Si el lector tiene la suerte de viajar a El Cairo, seguramente le ofrecerán visitar la Ciudadela de Saladino, donde hay un rincón imperdible: la Mezquita de Alabastro, a la que se puede entrar. Su interés no es tanto artístico -se trata de un edificio relativamente reciente, decimonónico- como cultural, por cuanto los guías suelen explicar sucintamente los pilares del islam. Pero, además, acoge el sepulcro de su constructor, el valí otomano al que se considera fundador del Egipto moderno por sus reformas y que dio origen a una dinastía que gobernó el país hasta que su último representante, el rey Farouk, fue derrocado en 1952 por la revolución que lideraban los militares Nasser y Naguib. Hablamos de Mehmet Alí.

Muhammad Ali Pasha al-Mas’ud ibn Agha, que tal era su verdadero nombre, nació en 1769 en el Sanjak de Kavala, una localidad de la provincia más grande e importante del Imperio Otomano, la balcánica Rumelia Eyalet, que ocupaba las actuales Bulgaria, Serbia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Albania, Macedonia y partes de Rumanía y Grecia. Era el segundo hijo de una familia albanesa dedicada al comercio de tabaco y cuyo padre murió cuando él era niño, siendo criado por su tío. Junto a él alcanzó el puesto de bölükbaşı, recaudador de impuestos con grado de capitán, lo que unido a su matrimonio en 1787 con Amina Hanim, hija del gobernador provincial, le abrió la puerta a la carrera militar.

Se incorporó con el rango de comandante a un cuerpo de mercenarios albaneses que, al mando de su primo Sarechesme Halil Agha, fue enviado a Egipto como parte de un ejército que tenía la misión de reocupar el país tras la marcha de los franceses. Recordemos que Napoleón se lo había conquistado a los mamelucos -caballeros ex-esclavos de origen multiétnico turco-, hasta que la Royal Navy derrotó a la escuadra gala en la bahía de Abukir y él regresó a Francia, donde dio el golpe del 18 de Brumario, con el que estableció el consulado que pronto monopolizaría, dejando atrás a sus tropas al mando del general Kléber. Se fueron definitivamente en 1801.

Mehmet Alí retratado por David Wilkies en 1841/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

La expedición de Alí desembarcó ese mismo año para encontrarse que los propios mamelucos eran hostiles al intento del sultán de controlarlos. Viendo la dificultad de la situación, optó por desarrollar un juego a dos bandas en el que cultivaba la amistad de unos y otros mientras procuraba ganarse el apoyo de los líderes locales egipcios, de manera que cuando todo se empezó a deteriorar sin remisión, Alí ya se había labrado una bien merecida consideración popular. Por eso, en la primavera de 1805, un grupo de notables y ulemas (doctores en religión) egipcios exigieron al valí (virrey) la dimisión y su sustitución por aquel esforzado oficial. Las calles de El Cairo hervían de disturbios, así que el sultán Selim III accedió a la demanda.

Los mamelucos, desplazados del poder por primera vez en seis siglos, no estaban conformes y se dedicaron a conspirar. Alí, consciente de ello, trazó un plan para poner fin a ese peligro de una vez por todas: en marzo de 1811, con motivo de la designación de su hijo Tusun para dirigir el ejército que partía hacia Arabia, organizó una recepción oficial a la que invitó a los príncipes mamelucos… que fueron emboscados en una calle de la Ciudadela. Perecieron veinticuatro de ellos con sus cuatrocientos acompañantes, en una versión egipcia de la Noche Toledana. Descabezada la cúpula, sus tropas también fueron derrotadas por las de Alí, que les fue arrebatando una tras otra todas las regiones que controlaban en Egipto.

Pero el nuevo valí tenía miras más altas. Él mismo dijo ser “muy consciente de que el Imperio [Otomano] se dirige día a día hacia la destrucción… Sobre sus ruinas construiré un vasto reino… hasta el Éufrates y el Tigris”. Era, al cabo e irónicamente, un reflejo de Napoleón y, como tal, entendió que debía modernizar el país para convertirlo en una potencia capaz de suceder a la Sublime Puerta. Y ello requería comenzar por tener un ejército lo suficientemente fuerte, tomando como modelo los europeos. Para ello, contrató asesores italianos y en 1816 abrió una academia militar, a la que en 1820 se sumó un campamento de adiestramiento dirigido por un ex-oficial de la Grande Armée, Joseph Anthelme Sêve, que se convirtió al islam con el nombre de Solimán bajá el Francés.

Muerte de los mamelucos en la ciudadela de El Cairo, obra de Horace Vernet/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Los mercenarios albaneses constituyeron el núcleo primigenio de aquel ejército de nuevo cuño que se engrosó enseguida con algunos mamelucos, ex-esclavos sudaneses y voluntarios de distintas regiones norteafricanas. No era suficiente, por lo que Alí siguió el modelo napoleónico de reclutamiento forzoso a partir de 1820; en realidad no era partidario de ello y lo hizo forzado por las circunstancias, pues sabía que se trataba de una medida muy impopular que, en efecto, provocó motines. Cuando contó con fuerzas bastantes reestructuró todo, eliminando el concepto semifeudal de obediencia personal de los soldados a sus respectivos mandos para convertirlo en un ejército regular con escala de mando.

Para financiar ese plan acometió una reforma agraria en la que nacionalizó las tierras sometidas al itizam, una forma de explotación indirecta en la que los multazim (nobles que tenían la concesión), cobraban un impuesto a los arrendatarios; Alí expropiaba también las propiedades de los multazim cuando no eran capaces de satisfacer las cantidades exigidas por el gobierno, algo que pasaba siempre porque había quintuplicado la cuantía con ese fin. A cambio les entregaba una indemnización, salvo que esos propietarios fueran mamelucos, como ocurría en el Bajo Egipto. También creó un tributo llamado waqf para gravar las donaciones inmuebles a los religiosos, hasta entonces exoneradas de pagos, incautando las que no acreditasen título de propiedad.

Joseph Anthelme Sêve, Solimán bajá el Francés, en una fotografía de mediados del siglo XIX/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

A continuación, repartió parte de las tierras entre los campesinos, aunque la mayoría conservaban la titularidad pública, previa realización de un catastro. También el comercio quedó sometido a la preeminencia del Estado, ya que éste era el intermediario forzoso y retenía los excedentes de producción, algo que resultó muy rentable en el nuevo cultivo de algodón. La agricultura, de hecho, mejoró con trabajos comunitarios obligatorios (que los campesinos odiaban y trataban de eludir autolesionándose), especialmente en los sistemas de riego, permitiendo un crecimiento de los salarios hasta cuatro veces.

Este proceso duró de 1809 a 1814 y con él no sólo se obtuvieron los fondos necesarios para la reforma militar sino que se limitaban los de las autoridades locales, dificultándoles llevar a la práctica cualquier oposición a los cambios. Se apoyó asimismo en el impulso a un plan industrial que fomentó la fabricación textil para competir con Europa -algo en lo que fracasó, pero a cambio generó mucho empleo- y repartió concesiones para la construcción de infraestructuras (presas, canales, ferrocarril, escuelas técnicas…). Otras industrias que se implantaron fueron las de los tintes, la siderúrgica, la aceitera, la vidriera, la harinera, etc.

La industria armamentística proporcionó fusiles y artillería, además de crearse un astillero en Alejandría para construir una flota que, a finales de la década de los treinta, sumaba nueve buques de guerra de cien cañones. Sumados a la nueva caballería a la europea, el ejército egipcio pasó a ser una fuerza disciplinada y eficaz a la que se iba a poner a prueba en breve, con un plan de expansión por los territorios vecinos, sustituyendo poco a poco a los mercenarios albaneses.

Retrato de Mehmet Alí realizado en 1841 por Auguste Couder/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Antes era necesario cimentar adecuadamente el estado y si el ambicioso programa económico dotaba de los medios materiales para sostenerlo y el militar para protegerlo, la reforma de la administración sirvió para agilizar su gestión. La clave fue establecer una burocracia profesional y centralizada, en la que la autoridad absoluta del valí desplazó a la que habían desempeñado los príncipes mamelucos. En 1814 se dividió el país en trece gobernaciones, a su vez subdivididas en departamentos con una jerarquía funcionarial, aunque entre 1830 y 1834 se pasó a diez provincias divididas en distritos.

La administración central era el cerebro del conjunto, con el valí a la cabeza. Aunque Amina no le acompañó a Egipto en primera instancia -se instaló en Constantinopla con las hijas que tuvieron juntos-, sí lo hizo en 1805, sólo que se distanció de su marido tres años más tarde a causa de las concubinas que él había tomado. Pero los cuatro hijos varones coparon los puestos más importantes, proporcionando garantías de funcionamiento y seguridad, si bien se formó un cuerpo de administradores cuidadosamente seleccionados. A partir de 1837 se reestructuró esa administración para crear una decena de departamentos equivalentes a los ministerios occidentales.

Para entonces habían pasado muchas cosas, entre ellas el fallecimiento de Tusun (de peste, en 1816) y Amina (en 1824), las intervenciones bélicas y el cambio de mentalidad en el país. En éste último tuvo mucho que ver la promulgación en 1829 de una legislación asombrosamente avanzada, que perseguía el crimen con dureza gracias al incremento de los efectivos policiales, la renovación del reglamento judicial y la autorización de realizar autopsias, utilizables como pruebas en los juicios. Y como Alí no quería depender siempre de asesores europeos, impulsó la creación de numerosas escuelas de técnica naval, de ingeniería, de traducción, de veterinaria, de medicina…

La primera autopsia de Egipto, realizada por Clor Bey en 1829 (pintura anónima)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

De hecho, en 1832 se permitió a Clot Bey (el médico francés Antoine Clot), que había llegado para fundar una escuela médica militar, hacer otro tanto con una para mujeres. De ella salieron las primeras hakimas (doctoras), especializadas en tratar pacientes femeninas e infantiles. Curiosamente, al principio hubo que recurrir a estudiantes esclavas, dada la reticencia a matricularse que originaban los prejuicios sociales. Es más, nunca hubo número suficiente y para los partos, los campesinos siguieron recurriendo a las tradicionales dayas (parteras), aunque las hakimas desempeñaron su papel en el tratamiento de enfermedades, vacunaciones, abortos y autopsias.

El mandato de Alí también fue de esplendor literario, un renacimiento que se conoce con el nombre de Al-Nahda. Nació con el retorno de los estudiantes que se habían enviado a las universidades europeas, que ya en Egipto tradujeron al árabe (el turco se reservaba para el ejército) numerosas obras de todos los temas científicos y culturales, a los que se sumaron numerosos autores de creación en novela y teatro. Contaron con la ventaja de que en 1819 se instauró la primera imprenta para editar el boletín oficial del gobierno y de ahí pasaron a más, incluyendo desde 1828 el primer periódico que no estaba en francés sino en árabe y turco, el oficialista al-Waqai al-Misriya.

La expansión de Egipto en el siglo XIX/Imagen: Rowanwindwhistler en Wikimedia Commons

Mehmet Alí tuvo que dividir su esfuerzo entre las reformas y la guerra. En 1811, muy dependiente aún del Imperio Otomano, recibió el encargo del sultán Mahmud II -que tenía al grueso de su ejército ocupado en controlar los Balcanes- de combatir la insurrección de los árabes wahabbíes, que siguiendo una interpretación rigorista del Corán se habían adueñado de las ciudades santas de La Meca y Medina, continuando su expansión por la península arábiga. Alí tomó personalmente el mando de la operación y dejó a otro de sus hijos, Ibrahim Bajá, como regente. Pero la contienda se extendió más de lo previsto y en 1815, habiendo llegado la noticia de la fuga de Napoleón de la isla de Elba y el rumor de que planeaba reconquistar Egipto, el valí decidió pasar el mando a Tusun (que, decíamos antes, murió en campaña y fue sustituido por su hermano) y volver.

Ibrahim acabó con el problema wahabbí en 1818, pero no hubo más de dos años de tranquilidad porque Alí ya empezaba a disponer de un ejército en condiciones con el que ampliar sus fronteras y puso sus ojos en una región rica en recursos naturales (oro, esclavos) y ancestralmente vinculada a Egipto: Sudán, que además podría ser una base avanzada para continuar hacia Etiopía y Uganda. Anclado en la Edad Media y con su autoridad central, el Sultanato de Sennar, en disgregación, Sudán parecía presa fácil para los cinco mil hombres que dirigía Ismail Kamil, otro hijo de Alí. Sin embargo, la resistencia sudanesa fue mayor de lo esperado y el propio vástago perdió la vida, por lo que no se consiguió la victoria hasta 1820. La incorporación al ejército de los esclavos sudaneses y el trato dispensado a los locales originaría décadas más tarde el movimiento independentista y revolucionario del Mahdi.

En 1824 el sultán volvió a pedir ayuda a Alí, esta vez para sofocar la rebelión de las provincias griegas, que ya duraba tres años sin que el ejército otomano fuera capaz de detenerla; a cambio, Mahmud II le ofrecía nombrarle valí de Morea (el Peloponeso) y cederle la isla de Creta. El mando se le entregó de nuevo a Ibrahim, que partió con diecisiete mil hombres y una escuadra de sesenta y tres barcos. Aunque en 1825 tomó Missolonghi tras un largo asedio, la suerte le fue adversa porque Francia, Rusia y Gran Bretaña intervinieron a favor de los helenos: al año siguiente la Royal Navy hundió a la turco-egipcia en Navarino y, privado de toda posibilidad de abastecimiento, Ibrahim tuvo que regresar en 1828, abocando al Imperio Otomano a reconocer la independencia de Grecia.

La batalla de Navarino, obra de Ambrose Louis Garneray/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

No obstante, la capacidad militar de Egipto impresionó a los franceses lo suficiente como para solicitar su colaboración en la invasión de Argelia, ocupándose de Túnez y Trípoli. No hubo acuerdo por dos razones. En primer lugar, otomanos y británicos lo vetaron para no alterar el statu quo mediterráneo, por lo que Alí compensó a París regalándole un par de obeliscos del templo de Luxor (uno pesaba demasiado y ni pudo ser trasladado, pero el otro decora todavía hoy la Plaza de la Concordia). Y en segundo lugar el valí tenía sus propios planes, que pasaban por invadir Siria y así se los solicitó al sultán, como resarcimiento de las pérdidas sufridas en Navarino.

Mehmed II no se opuso e Ibrahim partió hacia el este y puso sitio a Acre, usando como casus belli el refugio que el valí de esa ciudad había dado a miles de campesinos que huían del reclutamiento forzoso. En realidad, se trataba de hacerse con los ricos recursos naturales de la zona -continuando una estrategia que se remontaba a los faraones mismos-, así como de convertir Siria en un mercado para la creciente producción industrial. Aparte, constituía un estado tapón respecto al Imperio Otomano, del que Alí deseaba desvincularse. Acre cayó en 1831 e Ibrahim continuó su avance hacia Anatolia, en lo que ya era una guerra abierta contra los otomanos.

Ibrahim Bajá, hijo y heredero de Mehmet Alí, y su brazo derecho en el frente (retrato de Charles-Philippe Larivière)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Antes de acabar el año obtuvo otra victoria en Konya, lo que le abría la posibilidad de alcanzar Constantinopla y deponer a Mahmud II en favor del hijo de éste, Abdulmecid. El sultán pidió ayuda a Rusia, que aceptó disfrazando su postura de cooperación económica (Tratado de Unkiar Skelessi); eso alarmó a las potencias europeas, hasta entonces indiferentes, que ante el peligro de una desestabilización, Francia y Gran Bretaña amenazaron con intervenir y forzaron un acuerdo: la Convención de Kütahya. Las condiciones estipulaban la retirada de los soldados egipcios de Anatolia; la cesión a Egipto de las localidades de Adana (Turquía) y Candía (Creta); la anexión al mismo país de las sirias Acre, Damasco y Alepo, además del Hiyaz árabe; y el nombramiento de Ibrahim como valí de Siria.

Parecía un trato razonable, pero supuso cierta frustración para Mehmet Alí, que aspiraba a tener su propio reino; era vox populi, de ahí que el sultán le ofreciese un gobierno hereditario en Egipto y Arabia si renunciaba a independizarse. El interesado lo rechazó porque, una vez más, había diseñado su propio plan: en 1838 informó a Francia y Gran Bretaña de que pensaba declarar la independencia. Era algo que, como dijimos, no les gustaba y ese mismo año Londres firmó con el sultán el primer Tratado de Balta Liman, un acuerdo comercial que abolía los monopolios en todo el Imperio Otomano e imponía altas tarifas aduaneras. Era un golpe deliberado contra la pujante industria egipcia y Alí se negó a aceptarlo; volvía a ser la hora de que hablaran las armas.

Esta vez, los otomanos tenían a los británicos a su lado, además de contar con el apoyo diplomático de rusos, austríacos y prusianos, mientras los franceses se alineaban con Egipto. Ibrahim derrotó al enemigo en Nezib y la flota otomana se pasó al otro bando. Es posible que el disgusto consiguiente tuviera que ver en la muerte de Mahmud II, que fue sucedido por su hijo adolescente. A ojos de Ibrahim era una situación propicia para marchar sobre Constantinopla y apoderarse del imperio, pero Alí temía una intervención europea directa, prefiriendo negociar ganancias territoriales. Sin embargo, en 1840 Londres le repitió la oferta que le había hecho Mahmud II con un ultimátum.

La Mezquita de Alabastro de El Cairo acoge el mausoleo de Mehmet Alí/Imagen: Sibahi en Wikimedia Commons

Alí la declino otra vez creyendo que París le apoyaría. No fue así, ya que el rey Luis Felipe no quería involucrarse en una guerra con otras potencias cuando tenía sus problemas en las fronteras del Rin. Consecuentemente, la Royal Navy y barcos austríacos bloquearon el delta del Nilo e Ibrahim perdió Acre y Beirut ante los otomanos. Su padre tuvo que parlamentar, imponiéndosele la entrega de Creta y el Hiyaz, el desmantelamiento de la armada y la reducción del ejército a un máximo de dieciocho mil hombres. Una derrota dulce e insólita en todo caso, puesto que, pese a seguir dependiente del Imperio Otomano, obtuvo el prometido gobierno hereditario.

El verdadero problema derivó del efecto que tuvo el Tratado de Balta Liman en la economía, debilitando el proteccionismo instaurado por Alí en Egipto y menguando tanto la industria como el comercio. Acosado por otros males, como una epidemia y una crisis financiera internacional, el país empezó a endeudarse y el gobierno se vio obligado a vender a particulares las tierras estatales para conseguir liquidez. Por otra parte, la reducción militar repercutió en una caída de la fabricación de armas y el cierre parcial de los astilleros. Todo ello generó descontento popular e hizo que las reformas administrativas adoptadas atenuasen su eficacia.

Quizá por eso, un cansado y envejecido Alí visitó Constantinopla en 1845 para solventar sus diferencias con el sultán, consiguiendo que éste reconociese a Ibrahim como heredero de Egipto. Tres años más tarde, el valí estaba ya senil, incapacitado para gobernar, y se llevó a cabo el relevo. Pero Ibrahim sólo estuvo cuatro meses en el poder porque unas fiebres (que en 1846 trató de curar en el balneario francés de Vernet-les-Bains) le provocaron la muerte incluso antes que la de su progenitor, que ni siquiera se enteró del deceso. A él le llegó el turno al año siguiente; su nieto Abbas Bajá, ocupó su lugar, dando continuidad a lo que sería toda una dinastía.


Fuentes

Khaled Fahmy, Mehmed Ali: From Ottoman Governor to Ruler of Egypt | Afaf Lutfi Sayyid-Marsot, Egypt in the Reign of Muhammad Ali | Khaled Fahmy, The era of Muhammad Ali Pasha, 1805-1848 | Khaled Fahmy, All The Pasha’s Men: Mehmed Ali, his army and the making of modern Egypt | Wikipedia


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