Además de un asteroide, dos cráteres -uno en la Luna y otro en Mercurio- han sido bautizados con el nombre de Boecio. Memoria estelar, pues, para un filósofo y poeta que vivió a caballo entre los siglos V y VI d.C., y que es venerado como santo por las Iglesias Católica y Ortodoxa. ¿Por qué? Porque su denuncia de la corrupción existente en la corte de Teodorico el Grande le llevó a acabar torturado y ejecutado, habiendo sido antes capaz de armonizar las enseñanzas de clásicos como Platón y Aristóteles con la teología cristiana. De él dijo algún historiador que fue el «último de los filósofos romanos y el primero de los teólogos escolásticos».
Esto último puede desconcertar un poco al lector avezado, que sabrá que la escolástica, escuela teológico-filosófica medieval que trata de aunar razón y fe, no nació hasta el siglo XI de la mano del benedictino San Anselmo de Canterbury. Pero tuvo precedentes doscientos años antes en los pre-escolásticos carolingios y, retrocediendo más aún en el tiempo, en Boecio, que pese a ser lo que Julián Marías definía como un pensador de transición, como todos los que hubo entre los siglos V y IX (Casiodoro, San Isidoro, Beda el Venerable, Alcuino de York, Rhaban Maur, Marciano Capella), destacó sobre los demás.
Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio nació en Roma hacia el 480 d.C., en el seno de una importante familia patricia originalmente plebeya: la gens Anicia, de la que hay noticias desde el siglo IV a.C. y de la que salieron dos emperadores (Petronio Máximo y Olibrio) y muchos cónsules (incluyendo a su propio padre, Manlius Boethius). Sin embargo, en el siglo V d.C. ya había perdido mucha de su influencia, en parte porque el abuelo de Boecio estuvo implicado en un complot contra Flavio Aecio. Como quedó huérfano muy joven, fue adoptado por un acaudalado y culto senador, Quinto Aurelio Memio Símaco, gracias al cual entró en los círculos del poder.
También fue Símaco quien proporcionó a su ahijado una exquisita educación que le llevó a estudiar filosofía y retórica, posiblemente en Atenas y Alejandría (hay controversia al respecto), recibiendo una considerable influencia del neoplatonismo a través del maestro Amonio. Consecuentemente Boecio dominaba perfectamente el griego antiguo, lo que le sirvió para centrar su carrera temprana en la traducción al latín de Aristóteles y Platón. De hecho, la obra de estos y otros autores pudo recuperarse en el Renacimiento gracias en parte a esas traducciones, pese a que algunas quedaron incompletas a causa de su muerte prematura.
También se interesó por otros autores, caso de Porfirio (de quien tradujo la Isagoge, una introducción a las Categorías aristotélicas que fue el manual de lógica del autor griego en las universidades medievales) o Cicerón (al que analiza desde una perspectiva aristotélica en In Ciceronis Topica y De topicis differentiis) y campos diversos, como la música (De institutione musica), las matemáticas (De artithmetica), la astrología y, sobre todo, la teología (que bajo el título genérico Opuscula sacra reúne tratados como De trinitate, De duabus naturis in Christo, entre otras). Sobre su obra cumbre, De consolatione philosophae, hablaremos más adelante. Gibbon resumía así sus méritos:
«En beneficio de sus lectores latinos, se dedicó a enseñar los primeros elementos de las artes y las ciencias de Grecia. La pluma incansable del senador tradujo e ilustró la geometría de Euclides, la música de Pitágoras, la artitmética de Nicómaco, la mecánica de Arquímedes, la astronomía de Ptolomeo, la teología de Platón y la lógica de Aristóteles con el comentario de Porfirio. Sólo él era considerado capaz de describir la grandeza de las artes, un reloj de sol o de agua, o una esfera que representaba los movimientos de los planetas (…) Su generosidad aliviaba al menesteroso, y su elocuencia, cuyos aduladores comparaban con la de Demóstenes o Cicerón, se empleaba invariablemente a favor de la inocencia y la humanidad».
La lectura de La república de Platón empujó a Boecio a apartar un poco su actividad académica para entrar en política al servicio de Teodorico el Grande. El monarca de los ostrogodos reinaba también sobre Italia tras haber eliminado a Odoacro (el caudillo hérulo que había depuesto al último emperador romano, Rómulo Augústulo), apoderarse de Rávena y desde allí quedar al frente de la mitad de lo que había sido el Imperio Romano de Occidente (incluyendo la zona meridional de la Galia, dos tercios de Hispania y la influencia directa sobre los reinos burgundio y vándalo), razón por la que se le consideraba el gobernante más poderoso de su época y hasta se le daba extraoficialmente el tratamiento de Augusto.
Teodorico conoció a Boecio durante un viaje a Roma y le incorporó a su gabinete, nombrándolo senador cuando todavía tenía veinticinco años de edad. Fue ascendiendo, pasando a ser consul ordinarius en el 510 y magister officiorum en el 522. No obstante, él siempre consideró que su mayor éxito en la administración llegó ese último año, cuando Teodorico, demostrando el aprecio que le tenía, designó cónsules a sus dos vástagos, Flavio Símaco y Flavio Boecio; los había tenido con su esposa Rusticiana, que fue otra de las mercedes que obtuvo de su padrastro, ya que ella era su hija.
El magister officiorum era una especie de canciller, un superintendente general de los servicios del Palacio Imperial cuyas competencias iban desde organizar las audiencias a gestionar los asuntos internos, pasando por controlar y equipar a la guardia, etc. O sea, alguien con poder suficiente como para hacer frente a la corrupción existente en la corte, frenar la desmedida ambición del mayordomo Triguilla, enfrentarse al ministro godo Cunigasto y detener una requisa de alimentos en Campania que hubiera llevado a la región a la hambruna. Todo ello, obviamente, le hizo ganarse enemigos.
El partido filogótico se convirtió en un acerado enemigo político y fue uno de sus miembros, Cipriano, quien se encargó de emprender acciones contra Boecio. Cipriano era el referendarius, es decir, un tipo de funcionario cuyo cometido consistía en mantener un canal de comunicación entre el emperador y los magistrados, firmando despachos en nombre del primero. En tal desempeño, durante el Consejo Real ante Teodorico, celebrado en Verona en el año 523, acusó al ex-cónsul Cecina Decio Fausto Albino de traición por mantener correspondencia con el emperador de Oriente, Justino I, que era un fervoroso cristiano, contra el gobierno de Teodorico, arriano, invitando al primero a intervenir en Italia para librarla del dominio ostrogodo.
Hijo y hermano de cónsules, Albino había ayudado a Boecio, como éste mismo recordó («…innumerables veces interpuso mi autoridad para proteger a los desdichados del peligro cuando eran acosados por las interminables acusaciones falsas de los bárbaros [godos], en su continua e impune codicia por la riqueza») y ahora era el turno de devolverle el favor. El magister intervino en su defensa con unas emotivas aunque imprudentes palabras que se iban a volver en su contra: «La acusación de Cipriano es falsa. Si Albino es criminal, también el Senado y yo mismo, todos, lo somos; pero si somos inocentes, Albino se merece por igual la protección de las leyes».
En efecto, con artera habilidad, Cipriano también le acusó a él e incluso presentó tres testigos llamados Venancio Opilio, Basilio y Gaudencio. Según cuenta en sus cartas el erudito Casiodoro (que sustituiría a Boecio como magister officiorum, para después ser prefecto del pretorio y amigo íntimo de Teodorico), el primero era cuñado del segundo y hermano de Cipriano, mientras que Basilio había sido acusado alguna vez de practicar magia negra y fue expulsado del servicio real por deudas. Boecio añade que Opilio y Gaudencio estaban desterrados por fraude, aunque otras fuentes no reseñan nada que les confiriese mala reputación y el propio Casiodoro les describe elogiosamente junto a su hermano Cipriano: «Absolutamente escrupulosos, justos y leales».
En cualquier caso el testimonio resultaba dudoso como mínimo, pero la firma de Boecio apareció, quizá falsificada, en una de las cartas incriminatorias y bastó para que él y Albino fueran detenidos y encerrados en el Ager Calventianus, una finca rural situada al norte de Pavía, mientras sus propiedades eran confiscadas. Es posible que en otras circunstancias Teodorico no hubiera llegado al extremo, pero se hallaba inmerso en una compleja situación político-religiosa. Los ostrogodos eran cristianos arrianos, aunque al ser minoría en Italia el rey nunca impuso esa versión de la fe a la población romana y alcanzó un equilibrio con el catolicismo en lo que se suele conocer como compromiso ostrogodo. Pero eso no quiere decir que no hubiera cuestiones difíciles.
Por ejemplo, el rey de los vándalos, Hilderico, había dado muerte a Amalafrida, hermana de Teodorico, después de que ésta se rebelase contra él porque favoreció el regreso de los católicos al norte de África. La sucesión del reino ostrogodo estaba entremezclada con ese asunto: el hijo de Amalafrida, Teodato, se postuló candidato, pero el rey designó finalmente a su yerno Eurico (casado con su hija Amalasunta), que era visigodo. Su suegro aspiraba así a unificar ambos reinos para afrontar con fuerza el creciente poder de los francos, pero se vio frustrado por la prematura muerte de Eurico. Boecio había apoyado a Teodato, lo que quizá le alejó del monarca.
Por otra parte, los arrianos estaban siendo perseguidos en el Imperio Romano de Oriente, donde también se habían empezado a producir discordancias entre la Santa Sede romana y la Sede de Constantinopla, que por entonces aún formaban una misma Iglesia (cinco siglos más tarde se separarían definitivamente), habiéndose solucionado en el 519 a duras penas el cisma acaciano, el primero entre ambas, debido a la deriva oriental hacia el miafisismo (una variante del monofisismo en la que la naturaleza de Jesucristo es única, humana y divina juntas). Boecio llevaba tres años trabajando para conseguir un acercamiento entre ambas sedes.
Todas ésas fueron las circunstancias que rodearon e influyeron en el proceso contra él, que concluyó con una condena a muerte. No se sabe exactamente cómo se le ejecutó, sí parece que antes sufrió la tortura de que le sacaran los ojos apretándole el cuello con una soga y le rompieran el cráneo a golpes de garrote, lo que habría supuesto una terrible agonía que motivaría aún más a la Iglesia a otorgarle la condición de mártir y proceder a su canonización en 1883. La fecha resulta tardía porque durante mucho tiempo hubo ciertas dudas sobre la firmeza de su fe, especialmente en el último año de vida, mientras esperaba encerrado juicio y sentencia.
Él mismo reflejó su estado de ánimo en su libro De consolatione philosophae, escrito en prosimetrum (alternancia de prosa y verso), en forma de un diálogo con la alegórica Dama Filosofía, durante su reclusión y considerado la última gran obra de la filosofía clásica. En ella no hace referencia directa a Jesucristo ni al cristianismo, lo que algunos interpretaron, decíamos, como una renuncia a sus creencias. No obstante, fue uno de los textos más copiados y difundidos desde el Renacimiento Carolingio hasta el final de la Edad Media y tuvo una enorme repercusión al sentar las bases de la escolástica y dar a conocer el pensamiento clásico, especialmente Séneca y el neoplatonismo, conciliándolos con la ética cristiana.
Boecio murió pues en el 524, a la edad de cuarenta y cuatro años. Fue enterrado en la iglesia de San Pietro in Ciel d’Oro, en Pavía, que también acoge los restos mortales de San Agustín. Según cuenta Procopio, la implacable justicia de Teodorico alcanzó también a su suegro y padre adoptivo, el ya anciano Símaco, que le había intentado defender y terminó acusado dos años más tarde de conspirar junto a él. Como se confiscaron todas las propiedades familiares, Rusticiana quedó en la miseria, si bien posteriormente, al fallecer Teodorico, le fueron restituidos y pasó a gozar del favor del papa Gregorio Magno, siendo reconocida como patrona de la Iglesia Católica.
Sus hijos Flavio Símaco y Flavio Boecio también recuperaron su posición y el segundo incluso llegó a ser prefecto pretoriano en el África Proconsular bizantina. No se sabe qué fue de Cecina Decio Fausto Albino. Y dicen que años después Teodorico, gravemente enfermo de disentería y a punto de morir, confesó a su médico Elpidio que se arrepentía de haber condenado a Boecio.
Fuentes
Boecio, La consolación de la filosofía | Julián Marías, Historia de la filosofía | Edward Gibbon, Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano | Luis Suárez Fernández, Manual de Historia Universal. Edad Media | Helen M. Barrett, Boethius. Some aspects of his works and times | John Marenbon, Anicius Manlius Severinus Boethius (en Stanford Encyclipedia of Philosophy) | Wikipedia
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