La famosa Torre de Londres tiene su propia iglesia parroquial. Se llama St. Peter ad Vincula («San Pedro Encadenado»), goza de la consideración de Capilla Real y se ubica en el patio interior desde su construcción en 1520. No llama especialmente la atención su estilo Tudor ya que el arquitecto ,William Vertue, diseñó otros edificios más significativos como la capilla de San Jorge del Castillo de Windsor, la de la Abadía de Bath o la de Enrique VII en la Abadía de Westminster. Lo verdaderamente interesante es que allí están enterrados los prisioneros más célebres ejecutados en la Torre; entre ellos, Jane Grey, la adolescente apodada la Reina de los Nueve Días porque ése tiempo duró su efímero reinado.
Allí se hallan, entre otros, los restos mortales de santos como Tomás Moro, John Fisher o Margarita Pole, que murieron como mártires por enfrentarse a Enrique VIII en defensa del catolicismo, igual que luego pasaría con Philip Howard respecto a Isabel I. También los hay de otra fe, caso de Thomas Cromwell, el canciller que más impulsó la Reforma Anglicana. Se podría reseñar asimismo a Edward Seymour, el hermano pequeño de Jane Seymour, la tercera mujer de Enrique VIII, condenado a muerte por corrupción. Y hablando de ese monarca, la capilla también acoge los cuerpos de dos de sus esposas, Ana Bolena y Catalina Howard.
Sin embargo, la que nos interesa aquí es Jane Grey, reina por derecho propio y no una simple consorte. A causa de ello perdió la cabeza, como les pasó a muchos de sus partidarios, algunos de los cuales también descansan en paz en St. Peter; por ejemplo su suegro John Dudley, duque de Northumberland, o el hijo de este, Guilford Dudley, marido de ella, junto a la que reposa tras ser ejecutado siete meses después. Irónicamente, era nieto de Edmund Dudley, ministro de Enrique VII ejecutado en 1510 y trasladados sus restos a la capilla cuando ésta se erigió.
Jane Grey nació en 1537, en Bradgate Park (Leicestershire) según la tradición, aunque hoy se cree que fue en Londres. Como primogénita de Henry Grey, I duque de Suffolk, y su esposa Frances Brandon, era sobrina-nieta de Enrique VIII, pues su madre era hija de María Tudor, la hermana menor de dicho rey y reina consorte de Luis XII de Francia. Consecuentemente, Jane y sus dos hermanas, llamadas Catalina y María, eran primas de tres personas, Eduardo VI, María I e Isabel I, que reinarían sucesivamente en Inglaterra con el breve interregno de ella misma.
Con tanta sangre real corriendo por sus venas, era lógico que sus progenitores pusieran a su servicio a los mejores maestros y los elegidos fueron el sacerdote John Aylmer y el fraile franciscano Michelangelo Florio. El primero llegaría a ser obispo, y un afamado constitucionalista, pero de momento era el capellán personal del duque y se encargó de enseñar a su pupila griego, latín y hebreo; el segundo, toscano, defensor del credo protestante, la inició en él por indicación de su padre, aparte de impartirle clases de italiano.
Jane se imbuyó, pues, de las dos corrientes de pensamiento más novedosas de su época, el humanismo y el protestantismo, continuando su formación en el castillo de Sudeley (Gloucestershire), a donde fue enviada en 1547. Era propiedad de Thomas Seymour, hermano de los mencionados Edward y Jane -y tío del rey-, que ese mismo año contrajo sextas nupcias con Catalina Parr, viuda de Enrique VIII, y poco después quedaba viudo al fallecer ella durante el parto de su hija. Thomas permitió a Jane seguir viviendo en el castillo, aunque las cosas iban a cambiar.
La ambición del anfitrión, las acusaciones de corrupción y el rumor de que había envenenado a su mujer porque mantenía un romance con Isabel -la futura Isabel I- determinaron su condena en 1549. Jane no se vio arrastrada por su caída en desgracia, pero sí sufrió la frustración del plan que su madre, Frances, había urdido a través de Catalina Parr, antes de fallecer ésta: casar a su hija con el joven rey Eduardo VI y que así el apellido Grey llegase al trono de Inglaterra.
El progenitor de Jane tuvo que comparecer ante el Privy Council of England («Consejo Privado de Inglaterra», una de las instituciones de apoyo de la monarquía en que se había escindido la Curia Regis medieval, siendo otros los tribunales de Causas Comunes y del Banco, y el Parlamento). Allí demostró no tener con Thomas Seymour más que una buena relación, pero por si acaso, ofreció al hermano de Thomas, Edward, a la sazón Lord Protector (el equivalente a primer ministro) y hostil a éste, la mano de Jane para su primogénito.
El acuerdo no se concretó porque Edward no podía seguir en el poder después del escándalo de Thomas, aun cuando no se llevara bien con él, por eso Jane terminó prometida a Guilford Dudley, hijo menor del duque de Northumbria. Éste era presidente del Consejo y fue nombrado nuevo Lord Protector, asegurándose de que su predecesor acababa en el cadalso acusado de traición. Al fin y al cabo, los Grey y los Dudley estaban emparentados y, de hecho, ya se había intentado casar a Guilford con Margaret Clifford, prima de Jane.
«Caballero apuesto, virtuoso y bueno», tal como le describió un cronista coetáneo, había nacido en 1535, por lo que tenía dieciocho años, dos más que ella, cuando se celebró la boda en Durham House, en 1553. Fue una ceremonia triple, pues simultáneamente tuvieron lugar los enlaces de sus respectivas hermanas: la de él, Katherine, que lo hizo con Henry Hastings, heredero del conde de Huntingdon; la de ella, Catalina, con Henry Herbert, heredero del conde de Pembroke.
Se puede considerar aquélla la última etapa de tranquilidad en la vida de Jane Grey, que a partir de ahí se vio inmersa en una insospechada vorágine política que no imaginaba que la llevaría a la desgracia en cuestión de nueve meses. Y todo por una cuestión siempre espinosa y conflictiva: la sucesión real, ya que Eduardo VI siempre había sido un niño débil y enfermizo -de ahí que su padre cambiara de esposa varias veces intentando engendrar un vástago más sano- y murió en julio sin descendencia, al no haber tenido tiempo siquiera de contraer matrimonio (tenía dieciséis años).
Un resfriado cogido en enero fue derivando poco a poco en fiebres y, si bien mejoró un par de veces, en ambas sufrió una recaída. Es posible que padeciera tuberculosis o sífilis congénita; en cualquier caso, el óbito ya había sido predicho por los médicos y él mismo declaró alegrarse de él para librarse de su grave malestar («Estoy feliz de morir«, le dijo a su tutor). En el ámbito popular, la defunción dio origen a una clásica leyenda de tipo sebastianista que algunos impostores trataron de aprovechar, algo que reflejó Mark Twain en su novela Príncipe y mendigo. Pero en el plano gubernamental bastante tenían con afrontar la crisis sucesoria.
Y es que la colección de esposas de Enrique VIII complicaba las cosas. Eduardo era hijo de la tercera, Jane Seymour; su hermanastra Isabel de la segunda, Ana Bolena; y además estaba María, que lo era de la primera, Catalina de Aragón. Por tanto, María era la mayor y a la que debería corresponder ahora el trono, pero había un problema: al igual que su madre, se trataba de una ferviente católica, frente a la fe anglicana de Eduardo -el primer monarca que profesaba ese credo desde su coronación-, quien no estaba dispuesto a que se reimplantase la antigua fe en Inglaterra.
La opción podría haber sido Isabel, pero ésta, al igual que María, había sido declarada ilegítima por su padre y, aunque la Third Sucession Act de 1544 las hubiera restaurado en el orden sucesorio, el testamento de Enrique VIII privilegiaba a los descendientes de su hermana pequeña, la otra María Tudor (la casada con Luis XII de Orleans, a la que sus compatriotas ingleses seguían apodando la Reina de Francia pese a haber enviudado en 1515). Para complicarlo todo, Eduardo VI confirmó la exclusión de la línea sucesoria decretada por su padre contra Frances, la madre de Jane.
Hay sospechas razonables de que fue a iniciativa del Lord Protector, quien habría convencido a Frances para que renunciase a su derecho sucesorio en favor de su hija, a cambio de convencer al rey para que la declarase heredera y que así Guilford Dudley pudiera reinar con ella (o sobre ella, pensaba más bien, aprovechando que Jane no era más que una adolescente que no tenía especial interés en la corona). El monarca no debió de resultar difícil de disuadir, no sólo por aquella frustrada idea de contraer matrimonio con ella sino también porque siempre le había tenido simpatía, algo que reforzaba el hecho de que no era católica. Así el testamento real dejaba el trono a «Lady Jane y sus hijos varones».
La muerte de Eduardo se produjo el 6 de julio, pero no se hizo pública hasta cuatro días más tarde, dando tiempo a presentar la proclamación de Jane -el día 10- como un hecho consumado y prevenir los presumibles movimientos de oposición por parte de María e Isabel. Efectivamente, la primera, imaginando que se preparaba su arresto, había huido ya antes de fallecer el monarca, refugiándose en Anglia Oriental (los condados de Norfolk y Suffolk), donde tenía sus dominios y contaba con simpatías porque tiempo atrás John Dudley, ahora Lord Protector, había reprimido allí una revuelta campesina. Desde allí se autoproclamó reina y envió una carta al Consejo reivindicando su derecho al trono.
Era una declaración de guerra que se corroboró con la noticia de que había reunido tropas en el castillo de Framlingham, algo que, obviamente, Dudley debía atajar cuanto antes. Primero difundió panfletos por Londres llamándola bastarda y advirtiendo de que llenaría el país «de españoles y papistas». Luego se puso al frente de un ejército que se puso en camino hacia Norfolk, mientras el de María hacia otro tanto hacia Londres. Lo que nadie esperaba era que la reacción popular cambiaría completamente la situación: por el camino, ella fue recibida con júbilo y aclamada, tanto por católicos como por anglicanos porque el país todavía no estaba demasiado polarizado.
Sin embargo, no fue el pueblo el que realmente protagonizó el episodio sino una hábil maniobra, ya que María también había estado moviéndose en la sombra previamente y contaba con la ayuda de Henry FitzAlan, undécimo conde de Arundel. Éste había firmado la sucesión de Jane Grey, pero en realidad trabajaba para la hija de Catalina de Aragón y además había sido partidario de Edward Seymour, lo que le llevó a prisión un par de veces. Por tanto, era enemigo del nuevo Lord Protector, al que engañó animándole a salir al paso de la pretendiente… dejándole las manos libres en Londres.
En cuanto el otro se fue, FitzAlan convocó una asamblea ciudadana que proclamó reina a María y obligó al Consejo a aprobarlo de forma oficial, declarando ilegal la coronación de Jane por considerar que se efectuó bajo coacción y, consiguientemente, le aplicó la consideración de usurpadora. Era el 19 de julio y Jane Grey acababa de ser súbitamente derrocada tras nueve días de reinado; trece, si contamos desde la muerte de Eduardo VI, aunque, como decíamos al comienzo, ha pasado a la historia como la Reina de los Nueve Días.
María entró en la capital esa misma jornada y fue proclamada soberana, realizando una parada por las calles en loor de multitud; irónicamente la acompañaban su hermanastra Isabel, futura rival, y Ana de Cleves, cuarta esposa de su padre. Jane quedó recluida en los aposentos del Gentleman Gaoler’s (Caballero Carcelero) de la Torre, donde ya estaba porque allí residían los monarcas durante el proceso sucesorio; su marido, Guilford fue internado en la Beauchamp Tower (un torreón interior situado en el muro occidental) y el padre de éste caería bajo el hacha del verdugo el 22 de agosto.
No fueron los únicos perseguidos. También se encarceló a dos hermanos de Guilford, Ambrose y Henry, y al arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, al que María consideraba un hereje por haber sido uno de los grandes avalistas del Acta de Supremacía (la que nombraba a la corona cabeza de la Iglesia inglesa). El juicio tuvo lugar el 13 de noviembre en Guildhall, presidido por el Lord Alcalde de Londres, Sir Thomas White, y el duque de Norfolk, Thomas Howard. Todos los acusados fueron condenados a pena capital excepto Cranmer, que dependía de la justicia pontificia.
Tras la coronación de Jane, Guilford había tenido un enfrentamiento con ella porque le exigió ser nombrado rey y la ya reina sólo accedía a hacerlo si lo autorizaba el Parlamento, limitándose a nombrarlo duque de Clarence, razón por la que quiso dejar la corte animado por su madre. Se quedó por petición de su esposa, que afligida declararía: «[tan] engañada fui por el duque y el Consejo, como mal tratada por mi marido y su madre». Dado que ella nunca había tenido interés real en reinar, fue él quien ejerció el poder ejecutivo durante aquellos nueve días y en la práctica se comportó como si se tratase del verdadero monarca, tal como atestiguaron algunos embajadores. Estuvo cerca de salvar la vida gracias a una carta que Jane remitió a María solicitando el perdón, estando la nueva reina a punto de acceder.
Pero el plan de ésta de casarse con el heredero del trono español, Felipe (el futuro Felipe II) originó una enorme oposición en Inglaterra y hasta dio pie en 1554 a una insurrección, la llamada Rebelión de Thomas Wyatt (por el nombre de su líder). Se le unieron el padre de Jane, contra el que hasta entonces no se habían presentado cargos, y muchos partidarios de mantener el anglicanismo que reivindicaban el trono para Isabel. El levantamiento fue sofocado y selló el destino de los condenados, dando al traste con cualquier posible compasión. María estaba dispuesta a perdonar a Jane, tal como le había sugerido Carlos V a través del embajador imperial Simon Renard, pero la negativa de la reclusa a renegar del protestantismo resultó decisiva.
La cabeza de Guilford fue la primera en rodar el 12 de febrero, escena contemplada por su afligida mujer desde una ventana después de negarse a verle en persona el día antes. A continuación le llegó su turno. Desde el patíbulo pronunció un discurso a la multitud de curiosos en el que dijo que su delito no estaba en haber aceptado la corona sino en no haberla rechazado con más entereza. A continuación recitó un salmo, entregó guantes y pañuelo a su doncella y aceptó la acostumbrada petición de perdón que le hizo el verdugo.
Siendo tan joven como era, Jane no pudo evitar cierta ingenuidad preguntándole a su vez si le iba a cortar la cabeza de pie; después se vendó personalmente los ojos, lo que obligó al teniente de la Torre a ayudarla a colocarse en el tajo. Ella había elegido la decapitación frente a la alternativa de la hoguera, tradicional para las mujeres acusadas de alta traición. El verdugo cumplió de un solo golpe y exhibió la testa cortada ante la audiencia recitando la frase preceptiva: «¡Así perecen todos los enemigos de la reina! ¡He aquí la cabeza de una traidora!».
Su padre la siguió once días después; su madre y hermanas, en cambio, fueron perdonadas por María, que fue finalmente coronada el 1 de octubre. El 25 de julio de 1554 se casó con Felipe y, pese a sus empáticas intenciones iniciales, los cinco años que reinó resultaron tan turbulentos que, esta vez sí, cavaron una profunda zanja entre católicos y protestantes, probablemente inevitable. A su muerte, le cogió el relevo Isabel y se invirtieron las tornas.
Fuentes
Eric Ives, Lady Jane Grey. A Tudor mistery | Allison Plowden, Lady Jane Grey. Nine days Queen | Richard Davey, The Nine Days’ Queen, Lady Jane Grey, and her times | María Jesús Pérez Martín, María Tudor. La gran reina desconocida | Glyn Redworth, María Tudor | Oliver Goldsmith, Historia de Inglaterra | Wikipedia
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