Siendo cierto que la etapa característica de los piratas y corsarios berberiscos fue el siglo XVI, en realidad empezó cincuenta años antes, tras la caída de Constantinopla, y se prolongó hasta el siglo XIX, cuando el mundo occidental decidió afrontar la cuestión de forma tajante y el Congreso de Viena primero y la conquista francesa de Argelia después pusieron fin a su actividad y a la esclavitud en el Mediterráneo. Pero un poco antes había sido un enemigo tan insólito como EEUU el que les dio el primer golpe, en lo que se conoce como Guerras Berberiscas, lo que supuso el impulso inicial a la armada de ese país.
El término berberisco deviene de la palabra bárbaro y es un gentilicio de Barbaria, nombre que se daba en Italia a la costa norteafricana que hoy se extiende desde Marruecos hasta Libia, pasando por Argelia y Túnez, y que devino en Berbería. Se trataba de un territorio que no pertenecía a ningún país, estando unas zonas bajo control de la Regencia de Argel, otras de los beyes tripolitanos, algunas de España… Una región, en suma, que vivía fundamentalmente de la piratería y que a raíz de la expansión del Imperio Otomano quedó bajo su órbita, aunque en la práctica era independiente.
Ya hemos hablado aquí de Jeireddín Barbarroja y otros corsarios que se pusieron al servicio del sultán, no limitándose a asaltar barcos sino también a efectuar razias periódicas sobre el litoral de países mediterráneos e incluso saliendo al Atlántico, especialmente a partir del siglo XVII, para llegar a los archipiélagos de las Canarias, Shetland, Feroe y Vestman, además de Portugal, Inglaterra, Irlanda, Islandia, Dinamarca y Escandinavia, lugares de los que obtenían botines y esclavos. Estos últimos constituían la principal mercancía, calculándose en más de un millón el número de cristianos capturados en el Mediterráneo entre 1500 y 1800.
Aunque el siglo XVII marcó ese cénit mencionado, iniciándose una decadencia en lo sucesivo, la navegación mediterránea siguió siendo insegura. El negocio esclavista decayó, pero a cambio se impuso el chantaje de tener que pagar un tributo para evitarlo, algo de lo que nadie estaba libre. Ni siquiera se hizo excepción con los barcos británicos, que en la segunda mitad del XVI habían firmado alianzas con los berberiscos para enfrentarse a su común enemigo español, tal cual hicieron también los franceses, que en 1543 reinando Francisco I, hasta les cedieron el puerto de Toulon.
Una víctima de nuevo cuño fue EEUU, que en 1776 había declarado su independencia de Gran Bretaña. El sultán Mohamed III fue de los primeros en reconocer al recién nacido país, firmando en diciembre de 1777 un Tratado de Amistad Marroquí-Estadounidense por el que los puertos de Marruecos se abrían a los mercantes norteamericanos y garantizaban su paso seguro del Atlántico al Mediterráneo y viceversa. Pero en 1784 fue apresado el bergantín Betsey, cuya liberación negoció el gobierno español con el sultán. También fue el ejecutivo hispano el que explicó a su homólogo estadounidense cómo prevenir nuevos asaltos: mediante la entrega de tributos. El acuerdo con Marruecos se reforzó con esa particularidad, poniendo fin al problema por ese lado.
Pero no todos los piratas dependían de la autoridad del sultán y al ver que aquellos navíos ya no gozaban de la protección de la Royal Navy, los incorporaron a su lista de presas potenciales. En el verano del año 1785 los piratas argelinos apresaron dos goletas, la Dauphin y la Maria, esclavizando a los supervivientes y exigiendo por su rescate 60.000 dólares. El caso tuvo una resonancia especial porque corrió el rumor -falso- de que uno de los cautivos era Benjamin Franklin, que viajaba desde Francia -donde había sido embajador tiempo atrás- a Filadelfia para asumir el cargo de gobernador de Pensilvania, lo que generó indignación entre la opinión pública. Así, desde 1786, el gobierno estadounidense tuvo que aceptar el pago de tributos a todos los estados de Berbería, firmando diversos acuerdos con ellos: en 1795 con Argel; en 1797 con Trípoli y Túnez.
Se trataba de la única forma de asegurar su comercio naval en la zona, dado que tras la Guerra de Independencia se había disuelto la Continental Navy. No obstante, aparte de una situación incómoda y humillante, era una sangría de dinero que para 1797 se calculaba ya en 1,25 millones de dólares, de ahí que en 1794 el presidente George Washington plantease al Congreso el restablecimiento de la armada y la construcción de seis fragatas que pusieran fin al chantaje. Se estimó que, puestos a soltar dinero, los 688.888,82 dólares presupuestados para ese plan estarían mejor aprovechados que en pagarlos a los piratas.
Por supuesto, no fue ésa la única razón para aprobar ese plan naval; potencias europeas que estaban en guerra entre sí, como Gran Bretaña o Francia, también incautaban esporádicamente mercantes estadounidenses cuando sospechaban que proveían de suministros al rival, mientras que otros, caso de Portugal, pusieron fin al bloqueo al que sometían a los barcos berberiscos para pasar al Atlántico en 1793, de manera que los asaltos ya no se limitaron al Mediterráneo. El resultado fue que se solventaron las dudas que había respecto al plan de las fragatas y se puso en marcha.
Las nuevas fragatas iban a ser bautizadas con los nombres de Cheasepeake, Congress, President, United States, Constitution y Constelation, pero la firma en 1796 del Tratado de Trípoli, por el que el bey garantizaba la navegación segura, llevó a que sólo se terminasen las tres últimas, botadas en 1797. Al año siguiente, se firmó el Tratado de Jay, que ponía fin a la enemistad con los británicos y se estrechaban relaciones bilaterales, tanto políticas como comerciales. Por ende, el Congreso autorizó a la armada de EEUU a capturar cualquier barco francés armado que se encontrase frente a las costas de Norteamérica, provocando la llamada Cuasi-Guerra entre ambos países.
Las otras tres fragatas se terminaron entre 1799 y 1800, ya durante la presidencia de John Adams. Justo a tiempo porque, si bien se recondujo la situación con Francia, los rescoldos de Berbería volvieron a encenderse. Si bien el concepto de esclavitud musulmana daba margen para progresar a quienes la sufrían, como pasó con el marino James Leander Cathcart (que llegó a ser consejero del bey argelino), la mayoría de los cautivos vivían en malas condiciones y algunas tripulaciones americanas llevaban más de una década en esa situación, remitiendo cartas a sus familias pidiendo rescate y enardeciendo así a la opinión pública.
Por otra parte, la deuda con los piratas constituía una auténtica sangría que únicamente tenía el efecto de incentivar aún más la piratería, así que en marzo de 1801, coincidiendo con la toma de posesión de un nuevo presidente, Thomas Jefferson, éste decidió que no se continuaría pagando tributos a los estados berberiscos. Sin duda tenía presente aquella respuesta que le había dado el embajador de Trípoli en Londres en 1786, cuando le preguntó el porqué de los ataques: «Está escrito en el Corán que todas las naciones que no reconocen al Profeta son pecadoras, y que es derecho y deber de los fieles saquearlas y esclavizarlas».
Por tanto, cuando el bajá reclamó un importe de 225.000 dólares, equivalente a casi un tercio del total de ingresos federales, se le dio un rotundo «no» por respuesta. Eso suponía una declaración de guerra que los tripolitanos escenificaron abatiendo el asta de la bandera que se erguía frente al consulado de EEUU en Trípoli. Poco después, un escuadrón compuesto por tres fragatas y una goleta, bajo el mando del comodoro Richard Dale, zarpaba rumbo al Mediterráneo con autorización para apresar cuanto barco enemigo considerase oportuno; a medio camino se le unió una flotilla de Suecia, país que también estaba en guerra con los tripolitanos desde 1800 y además se consiguió la colaboración material del Reino de Nápoles, cuyos puertos servirían de base.
La misión tenía como objetivo bloquear el puerto de Trípoli, que estaba bien defendido por murallas, centenar y medio de cañones, unos 25.000 soldados y una flota de 35 naves de diversos tipos. Poco antes de que el Congreso aprobase la ley de protección naval, el teniente Andrew Sterret, al mando de la goleta USS Enterprise, obtuvo la primera victoria capturando un barco corsario enemigo. Pero, en general, los piratas evitaron el combate en alta mar mientras EEUU reforzaba al escuadrón de Dale con nuevas unidades que permitieron mejorar el bloqueo y realizar ataques esporádicos.
En una de esas acciones, la fragata USS Philadelphia encalló y los berberiscos se la llevaron como trofeo a Trípoli, junto con su capitán, William Bainbridge, y la tripulación. En el artículo dedicado a Stephen Decatur ya contamos cómo en 1804 dirigió una audaz acción nocturna por sorpresa para liberarlos e incendiar la fragata que terminó con éxito. Fue el primero de una serie que, con la excepción del ataque de Richard Somers (que murió durante el intento de volar el puerto con un buque lleno de explosivos), se remató en 1805 en la batalla de Derna, en la que esta ciudad fue tomada por una fuerza conjunta que avanzó desde Alejandría.
Ese triunfo, el primero estadounidense fuera de su país e inmortalizado en el himno de los marines, sirvió para negociar desde una posición de fuerza la liberación de prisioneros y el fin de la contienda, ya que el bey no sólo se veía ahora asediado también por tierra sino que el adversario amenazaba con reponer a su hermano mayor, al que había derrocado antaño. Al final se acordó el intercambio de cautivos y el pago de 60.000 dólares a Trípoli en concepto de rescate -que se consideraba más honorable que el tributo-, poniéndose fin al bloqueo y renunciándose al cambio de gobernante.
Tales condiciones no gustaron nada a los militares, que consideraban que podían haberse mejorado mucho. Sentían que su esfuerzo no resultaba recompensado, a pesar de que su imagen se disparó en EEUU al haber demostrado capacidad para operar en territorio extranjero y regresar con algunos héroes para la historia, especialmente Decatur. De hecho no les faltaba cierta razón porque, lejos de solucionarse el problema, se iba a reproducir una década más tarde coincidiendo con la Guerra Anglo-Estadounidense de 1812, en lo que se denomina Segunda Guerra de Berbería.
En 1812, EEUU aprovechó que Reino Unido estaba enfrascado en combatir a Napoleón para intentar quedarse con las colonias canadienses, descontentas con la metrópoli por las restricciones que ésta imponía a su comercio, intentando poner fin a agravios como la costumbre de la Royal Navy de reclutar a la fuerza marineros de sus barcos y el apoyo que el gobierno británico ofrecía a los nativos contra la expansión territorial estadounidense. Esa contienda terminó oficialmente en febrero de 1815 con la vuelta al statu quo prebélico, pero para entonces los berberiscos habían decidido pescar en río revuelto, retomando los asaltos a barcos estadounidenses.
Como el presidente, James Madison, no podía desviar efectivos militares del frente canadiense al Mediterráneo, no tuvo más remedio que aceptar otra vez el humillante pago de tributos y rescate de prisioneros. No eran tantos como en la guerra anterior, ya que sus barcos apenas podían navegar por aquellas aguas al estar bajo control de la Royal Navy, pero la situación resultaba igualmente grave porque el cónsul Tobbias Lear fue expulsado de Argel cuando se produjo la primera demora del abono y el bey declaró abiertamente las hostilidades contra EEUU. Ahora bien, al mes siguiente de que Londres y Washington firmasen la paz, el congreso autorizó una expedición punitiva.
Se trataba de una escuadra de diez buques (Guerriere, Constellation, Macedonia, Epervier, Ontario, Firefly, Flambeau, Spark, Torch y Spitfire) que zarpó de Nueva York al mando del principal protagonista de la primera contienda, Stephen Decatur, ascendido a comodoro. Debería seguirla otra dirigida por el también veterano William Bainbridge, al que un tribunal había declarado inocente del naufragio de la fragata Philadelphia y se había distinguido contra los británicos capturándoles el HMS Java. Decatur llegó a Argel a principios del verano, habiendo entrado en liza dos veces durante la ruta, ante el cabo de Gata, para capturar sendos barcos enemigos, el Meshuda y el Estedio.
Con una combinación de diplomacia y ultimátum, logró que el bey se aviniera a negociar, entregando todos los prisioneros occidentales y una indemnización de 10.000 dólares a cambio de la devolución de las dos naves. El acuerdo, firmado a bordo del Guerriere en julio de 1815, incluía también el final de los tributos y la garantía de libre navegación para las embarcaciones estadounidenses, pero se quedó en nada cuando el comodoro zarpó hacia Túnez para negociar allí otro acuerdo y el bey, entretanto, se desdijo de lo firmado. ¿Por qué?
Porque Decatur le había presionado con la amenaza de la llegada de la escuadra de Bainbridge… que no apareció, ya que reunirla y aprovisionarla se alargó más de lo previsto; el bey creyó que era un farol, de ahí su vuelta atrás, pero Bainbridge terminó por llegar y al final impuso su fuerza. Lo trágico fue que los escasos diez prisioneros estadounidenses liberados fueron embarcados en el Epervier para su repatriación, pero éste se hundió durante la ruta y perecieron. No obstante, la misión de Decatur se consideró un nuevo éxito y se convirtió en el héroe nacional del momento, aunque tendría un final igualmente trágico al fallecer en un duelo en 1820.
Todo eso debería haber supuesto el final de la guerra, mas aún quedaba un capítulo. EEUU había salido triunfante y los tratados firmados con los estados berberiscos le aseguraban tranquilidad por fin en el Mediterráneo. El problema estaba en que los piratas se empeñaban en continuar su modo de vida y si no era a costa de los americanos lo harían con los europeos. Por eso el gobierno británico envió al almirante Edward Pellew a negociar; si merced a su poderío naval ya había impuesto la lucha contra el tráfico negrero en el litoral atlántico africano (lo vimos en el artículo dedicado al West Africa Squadron), con más razón se debía hacer en esa zona donde los damnificados eran los marinos europeos.
Con Túnez y Trípoli no hubo problema, pero Argel se mostró reticente y ambiguo; si en primera instancia pareció aceptar, en cuanto se retiró Pellew fueron muertos dos centenares de pescadores corsos, sardos y sicilianos que habían estado protegidos por su escuadra. Midió mal el dirigente argelino, ya que en esos momentos no había guerras que dividieran el continente, gozando la Europa del Congreso de Viena de unión y estabilidad. La indignación que levantaron aquellas muertes impulsó a organizar una fuerza internacional, compuesta por cinco navíos de línea y varias fragatas británicas a las que se sumaron otros seis navíos holandeses, de nuevo a las órdenes de Pellew.
A mediados de agosto de 1816, al fracasar las conversaciones, iniciaron un duro bombardeo sobre Argel que duró nueve horas. Esta vez sí hubo farol; pese a que los atacantes ya habían agotado prácticamente toda la munición disponible, advirtieron al bey de que continuarían disparando hasta que se aviniera a aceptar un tratado y éste, en efecto, desistió de continuar resistiendo. El 25 de septiembre firmó la liberación de más de un millar de prisioneros cristianos -entre ellos el cónsul británico- y el reembolso del dinero pagado por EEUU.
La llamada «diplomacia de las cañoneras», como se denominó a esa forma de hacer política exterior ejércitos mediante, puso fin a la piratería como medio de vida en el Mediterráneo. Asimismo, Berbería no pudo seguir el ritmo de desarrollo tecnológico naval de Occidente, quedando sus barcos y ejércitos tan atrás que ese mismo siglo Argel (1830) y Túnez (1881) pasarían a ser colonias de Francia, y Trípoli volvería al control otomano (1835) hasta su conquista por Italia en 1911.
Fuentes
Jasper M. Trautsch, The genesis of America: US foreign policy and the formation of national identity, 1793-1815 | Eugene G. Windchy, Twelve American wars: Nine of them avoidable | Frank Lambert, The Barbary Wars: American independence in the Atlantic world | Gregory Fremont-Barnes, The wars of the Barbary pirates: To the shores of Tripoli: the rise of the US Navy and Marines | Wikipedia
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.