e Artisti propuso derribarlo para dejar sitio a un nuevo barrio. Por suerte, la moción no salió adelante y el castillo siguió en su sitio, bien es cierto que cada vez más degradado. Incluso aalgunas familias de marineros y pescadores se instalaron en él tras la Segunda Guerra Mundial, hasta que en 1980 fueron desalojadas al ponerse en marcha un plan de restauración aprobado cinco años antes.

Efectivamente, en la actualidad es un espacio dedicado a eventos diversos que refuerza el carácter cultural, turístico y de ocio de su entorno junto a numerosos restaurantes y el puerto deportivo del Borgo Marinari.


Fuentes

Plutarco, Vidas paralelas | Sergei Ivanovich Kovaliov, Historia de Roma | Gino Chierici y Riccardo Filangeri di Candida, Amalfi | Il Castel dell’Ovo (Comune di Napoli) | Wikipedia


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