En el año 331 a.C. una epidemia asolaba Roma, al principio afectaba en su mayoría a la plebe, pero pronto empezó a diezmar también a los patricios. Cuando magistrados y senadores empezaron a caer, las autoridades tuvieron que buscar una causa para poder ponerle fin.
Y según cuenta Tito Livio, la encontraron. Uno de los ediles curules (los que se ocupaban de vigilar los mercados y el comercio), llamado Quinto Fabio Máximo Ruliano, recibió la visita de una esclava.
Para su consternación ésta le confesó que todas aquellas muertes no eran causa de una epidemia sino de los venenos que algunas mujeres estaban preparando y distribuyendo por la ciudad.
El propio Livio (que escribe unos 300 años después de los hechos), cuando narra la historia, ya dice que él cree que es falsa y que tampoco se ponen de acuerdo sobre ello los magistrados y senadores, pero que la cuenta tal y como se transmitió por la tradición.
Este año adquirió una mala notoriedad, ya fuera por el clima malsano o por la culpa humana. Me gustaría creer -y las autoridades no son unánimes al respecto- que es una historia falsa la que afirma que aquellos cuyas muertes hicieron famoso el año por la peste fueron realmente envenenados. Sin embargo, relataré el asunto tal como ha sido transmitido para evitar cualquier apariencia de impugnar el crédito de nuestras autoridades. Los hombres más destacados del Estado estaban siendo atacados por la misma enfermedad, y en casi todos los casos con los mismos resultados fatales. Una esclava se dirigió a Q. Fabio Máximo, uno de los ediles curules, y prometió revelar la causa del mal público si el Senado la protegía contra cualquier peligro que su descubrimiento pudiera acarrearle. Fabio puso inmediatamente el asunto en conocimiento de los cónsules y éstos lo remitieron al Senado, que autorizó la promesa de inmunidad. Fabio reveló entonces que el Estado estaba sufriendo a causa de los crímenes de ciertas mujeres; esos venenos habían sido preparados por matronas romanas y, si la seguían de inmediato, prometió que atraparían a las envenenadoras in fraganti.
Tito Livio, Historia de Roma VIII.18
Nunca antes había habido en Roma una acusación de envenenamiento, por lo que todo el asunto desató las mayores alarmas entre la población. Los magistrados se dejaron guiar por la informante y fueron casa por casa en busca de las envenenadoras.
Al final del día hasta veinte mujeres habían sido detenidas por encontrarlas preparando pócimas sospechosas, o por tenerlas en su casa ya preparadas. Entre ellas las dos únicas cuyos nombres Livio menciona, llamadas Cornelia y Sergia, que eran patricias.
Estas dos aseguraron que para nada se trataba de venenos, sino más bien de pócimas medicinales. Sin embargo, cuando se las obligó a beberlas, todas las mujeres murieron envenenadas.
Siguieron a su informante y encontraron a algunas mujeres preparando drogas venenosas y algunos venenos ya preparados. Estas últimas fueron llevadas al Foro, y hasta veinte matronas, en cuyas casas habían sido incautadas, fueron llevadas por los magistrados. Dos de ellas, Cornelia y Sergia, ambas de casas patricias, sostuvieron que las drogas eran preparados medicinales. La esclava, al enfrentarse a ellas, les dijo que bebieran un poco para demostrar que había dado pruebas falsas. Se les concedió tiempo para consultar lo que harían, y se ordenó a los espectadores que se retiraran para que pudieran consultar con las otras matronas. Todas consintieron en tomar las drogas, y después de hacerlo cayeron víctimas de sus propios designios criminales.
Tito Livio, Historia de Roma VIII.18
Las redadas posteriores elevaron el número de mujeres arrestadas hasta 170, lo que hizo pensar a los Senadores que aquello debía ser una especie de locura colectiva, es decir, una epidemia. De modo que se dispusieron a buscar la forma de acabar con ella. Y la encontraron consultando los anales.
Sus asistentes fueron arrestadas al instante, y denunciaron a un gran número de matronas como culpables del mismo delito, de las cuales ciento setenta fueron declaradas culpables. Hasta entonces nunca se había investigado en Roma una acusación de envenenamiento. Todo el incidente fue considerado un presagio y se pensó que era un acto de locura más que una maldad deliberada. Como consecuencia de la alarma universal creada, se decidió seguir el precedente registrado en los anales.
Tito Livio, Historia de Roma VIII.18
Resulta que en el año 363 a.C. (apenas 32 años antes) había sucedido algo parecido en la ciudad. Una peste asolaba Roma desde hacía tres años y los Senadores más ancianos recordaron que tiempo atrás un dictador había contenido una epidemia realizando un viejo ritual que hacía décadas que no se practicaba.
Consistía en clavar un clavo durante los idus de septiembre (es decir, el 13 de ese mes) en el muro exterior del templo de Júpiter Óptimo Máximo que daba al templo de Minerva. Los encargados de clavar el clavo habían sido originalmente los cónsules, aunque más tarde se pasó esa función a los dictadores, por lo que los senadores decidieron seguir la costumbre y nombrar un dictador para que llevase a cabo el acto. El designado para el cargo en el año 363 a.C. fue Lucio Manlio Imperioso.
Livio da una explicación más lógica del asunto, donde en realidad la ceremonia del clavo tendría más relación con llevar la cuenta de los años, tal y como también se hacía en algunos lugares de Etruria.
Hay una antigua instrucción escrita en letras arcaicas que dice: “Que aquel que sea el pretor máximo fije un clavo en los idus de septiembre”. Este aviso se fijaba en el lado derecho del templo de Júpiter Óptimo Máximo, junto al templo de Minerva. Se dice que este clavo marcaba el número del año -los registros escritos eran escasos en aquella época- y que por esa razón se colocó bajo la protección de Minerva, porque ella era la inventora de los números. Cincio, un estudioso de este tipo de monumentos, afirma que en Volsinii también se fijaron clavos en el templo de Nortia, una diosa etrusca, para indicar el número del año.
Tito Livio, Historia de Roma VII.3
Lucio Manlio Imperioso, viendo la ocasión, quiso aprovechar para empezar una guerra contra los Hérnicos y convocó levas, pero los tribunos de la plebe le obligaron a renunciar a su cargo una vez clavado el clavo.
Pero lo que nos interesa aquí es que la costumbre de realizar la ceremonia del clavo era tan antigua que ya no se recordaba por qué ni para qué se había instituido. En el año 331 a.C. el designado como dictador clavi figendi causa, es decir, para clavar el clavo, fue Cneo Quincio Capitolino.
Una vez clavado el clavo en el muro del templo de Júpiter, Cneo Quincio Capitolino renunció a su cargo de dictador. Nada dice Livio de si eso consiguió acabar con la epidemia, o si las matronas dejaron de preparar pócimas extrañas. Todo parece indicar que funcionó, pues las fuentes antiguas todavía mencionan dos ocasiones más en que se nombró un dictador clavi figendi causa.
Como consecuencia de la alarma universal creada, se decidió seguir el precedente registrado en los anales. Durante las secesiones de la plebe en los viejos tiempos, el Dictador había clavado un clavo, y por este acto de expiación las mentes de los hombres, desordenadas por las luchas civiles, habían recuperado la cordura. En consecuencia, se aprobó una resolución por la que se designaba a un dictador para clavar el clavo. Se designó a Cneo Quincio y se nombró a L. Valerio Maestro de Caballería. Una vez clavado el clavo, renunciaron a sus cargos.
Tito Livio, Historia de Roma VIII.18
Las dos últimas ocasiones en que un dictador tuvo que clavar el clavo fueron en 313 a.C. (Cayo Petelio) y 263 a.C. (Cneo Fulvio Máximo Centumalo). En ambas parece que la causa fue, de nuevo, una plaga o epidemia.
Según Dión Casio, Augusto quiso restaurar la costumbre de clavar el clavo en los idus de septiembre más de dos siglos y medio después, pero trasladándola del templo de Júpiter al de Marte vengador (Templum Martis Ultoris), y siendo realizada por los censores, en lugar de los cónsules y mucho menos por un dictador. No parece que tuviera éxito.
Fuentes
Tito Livio, Historia de Roma | Francesco Cerato, Il Dictator clavi figendi causa | Francisco Pina Polo, The Consul at Rome: The Civil Functions of the Consuls in the Roman Republic | Wikipedia
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