La exigencia de Franco de una rendición incondicional en la Guerra Civil española echó por tierra el golpe de Estado que, en la primavera de 1939, llevó a cabo el general Segismundo Casado junto a otros militares y políticos contra el gobierno republicano del presidente socialista Juan Negrín, con el objetivo de negociar con el vencedor al considerar irremisible la derrota; Negrín insistía en resistir, esperando que el estallido de la Segunda Guerra Mundial hiciera intervenir a los Aliados a su favor.
La de Casado fue una acción inútil, pero típica cuando el curso de una contienda parece perdida, por lo que hay más casos históricos precisamente en esa época. En la Alemania de 1944, por ejemplo, se produjo un intento de acabar con Hitler y hacerse con el poder para pactar la capitulación, mientras que también en Japón se produjo otra asonada al año siguiente, aunque en este caso más atípica porque tenía el objetivo contrario: impedirla. Este último episodio ha pasado a la historia como el Incidente de Kyūjō.
Kyūjō es la palabra con que se designaba al Castillo de Palacio, el palacio de Tokio donde vivían los emperadores desde 1888 y que mantuvo ese nombre hasta 1948, año en que se le cambió por el de Kōkyo (Residencia Imperial), tras una reconstrucción de la parte oeste debido a la destrucción que sufrió por los bombardeos (la este pasó a ser un jardín público dos décadas más tarde).

En la noche del 14 al 15 de agosto, el Kyūjō se convirtió en escenario de un intento de golpe que buscaba evitar que se materializase el rumor que circulaba por altas instancias: la rendición ante el enemigo.
Pero, en realidad, la idea de parlamentar no era una novedad. El emperador Hirohito y el ministro de Asuntos Exteriores, Shigenori Tōgō, habían analizado la propuesta a tal efecto emitida por los Aliados en la Conferencia de Postdam tres semanas atrás, llegando a la conclusión de que las condiciones ofrecidas resultaban aceptables. Eran varios puntos, entre ellos la destitución del gobierno; la ocupación de una parte de Japón; la limitación de la soberanía japonesa a las islas principales; el desarme y retorno de las tropas; el establecimiento de los derechos de libertad de expresión, pensamiento y religión; y la demolición de la industria bélica.

A cambio, los Aliados explicitaban el compromiso de abandonar el territorio tan pronto se lograse lo anterior y se celebrasen elecciones democráticas de las que saliera un nuevo ejecutivo. Asimismo, no hacían alusión alguna ni a la monarquía ni a su representante, Hirohito, con lo cual lo que se llamó la Declaración de Postdam era lo suficientemente ambigua como para desvirtuar la expresión «rendición incondicional» que figuraba en el último párrafo.
Tōgō aconsejó aceptar, aunque era el único miembro del Saikō sensō shidō kaigi (Consejo Supremo para la Dirección de la Guerra, compuesto por el emperador, los ministros de Exteriores, Guerra y Armada, y los jefes de estado mayor del Ejército y la Armada) que parecía tenerlo claro; los otros dudaban, en espera de que Hirohito adoptase una resolución, y algunos incluso consideraron deshonrosas aquellas condiciones. Sin embargo, acordaron retrasar la decisión final hasta comprobar cuál era la postura del emperador y ver si Tōgō conseguía la mediación de la Unión Soviética, con la que Japón había firmado un pacto de neutralidad en 1941.
Así que, de momento, el primer ministro Kantarō Suzuki ordenó aplicar lo que en japonés se conoce como mokusatsu («ignorar» o «sin comentarios»)…, que en EEUU se interpretó como una desestimación, actuando en consecuencia. La respuesta la sufrieron Hiroshima y Nagasaki dos semanas más tarde, y además fue doble porque Stalin, receloso de que los estadounidenses invadieran el archipiélago nipón, se apresuró a declarar la guerra a Japón e invadió Manchuria.

El ultimátum de la Declaración de Postdam – «destrucción rápida y total» en caso de rechazo- se había hecho realidad y desde ese momento a Japón no le quedaba otra salida realista que capitular. Así se lo dijo Tōgō a Hirohito, apoyado por el primer ministro, Kantarō Suzuki, y el de Marina, el almirante Mitsunasa Yonai, en la reunión del Consejo Supremo celebrada en el refugio antiaéreo del palacio. Esa medianoche, el emperador convocó la Gozen Kaigi (Conferencia Imperial), una institución que se reunía en casos extremos e integrada por ministros, consejeros y genrō (estadistas de prestigio, ya jubilados) y, tras escuchar sus opiniones, tomó la amarga decisión de decantarse por la rendición: «Hay que soportar lo insoportable», dijo.
Rápidamente se informó a los Aliados a través de los embajadores en Suiza y Suecia, países neutrales, antes de dar a conocer la resolución al Rikugunshō (Ministerio de la Guerra), donde no sentó nada bien. El ministro, Korechika Anami, no sólo era contrario a parlamentar sino que abogaba por armar al pueblo para resistir la invasión y causar tantas bajas al enemigo que éste tuviera que rebajar sus exigencias.
Sin embargo, y a pesar de que algunos de sus oficiales le habían instado a votar en contra en el Consejo o dimitir, Anami ordenó a sus subordinados que obedecieran la decisión del emperador, a quien consideraba que debía obediencia total. No resultó tan convincente como debía, ya que la cuestión del Kokutai lo enmarañaba todo.

Kokutai es un término japonés para referirse a la identidad o espíritu nacional. Las radios Aliadas transmitían que el Cuartel General, que se establecería en el país para dirigirlo mientras durase la ocupación, tendría una autoridad por encima de la del gobierno local y hasta de la imperial, algo que muchos militares veían como una afrenta cercana a la esclavitud. Y, no resignándose a ello, empezaron a oirse voces a favor de un golpe de estado, aprovechando que se habían acantonado tropas en Tokio para reforzar su defensa ante un desembarco. Esas voces críticas y levantiscas aglutinaron en torno a un grupo de oficiales y mandos jóvenes, liderados por el comandante Kenji Hatanaka.
Hatanaka, que sólo tenía treinta y tres años -uno más que Hirohito-, formaba parte de la Sección de Asuntos Militares del Ministerio de Guerra desde hacía poco, pero destacaba por su furibunda oposición a la Declaración de Postdam. Secundado por su jefe, el coronel Okikatsu Arao, y los tenientes coroneles Masataka Ida, Inaba Masao y Masahiko Takeshita, cuñado del ministro Anami, se presentaron ante éste para instarle a que se posicionara contra la decisión del gobierno. Arao le sugirió presentar la renuncia, lo que quizá podría arrastrar al resto del gabinete, pero Anami no se comprometió a nada y optaron por seguir adelante sin él, buscando otros que se sumasen al golpe.

Al ministro, no obstante, le pareció que la amenaza iba en serio y se lo comentó a otros mandos; todos se mostraron partidarios de obedecer al emperador, entendiendo que la decisión de rendirse era ya irreversible, y firmaron un documento dejándolo patente por escrito. Al anochecer del 24 de agosto los conspiradores dieron el paso decisivo cuando Hatanaka atrajo a su causa al coronel al mando del regimiento que precisamente se había destinado a reforzar la protección del palacio contra un posible golpe. Lo logró engañándole con que Anami y otros jefes secundaban el movimiento, lo que era falso porque la cúpula militar se mantenía fiel al orden establecido.
Hatanaka esperaba que hacerse con el control del Kyūjō desataría una incorporación en cadena a sus filas, provocando un levantamiento en el ejército. No fue así. El teniente general Takeshi Mori, que estaba al mando de la 1ª División de Guardias Imperiales y por tanto constituía un serio obstáculo para el golpe, se negó a colaborar y Hatanaka, en un arrebato de ira, lo mató de un disparo, mientras su cuñado también caía muerto.
No fueron las únicas víctimas mortales de aquella asonada, puesto que el ministro de Guerra se hizo el seppuku (aunque falló y su cuñado tuvo que darle el tiro de gracia) tras dejar una nota pidiendo perdón al emperador.

Los conspiradores emplearon el sello de Mori para ordenar el traslado de efectivos al palacio y mantuvieron al emperador bajo arresto domiciliario mientras revolvían cielo y tierra en busca de la grabación del discurso que éste había hecho anunciando la rendición de Japón, destinada a la transmisión pública. Pero los encargados, el ministro de la Casa Imperial, Shotaro Ishiwara, y del Sello Imperial, Kōichi Kido, se habían refugiado en una cámara subterránea que los golpistas no fueron capaces de localizar ni amenazando con una katana al chambelán, Yoshihiro Tokugawa. Frustrados, tuvieron que contentarse con cortar los cables de comunicaciones palaciegas con el exterior.
El plan del golpe tenía dos objetivos operativos: uno, el protagonizado por Hatanaka, era apoderarse del palacio e impedir la difusión del mensaje de rendición; el otro, liderado por el capitán Takeo Sasaki, consistía en eliminar al primer ministro Kantarō Suzuki en su despacho de Yokohama, con todo su gabinete. Sasaki de cuarenta años de edad, era un oficial de ingenieros de fervoroso nacionalismo que impulsó la creación del Cuerpo Kamikaze del Pueblo, veinte de cuyos voluntarios llevó consigo. Pero actuó por su cuenta, sin esperar, y la descoordinación hizo que no pudiera cumplir su misión, ya que Suzuki fue advertido del peligro por su secretario (y hermano pequeño), Hisatsune Sakomizu, que se había enterado de la trama, y pudo ponerse a salvo antes de que su oficina fuera ametrallada e incendiada.

Por tanto, los dos objetivos se frustraron desde el principio y faltaba ver cómo iban a evolucionar las cosas a partir de ahí. Obviamente, los resortes gubernamentales se activaron y el Tōbugun (Ejército del Distrito Oriental), al mando del general Kenji Doihara (apodado el Lawrence de Manchuria por haber dirigido con eficiencia la invasión de esa región china) marchó sobre la capital para enfrentarse a los insurrectos. Éstos carecían de fuerzas para resistir, así que sólo podían entregarse.
Antes, Hatanaka solicitó que se le permitiera explicar por radio al pueblo por qué había tomado la iniciativa de sublevarse, pero le fue denegado, así que lo hizo por su cuenta tras acudir pistola en mano a los estudios de la cadena pública NHK (Nippon Hōsō Kyōkai).
Después abandonó el edificio con sus ayudantes, subió a una moto y junto al teniente coronel Jiro Shiizaki -que iba a caballo- recorrieron las calles de Tokio repartiendo panfletos justificatorios. Una hora antes del mediodía, enterado de que las tropas de palacio habían dado marcha atrás y ya no le secundaban, Hatanaka se pegó un tiro en la sien; dejó un jisei no ku (un poema de despedida que solía escribirse antes de morir, en la tradición literaria del sudeste asiático), encontrado en su bolsillo, que decía: No tengo nada que lamentar ahora que las nubes oscuras han desaparecido del reinado del Emperador». Shiizaki se hizo el seppuku junto a otros compañeros. Takeo Sasaki, en cambio, eludió varias veces a la policía militar y vivió años de incógnito con el nombre falso de Oyama Rioshi.

Y es que, hacia las ocho de la mañana, Shizuichi Tanaka, comandante en funciones de la 1ª División de Guardias Imperiales, se había personado en el palacio y convencido a sus hombres para que depusieran las armas. Era el mismo que, horas antes de empezar la asonada, rechazó la petición de Hatanaka de sumarse, recriminándole su insubordinación y ordenándole volver a casa; en la práctica, fue el artífice de la desarticulación del golpe.
También sería quien ordenara a los soldados no quitarse la vida tras la rendición y limitarse a quemar los estandartes… aunque él mismo se pegaría un tiro unos días más tarde, el 24 de agosto.
El día 15 y ante un país paralizado por la atención, el emperador Hirohito leía por radio la aceptación de la Declaración de Postdam, oyendo su voz por primera vez la mayor parte de los japoneses. La rendición se hizo oficial el 2 de septiembre, con la firma a bordo del acorazado estadounidense USS Missouri en una ceremonia que duró dieciocho minutos. Había terminado la Segunda Guerra Mundial definitivamente.
Fuentes
Tsuyoshi Hasegawa, Racing the enemy. Stalin, Truman, and the surrender of Japan | Edwin Palmer Hoyt, Japan’s war. The great Pacific conflict | John Toland, The Rising Sun. The decline and fall of the Japanese Empire, 1936–1945 | Manuel Leguineche, Recordad Pearl Harbor | Lester Brooks, Behind Japan’s surrender. The secret struggle that ended an empire | Wikipedia
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