Extraterrestres, ovnis, apariciones, fenómenos paranormales… Aunque lo parezca, ese totum revoloutum que aúna lo fantástico con lo pretendidamente real, lo divino con lo humano, lo intangible con lo material y lo voluntarioso con lo caprichoso, no es de creación reciente sino que se remonta a la historia misma del Hombre (y a la prehistoria, incluso). Hay avistamientos de seres sobrehumanos al menos desde el folclore medieval, en el que adoptaban la forma de unos aeronautas procedentes de una ciudad llamada Magonia. Y como todo tiene su contraparte, al igual que ahora, hubo un obispo al que se puede considerar el primero en rebatir esas supersticiones: Agobardo de Lyon.
En la Francia medieval, desde el reinado de Pipino el Breve (751-768), se extendió la creencia popular en unos marineros que alteraban la meteorología a voluntad provocando tormentas y granizadas durante las cuales aprovechaban para llevarse el grano de las cosechas en un barco volante. ¿A dónde? A su hogar en Magonia, una urbe que flotaba entre las nubes. Estos ladrones del aire estaban en connivencia con algunos tempestarii, como se conocía a ciertos magos o hechiceros a los que la gente consideraba que tenían poderes para influir sobre el tiempo y, en consecuencia, les pagaba para que evitasen esos desastres naturales. Como cabe deducir, los tempestarios gozaban de tanto respeto como temor y odio, así que contra ellos lanzó una dura diatriba el mencionado Agobardo, allá por el año 815 d.C.
Según los Annales Lyonnaises, Agobardo era natural de la Península Ibérica sin que se sepa a ciencia cierta la zona donde nació ni el año, acaso en territorio catalán en torno al 779 (otra versión dice que debió de nacer en alguna región franca). A los tres años de edad, huyendo de la presión musulmana sus padres -que eran de sangre noble- se lo llevaron allende los Pirineos, a la Narbonense, y se establecieron en Lyon en el 792, en el contexto del Renacimiento carolingio (el período entre finales del siglo VIII y comienzos del IX, coincidiendo con los reinados de Carlomagno y su hijo, Ludovico Pío), donde fue ordenado sacerdote por Leidrado, el arzobispo de Lyon, hacia el 804. Progresando en la carrera eclesiástica, fue primero corepíscopo, cargo que equivalía a un delegado del obispo y conllevaba la labor de inspeccionar o regir los distritos episcopales.

El ascenso a obispo primado de las Galias constituyó la primera de las controversias que iban a caracterizar su vida, ya que en el 814 fue nombrado como sustituto por Leidrado, cuando éste se retiró ya anciano, y eso no gustó a otros obispos, que no lo consideraban procedente mientras aún viviera el titular y convocaron un sínodo en Arlés para debatirlo. El fallecimiento de Leidrado dos años más tarde solventó la polémica; Agobardo quedó como nuevo arzobispo, confirmado por el emperador Ludovico Pío (también conocido como Luis el Piadoso), que respiró aliviado al quitarse de encima aquel problema porque había otros más acuciantes.
Pero el emperador iba a tener más motivos de fricción con él; por ejemplo, la oposición del contumaz arzobispo a la propiedad secular de tierras eclesiásticas. En su opinión era algo que vulneraba la Ordinatio imperii, promulgada por el propio Luis en Aquisgrán en 817. Entre otras cosas, esta disposición en dieciocho capítulos regulaba el orden sucesorio al trono repartiendo previante los dominios entre sus hijos Lotario, Pipino y Luis (por eso su nombre original era Divisio Imperii), pero también promovía la unidad integral de Iglesia e Imperio, que ahora Agobardo veía incumplida. La disconformidad de éste fue tan extrema que le llevó a sumarse a las dos rebeliones que lideró Lotario, quien se negaba a admitir la disposición por la que su hermanastro Carlos el Calvo era designado coheredero, apoyándole con obras de títulos tan explícitos como De Comparatione Regiminis Ecclesiastici Et Politici, De Divisione Imperii Francorum Inter Filios Ludovici Imperatoris y Liber Apologeticus Pro Filiis Ludovici Pii Imperatoris Adversus Patrem.

Ludovico Pío, que había sido depuesto a instancias de los obispos al considerar éstos que estaba dominado por su mujer, consiguió superar tan desagradable trance ayudado por sus otros vástagos y retomó el poder. Llegó entonces la hora de la justicia y no perdonó al arzobispo su deslealtad: impulsó la convocatoria del Sínodo de Tionville, célebre porque en sus sesiones había hecho retractarse al obispo de Reims, Ebbo, destituyéndolo a continuación, pero también aprovechó para que los asistentes votasen el relevo y destierro a Italia de Agobardo, a quien sucedió el corepíscopo Amalario de Metz. Éste, que había sido discípulo del teólogo y erudito inglés Alcuino de York, acometió una serie de reformas conceptuales que trataban de armonizar el rito romano con el galo y por ello se ganó los ataques de varios religiosos.
Entre ellos destacaban el diácono Floro de Lyon, traductor y editor de la Biblia y muchos textos de teología y liturgia, cuyo maestro había sido precisamente Agobardo. Ambos se enfrentaron con dureza a Amalario y el ex-obispo hasta publicó obras en ese sentido, caso de Liber De Divina Psalmodia o Liber De Correctioine Antiphonarii, con todo lo cual su adversario terminó depuesto en el 838 y acusado formalmente de herejía en el Concilio de Querzy ese mismo año, debido a los excesos místicos asignados a la simbología litúrgica y a coquetear con la predestinación. De ese modo, Agobardo fue indultado, recuperó su puesto… y se buscó otros líos en los que meterse.
Tiempo atrás ya había denunciado a Félix de Urgel, obispo de la localidad homónima (por entonces perteneciente al imperio carolingio, de ahí que afectase a la corte de Carlomagno), que junto al de Toledo (bajo el dominio del Emirato de Córdoba), Elipando, defendían el adopcionismo frente al astur Beato de Liébana. El adopcionismo consideraba humano a Jesús, el cual habría sido elevado a la categoría divina gracias a una adopción por parte de Dios. Clérigos eminentes como el mencionado Alcuino de York, Paulino de Aquilea y Teodulfo de Orleans se posicionaron en contra, al igual que Agobardo, logrando que el Concilio de Frankfurt del 794, presidido por el emperador en persona, condenase esa doctrina y a Félix.

Asimismo, Agobardo había intervenido en la controversia planteada por Claudio de Turín, otro obispo de origen hispano -discípulo, por cierto, de Félix de Urgel- que había residido en la corte carolingia como copista porque ésta era en aquel momento un lugar de concentración de eruditos, de ahí que él recibiera el apodo de creatura della corte di Aquisgrana. Claudio impulsó lo que se ha dado en llamar iconoclasia, es decir, la destrucción de imágenes religiosas (tallas, cruces, reliquias…), basándose en que se trataba de algo cercano a la idolatría. Ludovico Pío abrió el debate y el monje irlandés Dúngal de Bobbio y Jonás de Orleans acusaron al obispo de hereje, pero la justificación de éstos para esa imaginería le pareció a Agobardo que rozaba el paganismo, tal como expresó en su Liber de Picturis et Imaginibus.
Ahora, dos décadas después, el arzobispo de Lyon encontraba otro enemigo al que combatir en esa misma línea; todavía no había llegado el turno de los herejes y las desviaciones mundanas del emperador (con quien, además de en la cuestión de las propiedades, tuvo sus más y sus menos en otros temas como los juicios por ordalía, de honda tradición germana pero que Agobardo rechazó en su obra De diuinisssentiis. Contra iudicium Dei, o la ley de Gondebaud, que autorizaba los duelos). El empecinado polemista cogió tablas arrostrando los errores de los paganos, en concreto la superstición popular a la que aludíamos al comienzo, personificada en los tempestarii. Corría el año 815 cuando escribió una diatriba contra ellos titulada De Grandine et Tonitruis («Sobre el granizo y el trueno»).

Es posible que hubiera algo más detrás de aquella cruzada personal, ya que algunos historiadores sugieren que pudo tener algo que ver la reticencia que sus fieles solían tener a pagar el diezmo (el impuesto que debían abonar a la Iglesia, una décima parte de su cosecha o ganadería) frente a la facilidad con que aflojaban la cartera para sufragar las actividades de los magos. Lo que en realidad le preocupaba era la confusión dogmática de los creyentes, quienes a menudo pensaban que los tempestarios obtenían su poder del diablo y que terminaban linchados si a pesar del dinero recibido no conseguían evitar la catástrofe natural, frustración que consideraba un peligro porque podía extenderse a los milagros solicitados y no satisfechos:
…no como estos semifieles nuestros, que cuando oyen truenos, o cuando hay un soplo de viento ligero, dicen ‘se levanta un vendaval’ y maldicen, diciendo: ‘Maldita sea la lengua que hizo estas cosas, y que se seque y ahora se corte.’ Dime, ¿a quién estás maldiciendo? ¿Un hombre justo o un pecador? Porque un pecador, en parte incrédulo como tú, no puede levantar un vendaval, como tú dices, porque no puede hacerlo por su propia fuerza, ni puede mandar a los ángeles malos (ni siquiera los ángeles malos tienen poder en estas cosas)».
Como más tarde pasaría con el clero católico con su escepticismo respecto a la brujería, Agobardo no creía en el poder de los tempestarii.
Porque si hubiera hombres que pudieran hacer granizo, a imitación de Moisés, ciertamente serían siervos de Dios, no siervos del diablo (…) Por lo tanto, no se debe buscar ningún asistente humano en tales eventos, porque no se encontrará ninguno, excepto quizás los santos de Dios, que han hecho y están por hacer muchas cosas
No mucho después, ante la reticencia de la gente a abandonar sus supersticiones y pese a que no se trataba de una postura oficial de la Iglesia, el clero menos ilustrado -mayoritario- fomentó el clásico repique de campanas para tratar de alejar los rayos (por las viejas tesis agustinianas y tomistas de que éstos venían acompañados de demonios, a los cuales espantaba el sonido de las campanas), a menudo combinándolo con una especie de amuleto sagrado confeccionado con flores recogidas en los campos y bendecidas el Domingo de Ramos. Más tarde, el protestantismo asumiría esas ideas haciendo depender todo de la voluntad divina y, por ello, en el siglo XVIII rehusaría instalar pararrayos en los campanarios.

Pero ya dijimos que la cosa iba más allá y que el vulgo no se contentaba con la creencia en aquellos peculiares agentes meteorológicos, sin duda reminiscencias de tiempos paganos, y surgió el mito de Magonia, al que Agobardo también alude en su obra para rebatirlo con firmeza:
«Pero hemos visto y oído de mucha gente vencida de tanta necedad, enloquecida de tanta estupidez, que creen y dicen que hay una cierta región, que se llama Magonia, de donde salen naves en las nubes. En estas naves se llevan de regreso a aquella región las cosechas que cayeron por el granizo y se perdieron en las tormentas; evidentemente, estos marineros aéreos hacen un pago a los hacedores de tormentas y se llevan el grano y otras cosechas. Entre los tan cegados de profunda estupidez que creen que estas cosas pueden suceder, hemos visto a mucha gente en una especie de reunión, exhibiendo cuatro cautivos, tres hombres y una mujer, como si hubieran caído de estas mismas naves. Como he dicho, exhibieron a estos cuatro, que habían estado algunos días encadenados, con tal reunión reuniéndose finalmente en nuestra presencia, como si estos cautivos debieran ser apedreados. Pero cuando la verdad hubo prevalecido, sin embargo, después de muchas discusiones, el pueblo que había exhibido a los cautivos, de acuerdo con la profecía (Jeremías 2:26) fueron avergonzados… como se avergüenza el ladrón cuando es preso».
Como se lee, traspasando su experiencia a la nuestra actual, el bronco arzobispo de Lyon no sólo habría sido pionero en escribir contra la veracidad del avistamiento de ovnis sino también el primero en dar el curioso dato de que los humanos apresaron a cuatro de aquellos seres extraterrenales vinculados con la creencia tradicional en los silfos (espíritus del aire en la mitología gala): tres hombres y una mujer, a los que él mismo tuvo que salvar de ser lapidados. “Aquel que está armado con una espada fuerte”, que tal sería la traducción del nombre germánico Agobardo, encontró su propio final en el 840, en Saintes, mientras acompañaba en un viaje por Aquitania a Ludovico Pío (quien, por cierto, le siguió dos semanas más tarde).
Seguramente nunca imaginó que sería canonizado por la iglesia de Lyon, aunque eso ocurrió en la era de la precongregación, es decir, antes de la bula de 1634 de Urbano II que reservaba esa iniciativa a la Santa Sede, por lo que, unido al hecho de que Agobardo consideraba que la autoridad eclesial proviene de los concilios y los obispos, siendo el Papa un mero garante de la unidad, no se ratificó posteriormente esa santidad.
Fuentes
Agobardo de Lyon, Sobre el granizo y los truenos | Miguel C. Vivancos Gómez, Agobardo (en Diccionario Biográfico de la RAH, Real Academia de la Historia) | Alban Butler, San Agobardo (en Dicócesis de Ciudad de Oregón) | Wikipedia
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