Si un número racional es aquel que puede representarse como una fracción común con numerador y denominador distinto de cero (el cociente de un número entero y otro natural positivo), el irracional será lo contrario: el que no puede expresarse de esa forma porque dicha expresión no es decimal, ni exacta, ni periódica. Ahora bien, eso no implica irracionalidad alguna así que ¿de dónde procede su nombre? El responsable fue un lingüista lombardo que trabajó en la famosa Escuela de Traductores de Toledo y se equivocó al poner «irracional» donde debía escribir «inconmensurable», lo que ha trascendido desde la Edad Media hasta nuestros días. Se llamaba Gerardo de Cremona.

Conocido también como Gerardus Cremonensis y Gherardo Cremonensis, nació en torno al año 1114, obviamente en Cremona, capital de la actual Lombardía, una región del norte de Italia que en aquella época pasaba un período turbulento porque su población estaba escindida entre güelfos y gibelinos (partidarios del poder papal y del Sacro Imperio, respectivamente), y había iniciado una fase de expansión que la llevaba a mantener constantes guerras con los municipios vecinos. En cualquier caso, Gerardo no se quedó allí; al parecer, estaba descontento con sus maestros y decidió cambiar de aires.

El destino elegido no podía presentar mejor panorama para un estudioso de las letras: Toledo, ciudad que hacía pocas décadas (en 1085) había sido conquistada a los musulmanes por Alfonso VI el Bravo. Este monarca, célebre por su tormentosa relación con el Cid, había reunido en su persona los reinos de León, Castilla y Galicia, además de ampliar sus dominios a costa de las taifas; una de ellas fue la toledana, tomada el mismo año que Maŷrit (Madrid) tras un largo asedio, lo que daría inicio a una etapa de esplendor en la urbe.

Vista general de Toledo/Imagen: Dmitry Dzhus en Wikimedia Commons

Y es que Alfonso VI firmó unas capitulaciones por las que concedía fueros propios a todas las minorías religiosas, germen del Fuero de 1118, lo que las permitió no sólo coexistir sino colaborar en un extraordinario fenómeno cultural que se ha dado en llamar la Escuela de Traductores de Toledo. Impulsada por el arzobispo Raimundo de Sauvetat, un antiguo monje cluniacense que trataba de continuar la labor reformadora de su predecesor, reunía a sabios mozárabes (población hispanovisigoda que había permanecido fiel a la fe cristiana en territorio islámico), profesores musulmanes de la madrasa toledana y eruditos judíos, a quienes cedió una parte del palacio episcopal para trabajar.

En realidad, hubo más sitios donde se hizo algo similar, ya que se trató de todo un movimiento cultural, así que el nombre debería ir en plural. De hecho, lo mismo iban a hacer en menos de un siglo los studii (escuelas generales) de Palencia, Salamanca, Barcelona, Zaragoza, Ripoll, Tudela y Murcia, así como en otras ciudades europeas (Salerno, Montecassino…); probablemente, pues, no hubo una Escuela de Traductores en sentido institucional y reglado (ese nombre lo introdujo el historiador francés Amable Jourdain en el siglo XIX), aunque la relevancia de Toledo fue especial hasta el punto de que los números arábigos, que sustituyeron a los romanos, difundidos desde la península ibérica recibían la denominación de toledane figure.

Sede de la Escuela de Traductores de Toledo en la actualidad | foto لا روسا en Wikimedia Commons

En cualquier caso, el objetivo era traducir los miles de volúmenes en árabe de las nutridas bibliotecas de la ciudad, que no sólo constituían lo más avanzado del momento en materias como álgebra, medicina y astronomía sino que también habían salvado obras clásicas grecolatinas. Como decíamos en el artículo dedicado a Giovanni Aurispa, muchas de esas obras aún permanecían ignotas en Europa occidental (y no pocas más todavía permanecerían desconocidas hasta su desvelamiento por Aurispa en el siglo XV) y buena parte de ellas sólo se conservaban en idiomas árabe o hebreo.

El trabajo de la Escuela de Traductores, trasladando esos textos al latín o incluso a las lenguas vulgares que habían ido surgiendo, permitió darlas a conocer y abrir la puerta a un esplendor filosófico, teológico y científico que se iba a plasmar en una nueva época, el Renacimiento. No es de extrañar que, si el ansia traductora no se iba a limitar a la península ibérica sino a otros lugares de Europa, Toledo, que dio el pistoletazo de salida y mantendría su prestigio traductor hasta mucho más tarde (como dejó escrito el mismísimo Cervantes), atrajera a estudiosos de todo el continente; de ese modo, el taller de traducciones rezumaba un interesante cosmopolitismo.

En efecto, allí estaban peninsulares como el juedoconverso sevillano Juan Hispalense, que traducía del hebreo al romance, siendo el mozárabe segoviano Domingo Gundisalvo, el que pasaba los textos luego al latín; a ellos se debió el descubrimiento de las obras de Aristóteles, Avicena, Avicebrón, Algazel…Posteriormente figurarían también el judío Yehuda ben Moshe y el canónigo toledano Marcos de Toledo, responsable el primero de traducir a Averroes, mientras que el segundo se encargó del Corán y los Opúsculos de Ibn Tumart y, dado que además era médico, no perdió la oportunidad de hacer otro tanto con los títulos de Galeno e Hipócrates.

Traducción del tratado de medicina de Al Razi por Gerardo de Cremona/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Asimismo había traductores de otras nacionalidades, caso del escocés Miguel Escoto, los ingleses Daniel de Morley y Adelardo de Bath, el alemán Hermán, el dálmata Hermann, el italiano Salio de Padua, etc. Cabe puntualizar que no todos coincidieron en el tiempo, pues la labor de la escuela se prolongó a lo largo de más de tres siglos, entre el XI y el XIII. En medio, en una fecha incierta pero que los expertos calculan anterior al año 1144, llegó a Castilla Gerardo de Cremona, en busca de un ejemplar del Almagesto de Ptolomeo, tal cual habían hecho antes Hernán de Carintia y Roberto de Ketton. Su estancia coincidió con la de un destacado intelectual judío, el rabino Aben Ezra, que huyendo del creciente antisemitismo peninsular había iniciado un viaje que le llevaría a Oriente.

Nada más llegar Gerardo se puso a estudiar árabe para poder leer el libro, un tratado de astronomía tras el que llevaba tiempo y del que todavía no había traducción al latín; de hecho, Almagesto fue el título castellano derivado de la forma en que los musulmanes se referían a él, Al-Majisti («El más grande»), mezclando árabe y griego. En 1160, el siciliano Enrico Aristippo había hecho la primera traducción -directamente del griego, ya que era embajador en Constantinopla-, pero Gerardo, que la desconocía, acometió la suya en 1175 y fue ésta la que tuvo mayor difusión en Europa hasta que los humanistas Jorge de Trebisonda y Johann Müller Regiomontano hicieron una nueva traducción de la versión helena en el siglo XV.

Una versión manuscrita árabe del Almagesto (siglo XIV)/Imagen: The Bodleian Library en Wikimedia Commons

Y ello a pesar de que Gerardo cometió algunos errores e imprecisiones; por ejemplo, no supo identificar a Abrachir con Hiparco, manteniendo el nombre en árabe. Pero aún así alcanzó tal importancia que, como vimos que pasó con la numeración, muchas estrellas mantienen hoy la nominación arábiga, tal como venía en el texto, si bien a veces con alteraciones. Las alteraciones del cremonense a la hora de traducir se repitieron, como vimos al comienzo, con la cuestión de los números «inconmensurables» que él interpretó como «irracionales» al trabajar en el libro al-Kitāb al-mukhtaṣar fī ḥisāb al-ŷabr wa-l-muqābala («Compendio de cálculo por reintegración y comparación»), del matématico persa Al Juarismi, al que también se conoció como Algorithmi (de donde procede el término actual algoritmo).

El método de Gerardo se basaba en cotejar versiones, según explica el historiador médico Juan Riera Palmero. Primero comparaba el original latino con sus versiones árabes y luego se quedaba con lo que le parecía admisible reelaborando el léxico, siguiendo el estilo de su modelo, Juan de Sevilla, y procurando mantener fidelidad al árabe al aplicar el de verbum ad verbum («palabra por palabra»). Así, por ejemplo, lo mismo sustituía generatio por affectus o constitutio y corruptio por destructio, del mismo modo que otras veces reconstruía todo el pasaje para adecuarlo al latín científico. Esa técnica tan asentada ha llevado a sugerir la posibilidad de que no todo lo hiciera personalmente sino que contara con su propia escuela y él se limitase a supervisar lo que hacían sus discípulos.

Eso sí, todo queda un tanto a la sombra de la cantidad, pues tradujo una enorme cantidad de libros, muchos de ellos tratados de álgebra como el citado, pero también a autores de otros temas: médicos como Al Razi (El físico del alma y La medicina de Al-Mansūrī) y Avicena (Canon de medicina), astrónomos como Jabir ibn Aflah (Elementa astronomica) y Al-Farghani (Elementos de astronomía) o científicos en general, caso de Al-Farabí (De scientiis). También hay que añadir Therapeutica Methodus, enciclopedia del sirio Yahya ibn Sarafyun (más conocido como Johannes Serapión el Viejo), y las Tablas toledanas, una antología de datos astronómicos que había recopilado un equipo dirigido por el sabio andalusí Al Zarqali (Azarquiel) y constituiría la base para las posteriores Tablas alfonsíes de Alfonso X.

Los Cánones de Azarchel representados en la traducción que Gerardo de Cremona hizo de las Tablas Toledanas/Imagen: wellcomeimages.org en Wikimedia Commons

Otros trabajos de Gerardo de Cremona fueron traducciones árabes de originales griegos: Elementos de geometría (Euclides), Sobre la medida del círculo (Arquímedes), Física y Sobre el cielo (Aristóteles) o el mencionado Almagesto de Ptolomeo, cuyo verdadero título era Mathēmatikē Syntaxis, por citar los más representativos. Tampoco faltaron obras de mozárabes como el obispo Recemundo, de quien se cree que tradujo el Calendario de Córdoba o Libro de la división de los tiempos, una enciclopedia agraria que quizá fuera, a su vez, una versión de una obra árabe anterior. Y no excluyó tampoco la filosofía, pues su traducción del anónimo De expositione bonitatis purae (más conocido como Liber de causis) tuvo una enorme difusión.

El cremonense fue, sin duda, el más prolífico de los traductores de la Escuela de Toledo, pues a él se deben entre setenta y uno y ochenta y siete títulos; ya vimos que quizá lo hizo personalmente (el Almagesto, al menos, con la ayuda de un colaborador mozárabe llamado Galippus) o puede que con un equipo de auxiliares. Aunque, eso sí, a menudo se ha confundido su trabajo con los de otros dos traductores llamados Gerardo: el primero también era lombardo, un astrólogo natural de Sabbionetta que vivió en el siglo XIII y solía traducir textos médicos de Avicena, Al Razi y otros; el segundo, Gerardo Salernitanus, cortesano del emperador Enrique VI.

El que nos ocupa en este artículo, parece ser que no limitó su actividad a la mera traducción y, al igual que se deben a él algunos términos de anatomía (retina, clavícula, safena, cefálico, costillas verdaderas y falsas…), también escribió libros propios (De las naturalezas) y desempeñó la docencia en la escuela de la catedral toledana, donde formó parte del cabildo de canónigos entre 1157 y 1176, según atestigua la documentación conservada (en ese sentido, Gerardo tenía una fuerte influencia aristotélica, ya que Aristóteles era su filósofo predilecto). Falleció en la ciudad castellana en 1187, cuando ya era conocido como Gherardus Toletanus.


Fuentes

José Sangrador Gil, La Escuela de Traductores de Toledo durante la Edad Media | Gonzalo Díaz Díaz, Hombres y documentos de la filosofía española | Fernando Girón, Oriente islámico medieval | Juan Riera Palmero, El influjo greco-árabe en la medicina latina medieval | Manuel Lázaro Pulido y Alejandro Escudero Pérez, El renacimiento filosófico y escolástico en el siglo XIII | Umberto Eco, La Edad Media III. Castillos, mercaderes y poetas | Wikipedia


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