Es muy probable que a la mayoría de los lectores no les suene el nombre de Muhámmad an-Násir, pero si explicamos que ese personaje es más conocido con el nombre adaptado de Miramolín, quizá muchos ya lo identifiquen. Se trata del emir de los almohades, el Príncipe de los Creyentes que fue rival de los reyes Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra en la batalla de las Navas de Tolosa, en la que una coalición de reinos cristianos logró derrotar a los musulmanes significando un punto de inflexión en ese larguísimo proceso que se ha denominado como Reconquista.
Los almohades constituían una dinastía bereber que dominó el norte de África entre el primer cuarto del siglo y la segunda mitad del XIII. Lideraron un movimiento religioso fundamentalista que reaccionó contra la decadencia de sus predecesores, los almorávides, que pese a hacer también una interpretación rigorista de la fe islámica no habían podido o sabido llevarla a la práctica. El líder almohade, Muhammad Ibn Túmart, a quien sus seguidores proclamaron mahdi («guiado», una especie de mesías) empezó a predicar aquella particular visión hacia el 1121 y consiguió derrotar a los almorávides, si bien falleció antes de terminar; su sucesor fue Abd al-Mumin, que alcanzó el título de califa.
Él dio un nuevo impulso a la expansión, conquistando casi todo el actual Marruecos y reprimiendo los intentos de insurrección que surgieron. Tras la conquista de Marrakech en 1147, Abd al-Mumin decidió escuchar la petición de ayuda que le había enviado Ibn Qasi, señor de la Taifa de Mértola (un pequeño emirato que se extendía por el actual distrito portugués de Beja), contra el asedio a que lo sometían los almorávides de Al-Ándalus, que habían unificado el territorio poniendo fin al primer período de los Reinos de Taifas. De ese modo, los almohades entraron en la Península Ibérica y sumieron la parte musulmana en una guerra civil que favoreció el avance cristiano.
Para el año 1174 habían logrado imponerse y acometer la conquista de casi todo el Magreb, conseguida en el 1160. No faltaron reveses; la dureza de las condiciones que impusieron llevaron a que, por ejemplo, los judíos granadinos entregasen la ciudad a sus enemigos, al igual que perdieron Beja. Dos años más tarde, la muerte de Abd al-Mumin llevó al trono a su hijo, Abu Yaacub Yúsuf, no sin problemas, pese a lo cual adoptó el título de amīr al-muʾminīn («emir» «o «comendador de los creyentes»), que los sultanes almorávides solían usar en lugar del de califa. Eso no impidió revueltas de los bereberes hafsíes que le obligaron a distraer fuerzas, lo que animó a los cristianos a avanzar.
Abu Yaacub Yúsuf falleció en 1184, dejando el puesto a su hijo Abu Yúsuf Yaacub al-Mansur, con quien los almohades alcanzaron su máximo esplendor. Era muy religioso, devoto de la escuela suní zahirí en vez de la predominante malikí, lo que se tradujo en destrucción de libros contrarios a la doctrina, obligación impuesta a los judíos de llevar ropas identificativas y desafección por el culto a Ibn Túmart. Nada de eso impidió que los Banu Ganiya, descendientes de los almorávides, volvieran a rebelarse; tampoco que castellanos y portugueses continuaran sus incursiones y conquistas. Para solucionarlo, firmó treguas con los primeros y los leoneses, centrando sus acciones contra los lusos.
Cuando expiró el plazo acordado en dichas treguas, obtuvo una brillante victoria en Alarcos, en el 1195, lo que le permitió recuperar parte de los territorios perdidos antes y pasar a ser él quien ordenase razias más allá de las fronteras. Los recalcitrantes Banu Ganiya le impidieron sacar más provecho de las campañas y murió tres años después, dejando el gobierno en manos de su hijo Muhámmad an-Násir, el que decíamos al comienzo que es más conocido por el nombre castellanizado de Miramamolín… que en realidad lo es de su cargo, el anteriormente mencionado amīr al-muʾminīn.
Había nacido en la primavera de 1181, siendo su madre una esclava dhimmi («Gente del Libro»; infiel, pero monoteísta) manumitida a la que se había rebautizado como Ammet Allah bint Abu Isaac («sierva de Dios hija del señor Abou Ishac ben Abd el-Moumen ben Aly), más conocida como Zahr (que significa «Flor»). Le proclamaron heredero a los once años de edad, en 1191, nada más regresar su padre a África de su primera campaña por Al-Ándalus y recibió una segunda proclamación el mismo día del óbito de su progenitor. Heredaba un vasto imperio que al principio parecía tranquilo, lo que le permitió dedicarse a reconstruir la kasbah de Fez, pero que en realidad tenía los pies de barro.
O las entrañas mismas, pues en el propio ámbito musulmán se presentaron no pocas hostilidades, como una insurrección en la montañosa región de G̲h̲umāra, rivales magrebíes y el poder creciente de los Banu Ganiya, que habían aprovechado para apoderarse de Ifriquía (actual Túnez y sus alrededores argelino y libio), de la que los almohades sólo conservaron Tunicia y Constantina, recuperando Mallorca e Ibiza. Las plazas de la región tunecina cambiaron de manos varias veces y terminarían en manos de la mencionada dinastía hafsí (que permanecería allí hasta 1574), fundada por el gobernador almohade que arrebató esa zona a los almorávides en 1215, Abu Muhammad Abd al-Wahid ibn Abi Hafs.
El mayor problema por el momento parecía estar en Al Ándalus, donde las treguas firmadas con los reinos cristianos llegaron a su fin, obligando a Miramamolín a pasar a la península en 1211 para dirigir lo que pronto adquirió carácter de yihad (guerra santa). Su presencia no iba a bastar. Primero porque no era un hombre que destacase por sus cualidades guerreras: bondadoso, indulgente, carente de la ambición depredadora de los militares de su tiempo, su timidez y soledad parecían poco propicias para liderar ejércitos, algo que se agravaba con los problemas de expresión oral que le provocaba un defecto en la lengua. Y segundo, porque los réditos de la victoria paterna en Alarcos se agotaban ante la llamada del papa Inocencio III a una cruzada ibérica, a petición del rey Alfonso VIII de Castilla.
El refrendo papal hizo que el monarca castellano no estuviera solo ante el enemigo, sino que recibiera el apoyo de Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra, además de la llegada de huestes portuguesas y leonesas -no sus soberanos-, así como templarios, hospitalarios y las órdenes hispanas de Santiago y Calatrava. También se sumaron diversos caballeros de toda Europa, especialmente de Francia (aunque la mayoría desertarían antes de entrar en liza, quedando sólo un centenar y medio de occitanos), con el objetivo de limpiar el fracaso de la anterior cruzada que Inocencio III había convocado entre 1198 y 1204 para reconquistar Tierra Santa: la Cuarta, que terminó con graves disensiones internas, la toma de Constantinopla por los cruzados y la sustitución -efímera- del Imperio Bizantino por otro de nuevo cuño, el Imperio Latino.
Si creemos lo que dos siglos después contó Mateo de París, un monje benedictino cronista de la abadía inglesa de St. Albans, el rey Juan de Inglaterra (el famoso Juan sin Tierra, hermano de Ricardo Corazón de León y villano clásico de la historia de Robin Hood) había tenido un conflicto con Inocencio III que le llevó a éste a excomulgarlo; el monarca emitió entonces un interdicto por el que prohibía en el país cualquier forma de culto religioso, lo que produjo rebeliones y hasta corrió el rumor de una invasión francesa.
Lo realmente sorprendente de la narración de Mateo de Paris es que Juan habría enviado embajadores a an-Násir solicitándole ayuda a cambio de convertirse al islam y que el país pasase a ser un estado musulmán. La oferta desagradó al emir por su tono servil y suplicante, así que la rechazó. En cualquier caso, no hay ninguna otra fuente que corrobore esta historia, narrada en la obra Chronica Majora.
En fin, el Papa prometía el perdón de los pecados a todos los cruzados, pero aparte de las cuestiones religiosas estaban las estratégicas: la caída en manos almohades del castillo de Salvatierra (perteneciente a la orden de Calatrava) en 1211 suponía un revés para Alfonso VIII que quería subsanar, ya que ello implicaba un retroceso de la frontera hasta los Montes de Toledo, con el consiguiente peligro que eso implicaba para la ciudad homónima y todo el valle del Tajo, sin contar las implicaciones político-económicas para el eje que vertebraba Europa occidental: Flandes-norte de Francia e Inglaterra-puertos italianos-Península Ibérica-África septentrional.
La mediación de Roma y del arzobispo toledano Jiménez de Rada favoreció la alianza de los que él mismo denominaba los Cinco Reinos Peninsulares y definió el plan a seguir: juntar fuerza suficientes para librar una gran batalla campal que resultara decisiva. Así fue. Los cristianos contaban con una fuerza de diez mil a catorce mil hombres para oponer a los entre veintidós mil o treinta mil musulmanes (las cifras exactas son imposibles de saber, dada la tendencia de entonces a la exageración) y ambas chocaron en julio de 1212 en un lugar llamado Santa Elena, en la andaluza provincia de Jaén: las Navas de Tolosa.
La historiografía árabe la conoce como batalla de Al-Iqāb, «batalla del Castigo», dado que se trató de una contundente victoria en la que los cristianos, con apenas dos millares de bajas, causaron unas veinte mil al adversario. An-Nasir estuvo a punto de caer prisionero cuando el enemigo asaltó su palenque, debiendo huir apuradamente; un célebre episodio en el que se cuenta que la caballería navarra rompió las cadenas con que la Guardia Negra del emir había rodeado el real y que probablemente tenga más de leyenda que de realidad (algo aplicable también a otros aspectos del enfrentamiento, como la similitud de su descripción en las fuentes con la del Paso de las Termópilas).
La derrota almohade -agravada por otra en Úbeda ese mismo año- no supuso el final de ese imperio, pero hizo decaer su poder y renombre; no sólo en Al Ándalus, donde en las décadas siguientes irían perdiendo una ciudad tras otra (Córdoba, Jaén, Sevilla, Arcos, Medina Sidonia, Cádiz…) y daría lugar a un segundo período de Reinos de Taifas, sino también en el Magreb, cuya invasión preparaba Fernando III de Castilla en 1252 cuando un brote de peste que asoló la mitad sur peninsular lo impidió; para entonces, Jaime I de Aragón había tomado las Islas Baleares (1228-1232) y Valencia (1238). Muhámmad an-Násir no llegó a ver ese descalabro porque, después de su derrota en las Navas de Tolosa, se retiró a Rabat y abdicó en favor de su hijo Abu Yaqub Yúsuf II al-Mustánsir.
Éste todavía era un niño de once años, pues al fin y al cabo su progenitor no pasaba de treinta y uno; el poder lo ejercerían tíos y abuelos, que no pudieron frenar la nueva amenaza que se venía sobre los almohades desde 1252. Se trataba de los benimerines o meriníes, una nueva asociación de tribus bereberes zenatas, que consiguió quitarles el Magreb y trató de hacer otro tanto con Al-Ándalus, si bien no pudo porque se estrelló en 1340 en la batalla de Salado ante Alfonso XI de Castilla y Alfonso IV de Portugal. El imperio quedó así disgregado entre benimerines, hafsíes, nazaríes (musulmanes de Granada) y abdalwadíes (de Tremecén).
Irónicamente, los almohades dejaron como legado artístico-cultural algunas obras que, pese a su severidad estilística, son hoy auténticos iconos turísticos e históricos: la Giralda y la Torre del Oro (Sevilla), la Koutubia (Marrakech)…
Fuentes
María Jesús Vigueras Molins, Los reinos de Taifas y las invasiones magrebíes: al-Ándalus del XI al XIII | Martín Alvira Cabrer, Guerra e ideología en la España medieval: cultura y actitudes históricas ante el giro de principios del siglo XIII. Batalla de las Navas de Tolosa (1212) y Muret (1213) | Matthew Paris, Chronica Majora | Maribel Fierro, The Almohad revolution: politics and religion in the Islamic West during the Twelfth-Thirteenth centuries | José María Mínguez Fernández, La España de los siglos VI al XIII. Guerra, expansión y transformaciones | Wikipedia
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