Hace ochenta y cuatro años no existía la OTAN, pero alguno de sus futuros miembros, concretamente EEUU, ya había elaborado un posible e inaudito plan para afrontar una victoria soviética en la Guerra de Invierno primero y la Guerra de Continuación después, es decir, en las contiendas que enfrentaron a la Unión Soviética y Finlandia en aquellos procelosos tiempos de la Segunda Guerra Mundial. El susodicho plan recibió el nombre de Operación Alaska porque consistía en trasladar a toda la población finlandesa a ese territorio, evitando así un enfrentamiento directo con los soviéticos y creando una especie de estado-tapón ante una posible ofensiva contra territorio norteamericano.
La Guerra de Invierno empezó el 30 de noviembre de 1939, tres meses después de la Mundial, cuando el Ejército Rojo acometió la invasión de la zona fronteriza que Finlandia tenía con su país: una franja de una treintena de kilómetros en las inmediaciones de Leningrado que Stalin consideraba vital controlar para garantizar la seguridad de esa parte de la Unión Soviética. No está claro si el dirigente comunista sólo quería eso o aspiraba a apoderarse de todo el territorio finlandés y crear una república afín políticamente, amparándose en el Pacto Ribbentrop-Molotov.
En cualquier caso, se encontró con una inesperada y eficaz resistencia que hizo que la campaña relámpago que esperaba se atascase durante dos meses, hasta que una vez reorganizadas sus fuerzas lanzó un segundo ataque que ya resultó imparable. El 13 de marzo de 1940 se firmó el Tratado de Moscú, por el que Finlandia cedía los territorios en disputa -incluso más de los exigidos inicialmente- pero conservaba su soberanía, mientras que el Ejército Rojo apenas había podido lavar su pobre imagen inicial, lo que quizá constituyó un aliciente para la Operación Barbarroja, la invasión alemana.
Ésta comenzó el 22 de junio de 1941 con los objetivos principales de hacerse con el petróleo del Cáucaso y los recursos agrícolas de Ucrania, además de adelantarse a una hipotética iniciativa soviética en sentido contrario. La operación, que pilló a Stalin por sorpresa confiando en lo pactado por Molotov y con la renovación del Ejército Rojo sin concluir, fue apoyada por el gobierno finlandés, de ahí que en ese país se la conozca como Guerra de Continuación. En un rápido avance, las tropas finlandesas recuperaron lo perdido quince meses antes (el istmo de Carelia y el entorno del lago Ládoga) e incluso conquistaron más en la región rusa de Karelia Oriental, hasta llegar a pocos kilómetros de Leningrado.
Pero, a pesar de la insistencia alemana, los finlandeses no aspiraban a más y eso dio un respiro a los soviéticos para centrarse en rechazar a la Wehrmacht hasta junio de 1944, cuando aprovechando el buen tiempo lanzaron la llamada Cuarta Ofensiva Výborg-Petrozavodsk y empujaron al enemigo nórdico hacia sus fronteras. El Armisticio de Moscú, firmado tres meses después, impuso la ruptura de relaciones con Alemania y la expulsión o desarme de todos los soldados germanos que hubiera en Finlandia, lo que supuso el inicio de otra contienda menor entre finlandeses y teutones en Laponia.
En 1947, terminada la Segunda Guerra Mundial, se firmó un acuerdo entre los dos contendientes. Por él, Finlandia, aparte de legalizar su Partido Comunista y pagar una indemnización de trescientos millones de dólares a la Unión Soviética, le cedía a ésta el municipio de Petsamo y le arrendaba la península de Porkkala durante cincuenta años. Casi veinte mil finlandeses pagaron con su vida en la Guerra de Invierno, a los que hubo que sumar otros sesenta y tres mil en la de Continuación. Las bajas soviéticas son menos precisas, rondando las cincuenta mil en el primer caso más unas cien mil en el segundo.
El conflicto había supuesto para Finlandia un desastre demográfico, económico, y territorial. También moral, ya que apenas recibió apoyo internacional y únicamente Suecia se mostró dispuesta a alcanzar una alianza con Helsinki, aunque tuvo que renunciar ante la oposición tanto de Berlín como de Moscú; fue ahí cuando empezó el aproximamiento diplomático hacia Hitler. De hecho, la actitud pasiva de la comunidad internacional, que se limitó a una condena de la agresión soviética en la Sociedad de Naciones el 14 de diciembre de 1939, llevó al Departamento de Interior de EEUU a elaborar un insólito plan de ayuda.
No se trataba de enviar contingentes militares ni equipos; de hecho, consistía más bien en traer: a los finlandeses, concretamente, para reubicarlos en Alaska, en la zona interior jalonada de este a oeste, desde la frontera canadiense, por el río Tanana (un afluente del Yukón, al que vierte sus aguas en Matanuska-Susitna, cerca de Anchorage). La idea era fundar allí la Uusi Suomi (Nueva Finlandia) o Finalaska, considerando que, al hallarse en la misma latitud que el país nórdico, las características naturales de la región (nieve, bosques de abedules y abetos, sol de medianoche) serían similares y resultarían familiares a los trasladados. Sería lo que se describió entonces como «la operación humanitaria más grande de la historia mundial».
Dos jóvenes intelectuales llamados Robert Black y Leonard Sutton redactaron el proyecto basándose en las evacuaciones que se estaban haciendo en la zona caliente en disputa, Carelia, y se embarcaría a la población en puertos septentrionales como Narvik y Hammerfest. A principios de 1940, y bajo el título Finns for America’s Finland, se lo presentaron al expresidente Herbert Hoover, que en ese momento presidía el Fondo de Ayuda a Finlandia y tenía experiencia en la mediación de conflictos (en 1929 consiguió que Chile devolviera a Perú la ciudad de Tacna, ocupada en 1883 durante la Guerra del Pacífico). Sin embargo, Hoover no contaba con predicamento en la administración Roosevelt, que le había presionado para que abandonase esas tareas.
Obviamente, existía un interés por impulsar el desarrollo de Alaska, un territorio que aún no era un estado, casi virgen y apenas habitado, para convertirlo en una parte más importante de EEUU. Algo perentorio porque, de lo contrario, podía convertirse en una puerta de entrada casi indefensa para un potencial invasor; por ejemplo, el Imperio Japonés, que llevaba toda la década de los años treinta lanzado a un imparable expansionismo (de hecho, en 1942 invadiría un par de islas Aleutianas) o los mismos soviéticos. En ese sentido, Black y Sutton habían especulado antes con la posibilidad de importar emigrantes polacos para cultivar las tierras de la región de Fairbanks.
Por otro lado, los estadounidenses eran marcadamente aislacionistas y querían mantenerse alejados de los problemas europeos, pero se consideró que podrían aceptar la implantación de finlandeses porque al fin y al cabo, se dijo, corrían riesgo de sufrir un genocidio a manos soviéticas. Al tratarse de gentes blancas y «civilizadas» -hablamos de un período en el que el racismo era legal en medio país-, se esperaba poder convencer a la ciudadanía de que no se opusiera a una modificación de la restrictiva legislación antimigratoria que, en principio, dificultaba el plan. De hecho, había algunos emigrantes finlandeses asentados en Alaska y gozaban de buena reputación.
Constituían una alternativa a los judíos. En los años treinta el antisemitismo no se limitaba a Alemania; también se respiraba en EEUU y el éxodo mundial de judíos germanos, muchos de los cuales recalaron en América, fue recibido en general con recelo cuando no cierto desprecio por su «cobardía», entroncando con el reseñado aislacionismo popular. El gobierno estadounidense había recibido un aluvión de solicitudes de refugiados -sumaban unos trescientos mil en 1939-, para los que únicamente ofrecía veintisiete mil visados, rechazando al resto y prohibiendo anclar en sus puertos a los barcos que los llevaban.
La Noche de los Cristales Rotos provocó la elaboración de un informe estadounidense, el Informe Slattery (llamado así por su autor, el subsecretario de Interior Harry A. Slattery), que aunaba una propuesta de asilo a los refugiados del régimen nazi y la cuestión del desarrollo de Alaska mediante el asentamiento de judíos alemanes y austríacos en la isla de Baranof y el valle de Matanuska-Susitna.
En este último ya se habían establecido doscientas familias de Míchigan, Minesota y Wisconsin; traer extranjeros era más complicado, pero podía hacerse eludiendo las cuotas que marcaba la ley gracias a que el territorio elegido todavía no tenía la categoría de estado de EEUU (se le concedería en 1959).
El nuevo secretario, Harold L. Ickes, recorrió personalmente la región para recabar información y sondear a los vecinos, informándoles de la convenciencia de mostrarse a favor por la repercusión económica que supondría y las necesidades de defensa nacional. El senador William King y el representante del Congreso Frank R. Havenner, ambos demócratas, pasaron el plan a proyecto de ley, obteniendo el apoyo de varias instituciones. Por contra, los líderes judíos de EEUU se mostraron dubitativos, conscientes de la imagen que darían de apropiarse de parte del país, tal como denunciaron grupos antisemitas y antimarxistas.
La idea de crear un estado judío en algún sitio llevaba mucho tiempo en el candelero y se había barajado la geografía de medio mundo, desde Kenia a Birobidzhan (Rusia), pasando por Japón, Madagascar, Beta Israel (el África italiana), etc. Todo el debate de llevarlos a Alaska transcurrió en el ámbito interno, sin salir a la luz pública de forma oficial, y murió cuando el presidente Roosevelt zanjó la cuestión insistiendo en limitar el número de refugiados a diez mil anuales durante un lustro, con la condición extra de que sólo un diez por ciento podrían ser judíos.
La alternativa, decíamos, podía ser el caso finlandés pero ahí surgió un obstáculo inesperado: los habitantes de Alaska se mostraron contrarios al plan cuando éste se discutió en el Congreso, por el choque cultural -especialmente el idiomático- que se produciría con los recién llegados y el temor a que terminasen por imponerse a los locales al superarlos en número. Tengamos en cuenta que el número de personas que vivía en Alaska en aquellos tiempos apenas superaba las sesenta mil.
Los debates dejaron patente que tampoco estaba del todo claro si el objetivo era crear un país nuevo en territorio americano o, más probablemente, fundar un asentamiento convirtiendo a los finlandeses en estadounidenses. El primer caso suponía la enajenación de territorio nacional, algo más que cuestionable jurídicamente, y el segundo conllevaría un problema de integración que según los cálculos no se consumaría hasta pasado un centenar de años.
En realidad, el plan de Finalaska apenas era una idea de partida, un esbozo indefinido que ni siquiera aclaraba si la evacuación sería total -Finlandia tenía unos tres millones de habitantes- o sólo parcial.
Lo que sí resultaba evidente es que había espacio de sobra para ubicar a los recién llegados, ya que Alaska tiene una superficie cuatro o cinco veces mayor que la finlandesa. La firma en 1940 del mencionado Tratado de Moscú, que ponía fin a las hostilidades y reasentaba a los evacuados de Carelia en otros sitios de Finlandia, hizo que el plan quedara guardado en un cajón, máxime al posicionarse el gobierno finlandés como aliado de Alemania. EEUU se limitó entonces a enviar ayuda económica, treinta millones de dólares.
Pero cuando terminó la llamada Aika Välirauhan («Paz Provisional») y empezó la guerra de Continuación saltaron otra vez las alertas. Esta vez, en el contexto bélico mundial, la posibilidad de que la Unión Soviética no se contentase con devolver a los finlandeses a sus fronteras sino que ocupase el país entero resultaba mucho más real y encima con cierta justificación, al combatir contra quien había secundado la operación Barbarroja alemana. Un problema añadido era el temor a un deseo de venganza por parte de los soldados soviéticos y una consiguiente limpieza étnica.
Por tanto, ya no se limitó todo al Finns for America’s Finland de Black y Sutton, sino que el Estado Mayor del ejército desarrolló su propio plan, aunque retomando la idea de Finalaska; ahora sí, a gran escala. Pese al intento por mantenerlo en secreto -Stalin era un aliado contra Hitler, al fin y al cabo-, hubo una fuga de información que llegó a manos de la revista finlandesa Vasabladet, que publicó un editorial en el que afirmaba con cierta sorna que Alaska siempre sería mejor que Siberia. También explicaba que Finalaska estaría dividida en dos partes: Nya Finlandia, de habla sueca, y Uusi Suomi, de habla finesa.
Al final, como hemos explicado, la Guerra de Continuación terminó en 1944 sin que los soviéticos invadieran a sus vecinos y se puso fin al asunto, procurándose no publicitarlo para evitar que Satlin impusiera medidas más duras hacia Finlandia.
El plan de Finalaska pasó a ser historia hasta que lo rescató del olvido el historiador Henry Oinas-Kukkonen, un profesor de la Universidad de Oulu que estaba investigando los archivos del Fondo de Ayuda de Finlandia y lo dio a conocer en su libro Finalaska – unelma suomalaisesta osavaltiosta («Finalaska: el sueño de un estado finlandés»).
Fuentes
VVAA, Finland at War. The Winter War 1939–40 | VVAA, Finland at War. The continuation and Lapland Wars 1941–45 |Harri Alanne, Finalaska-unelma suomalaisesta osavaltiosta (en YLE) | Piia Kujala, Uskomaton salasuunnitelma talvisodan ajalta: suomalaiset oli määrä lähettää Neuvostoliiton pelossa laivoilla Alaskaan (en Ilta-Sanomat) | Tapani Luotola, Finalaska oli outo mutta sitkeä idea (en Keskisuomalainen) | Wikipedia
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