A lo largo de los siglos se repite la leyenda del rey que antes de ser derrotado y caer prisionero o muerto esconde un fabuloso tesoro para que no se apoderen de él sus enemigos. De hecho, no es algo exclusivo de los personajes de sangre azul porque ese imaginario sirve también para los piratas, por ejemplo.
Pero sí es verdad que son los monarcas los que han dejado las historias de ese tipo más arraigadas: Alarico I, Wamba, Don Rodrigo, Pedro I, Moctezuma… Sin embargo, se trata de algo mucho más antiguo y ahí está el episodio que cuenta Dión Casio sobre Decébalo, el caudillo dacio, que ocultó sus riquezas para evitar que cayesen en manos de las legiones romanas.
No parece que tuviera demasiado éxito, a tenor de lo que explica Casio en su obra Historia romana. Textualmente: «También fueron descubiertos los tesoros de Decébalo, aunque estaban ocultos bajo el río Sargetia, cuyo cauce atravesaba su palacio». Es decir, que los romanos lograron encontrar el botín y, como veremos, resultó más que abundante, aun cuando las especulaciones sobre su cuantía total multiplican lo hallado de forma considerable. Veamos, antes que nada, cómo se llegó hasta ese punto.
En el siglo I d.C., Augusto firmó un pacto con los dacios, pueblo de la actual Rumanía, para proteger la provincia romana de Mesia, una región situada al sur del Danubio que se extendía por lo que hoy son el centro de Serbia, Kosovo, Macedonia del Norte, Bulgaria septentrional, la región rumana de Dobruja y algunas zonas de Ucrania, siendo sus fronteras naturales el citado río más el Drina, los montes Haemus y Scardus, y el Mar Negro. Ese acuerdo se rompió al ser coronado Diurpaneo en el año 87 d.C. e iniciar una campaña para unificar las cinco partes de Dacia, incluyendo Mesia.
Dos años más tarde, el emperador Domiciano envió una expedición de castigo, pero ésta cosechó un rotundo fracaso que se repitió al siguiente. Por contra, los dacios estaban exultantes y Diurpaneo trocó su nombre por el de Decébalo, cuyo significado es «Fuerte como diez (hombres)«.
El emperador tuvo que firmar la paz y aceptar pagar un tributo anual, lo que probablemente le costó la vida (fue asesinado) y además para nada, puesto que los dacios siguieron asaltando las caravanas comerciales romanas que pasaban por su reino. Toda vez que éste había sido hasta entonces una importante fuente de riqueza para Roma -que entre otras cosas importaba su abundante oro-, parecía inevitable que el enfrentamiento brotara de nuevo.
Efectivamente, en el año 101 Trajano destinó catorce legiones y otras fuerzas auxiliares para acometer lo que se conoce como las Guerras Dacias. Ciento cincuenta mil hombres marcharon sobre Sarmizegetusa, la capital, aunque tuvieron que desviarse hacia Mesia para afrontar una astuta maniobra dilatoria de Decébalo.
Finalmente, los romanos le derrotaron en Adamclisi y los dacios se vieron obligados a pasar a ser vasallos de Roma, aceptando la presencia de tropas en su territorio, siendo en la práctica un protectorado con un monarca títere.
La situación duró tres años, tiempo que tardó Decébalo en rearmar a los suyos y alzarse otra vez contra el invasor. Pero en esta segunda guerra no le fue mejor que en la primera. a pesar de la tenaz resistencia presentada por los dacios, se impuso la aplastante eficacia bélica romana, que avanzó arrasándolo todo a su paso.
Decébalo se vio obligado a huir para evitar ser apresado, consciente de que le esperaba la humillación pública por las calles de Roma. Sin embargo, no tardó en ser alcanzado y terminó quitándose la vida -la Columna Trajana le muestra cortándose la garganta- al ver acercarse a un jinete enemigo.
Ese explorador se ganó así no sólo una condecoración sino también un hueco en la historia, pues ha trascendido su nombre: Tiberio Claudio Máximo, de la Legio VII Claudia. Seguramente fue él quien cortó la cabeza y la mano derecha del malhadado rey y se la llevó a Trajano, que mandó arrojar los macabros trofeos por las escaleras de Gemonia (una escalinata que enlazaba la colina Capitolina con el Foro y que se usaba como lugar de ejecuciones). Las Guerras Dacias habían terminado, pero empezaba el episodio final semilegendario que comentábamos al principio.
En él se dieron dos elementos clásicos: el tesoro escondido y la figura de un traidor. Recuperemos la obra de Dión Casio para narrarlo:
Con la ayuda de algunos cautivos, Decébalo había desviado el curso del río, excavado en su lecho, y arrojado en la cavidad una gran cantidad de plata y oro, así como otros objetos de gran valor que podían soportar cierto grado de humedad; apiló después piedras sobre todo ello y luego tierra, devolviendo finalmente el río a su cauce. Hizo también que los mismos cautivos depositasen sus ropas y otros artículos de parecida naturaleza en cuevas, tras lo cual los mandó matar para impedir que ninguno de ellos pusiera nada de aquello al descubierto. Sin embargo, Bicilis, uno de sus íntimos, que tenía conocimiento de cuanto se había hecho, fue capturado y proporcionó información sobre todo ello».
Es decir, Decébalo usó a los prisioneros romanos que había hecho en la guerra para desviar el cauce del Sargetia (actual Strei, un afluente del Mures que atraviesa Transilvania recorriendo casi un centenar de kilómetros), que pasaba por su palacio. Luego escondió allí sus riquezas y ejecutó a los romanos para que no hablaran, pero sí lo hizo su amigo o pariente Bicilis, personaje del que no se sabe gran cosa debido a la escasez de fuentes y, por tanto, ignoramos si esa colaboración fue de buen grado o forzada. En cualquier caso, Bicilis ya había informado a las legiones sobre cómo entrar en Sarmizegetusa y poner fin al asedio a que la sometían en el verano de 106 d.C.
Mientras unos romanos empezaban a construir una nueva capital a cuarenta kilómetros, la bautizada como Colonia Ulpia Traiana Augusta Dacica Sarmizegetusa, otros recibieron la orden de excavar en el río para recuperar el tesoro. El griego Critón de Heraclea, que era el médico de Trajano además de procurador, escribió en su libro Getica (una historia hoy perdida de dacios y getas que sirvió de base al propio emperador para su Dacica, también conocida como De bello dacico) que el peso de lo extraído del Sargetia rondaba los 5 millones de libras de oro (unas 2.200 toneladas) y 10 millones de plata (4.500 toneladas).
Algunos historiadores consideran exageradas esas cifras y las atribuyen a un posible error al copiar. Otros han realizado cálculos alternativos que hablan de 165.000 kilos de oro por 331.000 de plata, lo que seguirían siendo cantidades espectaculares, equivalentes a no menos de 160 millones de denarios y casi 32 millones de áureos. También cabe añadir que el botín saqueado por los legionarios en la Dacia ascendió a 165 toneladas de oro y 300 de plata.
Al margen de la exactitud de los datos, lo cierto es que denotan la riqueza de las minas de metales preciosos explotadas en las codiciadas montañas Apuseni, así como la prosperidad del reino conseguida a través del comercio y tributos. En cualquier caso, semejante fortuna le vino muy bien a Trajano, no sólo para amortizar los gastos de guerra sino también para rehacer las maltrechas arcas públicas que había dejado Domiciano y afianzar su posición en el trono. El espléndido triunfo celebrado a su regreso incluyó a su hijo adoptivo Adriano repartiendo monedas conmemorativas con la leyenda Dacia capta («Dacia conquistada») y exhibición de botín, tanto el material y el humano.
El dinero engrosó, insistimos, las finanzas del estado permitiendo la celebración durante tres meses de juegos diversos (gladiadores, naumaquias) y una amplia inversión en obras públicas, de las que hay que destacar inevitablemente el nuevo foro en el que descuella la famosa Columna Trajana, que narra la campaña en relieve y a manera de cómic. Pero todavía hay un curioso epílogo que pone en el tapete de nuevo la cuestión del tesoro y que tuvo lugar mucho tiempo después, ya en la Edad Moderna.
Y es que entre 1540 y 1759 volvió a encontrarse oro en Sarmizegetusa, que no sólo era un centro urbano y político sino también religioso y militar. Ubicada en seis terrazas de un alto farallón de los montes de Orastia y rodeada por un ciclópeo muro de piedra, Sarmizegetusa formaba parte de un sistema de seis fortalezas con las que Decébalo hizo frente a los romanos. Era, pues, un buen sitio para intentar esconder las riquezas de la rapiña legionaria, por eso entre los citados años se recuperaron allí 700 kilos de oro, engrosados en el siglo XIX con una cantidad todavía mayor.
La mayor parte del hallazgo inicial fue en 1543 y hay múltiples versiones de cómo ocurrió: unos pescadores que remaban por las aguas del río Strei a la altura del pueblo de Sântămăria de Piatră, en el condado de Hunedoara vieron brillar algo bajo un tronco semihundido, o unos campesinos que abrevaban su ganado o simplemente unas ruinas que se desmoronaron por la raíz de un árbol y la escorrentía dejó a la vista lo que había enterrado. El caso es que resultó ser un tesoro compuesto por 400.000 monedas de oro y otros objetos como estatuillas, brazaletes, medallones, etc. Como suele ocurrir, no pudieron beneficiarse de ese extraordinario golpe de suerte porque los poderosos se las arreglaron para quedarse con el metal precioso.
En concreto se lo apropió el obispo George Utiesenovici Martinuzzi, a la sazón gobernador de Transilvania, quien entregó una pequeña parte a la ex-reina de Hungría, Isabella Zápolya, ganándose así su apoyo para ser nombrado cardenal. Pero en 1551 el principado transilvano pasó a manos del Sacro Imperio, que envió al condottiero Giovanni Batista Castaldo al frente de un poderoso ejército para frenar la expansión otomana.
Éste aprovechó la doblez del cardenal, que jugaba a dos bandas con Solimán el Magnífico, para matarlo y quedarse con el tesoro. El papa Julio III, que ya había tenido un roce con Castaldo porque éste le robó algunas obras de arte durante el Saco de Roma, le excomulgó y lo mismo hizo con el emperador Fernando I de Habsburgo.
Pero el hecho es que en 1556 Castaldo dejó Transilvania llevándose el botín -cincuenta carros cargados de oro y plata-, con el que construyó en Milán -donde era gobernador- el suntuoso palazzo Sormani. ¿Qué fue del resto? Está documentado que Fernando I recibió alguna pieza (un brazalete espiral de oro con forma de serpiente y casi dos kilos de peso), como también su hermano, Carlos V, al que se llevaron a España un par de medallones con las efigies de Nimrod y Semíramis. La información sobre el tesoro fue recogida a lo largo de los siglos siguientes por humanistas como el médico Samuel Köleséry, el canciller Wolfgang Bethlen y otros.
Se basaron en autores coetáneos de los hechos, como Ascanio Centorio (secretario del condottiero, que en 1566 escribió un libro contando cuanto había visto), el cronista sajón transilvano Mathias Miles y el historiador imperial Wolfgang Lazius.
Este último hizo un mapa del lugar en 1556 que sirvió de modelo al cartógrafo Abraham Ortelius para la parte de Transilvania de su famoso atlas Theatrum Orbis Terrarum, en el que el río Sargetia aparece con una leyenda adjunta que dice: Sargetia, flus in quo Decebalus Rex thesauros suos occultaverat («Sargetia, el río en el que el rey Decébalo escondió su tesoro»).
Fuentes
Dión Casio, Historia romana. Epítomes de los libros LXI a LXX | Sergei Ivanovich Kovaliov, Historia de Roma | Dorin Petresc, Anul Domnului 1543: Marea comoară a lui Decebal, descoperită de niște țărani hunedoreni, sub albia «Sargeției»?! (en HD Replica) | José María Blázquez Martínez, Trajano | Wikipedia
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