Las Doce Tablas, cómo los plebeyos tuvieron que insistir durante años para poner por escrito las primeras leyes de Roma

La muerte de Virginia (Camillo Miola), uno de los episodios que encolerizaron a la plebe/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Un enconado conflicto social, una turbia rebelión de esclavos, un viaje a tierras griegas, un cambio de régimen, un tirano arrogante, un juicio… El nacimiento de las primeras leyes escritas de Roma, de la primera codificación normativa de la tradición jurídica occidental, está envuelta en una novelesca historia que haría estremecerse hasta al más prolífico de los escritores.

Las Leyes de las Doce Tablas (Duodecim Tabulorum Leges) significó un punto de inflexión en la Historia de Roma y de su Derecho. También conocido como “Código” o “ley decenviral” por haber sido redactado por los decenviros, un colegio excepcional de diez hombres, este cuerpo legal se convirtió en un hito de la literatura jurídica latina, además de servir de fundamento al Derecho civil romano que, a partir de entonces, comenzó a desarrollarse. Su promulgación, a mediados del siglo V a. C, tuvo lugar en un período tan oscuro como turbulento en el que la todavía joven República romana se encontraba inmersa en las luchas intestinas entre patricios y plebeyos, al tiempo que trataba de resistir el embiste de sus vecinos latinos.

No fue un proceso rápido ni inmediato. Al contrario, se precisaron doce largos y conflictivos años hasta que las leyes fueran finalmente grabadas en doce tablas de bronce y expuestas públicamente como, según Livio, fuente de todo Derecho público y privado. Aun en tiempos de Cicerón, cuatrocientos años después, estas antiquísimas leyes continuaban siendo veneradas y aprendidas de memoria por quienes se iniciaban en el estudio del Derecho.

Un Derecho difuso y arbitrario

La Ley de las XII Tablas en un grabado de otro siglo/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Antes del surgimiento de las Leyes de las Doce Tablas, durante el período monárquico (753 a.C.- 509 a.C.) y los primeros años de la República, el primitivo derecho romano —o derecho quiritario, porque quirites era el nombre que se daban a sí mismos los antiguos romanos— estaba basado en la costumbre. Se trataba en puridad de un derecho no escrito, resultado de la conducta reiterada de los individuos, y transmitido de forma oral de generación en generación. Precisamente fue esta fuente primigenia del Derecho, la costumbre de los ancestros (o mores maiorum), la que organizó instituciones tan importantes y características del mundo romano como la gens o la familia.

Existe, no obstante, la cuestión de las llamadas “Leyes Regias” (Leges Regiae), normas que, según la tradición posterior, habían sido sancionadas por los propios reyes romanos. Algunas se atribuyen al primer rey y fundador, Rómulo; otras a Numa Pompilio, vertebrador de la religión romana; y otras a Servio Tulio, el sexto de los reyes. Estas leyes habrían sido, según la tradición romana, reunidas por un pontífice llamado Sexto Papirio durante el reinado de Tarquinio el Soberbio, el último de los reyes, dando lugar al Ius Civile Papirianum. Sin embargo, la historiografía moderna cuestiona la veracidad y autenticidad de estas antiquísimas disposiciones apócrifas, que si bien son citadas por los autores romanos pudieron haber sido compiladas a finales de la República.

En cualquier caso, este Derecho arcaico y basado en la costumbre, en la oralidad y en la tradición, y cuyas raíces se hundían en la noche de los tiempos, contenía un alto componente arbitrario que era utilizado por los patricios en su lucha contra los dirigentes plebeyos.

Al no estar escrito el Derecho, ¿quién y cómo se interpretaban estas disposiciones difusas y arcaicas? ¿Cuál era el límite del poder de los magistrados? ¿Dónde estaba el término de sus prerrogativas? ¿Qué alcance podían tener sus decisiones? ¿Dónde, en definitiva, terminaba el Imperium que investía a los magistrados patricios? Empezaba a resultar necesario para los plebeyos el reclamo de un ius scriptum, un derecho escrito que evitara un uso desmedido y arbitrario del poder, especialmente por quienes ostentaban la máxima dignidad del Estado: los cónsules.

La propuesta de Cayo Terentilio Harsa, el precursor de las Doce Tablas

En el año 462 a.C. el plebeyo Cayo Terentilio Harsa fue elegido Tribuno de la Plebe, una magistratura genuinamente plebeya que tenía por objeto primordial la representación, garantía y defensa de los derechos de los plebeyos frente a los abusos de los patricios.

El senado romano en un cuadro de Hans Werner Schmidt (1912) / foto dominio público en Flickr

Livio nos cuenta que el recién elegido tribuno, hastiado de la arrogancia de los patricios y aprovechando que ambos cónsules se encontraban fuera de Roma, arrojó una propuesta sumamente peligrosa para los intereses de los patricios: constituir una comisión de cinco miembros que plasmasen por escrito las leyes que regulaban el poder consular. Terentilio comparaba la autoridad ilimitada que poseían los cónsules con la tiranía y el despotismo de los antiguos reyes de Roma, lo que a su juicio comprometía la libertad del Pueblo Romano. ¿Qué diferencia existía entre un monarca absoluto y dos cónsules con idéntico poder? En ambos casos, argüía un vehemente Terentilio, podían convertirse en tiranos. El ius scriptum era el único camino para poner coto a unas prerrogativas sin límites con las que, hasta entonces, se investían los cónsules.

La medida de Terentilio fue de inmediato contestada por el patricio Quinto Fabio, prefecto de Roma aquel año y máxima autoridad en la ciudad en ausencia de los cónsules. Fabio, combinando la retórica en el Senado con directas amenazas dirigidas hacia Terentilio —al que incluso llega a acusar abiertamente de traición—, logró que el resto de tribunos de la plebe aplacasen a su compañero y paralizaran temporalmente la propuesta.

El conato parecía controlado, pero con su acción Terentilio había sembrado un precedente que daría como fruto la sanción de las primeras leyes escritas de Roma.

Un camino largo y azaroso: la violencia de Ceso y la rebelión de Apio Herdonio

Al año siguiente, el 461 a.C., la propuesta de Terentilio volvía a emerger con fuerza al ser presentada unánimemente por todos los tribunos de la plebe elegidos aquel año. Lejos de ser olvidada, la exigencia de leyes escritas se había convertido en una exigencia de los dirigentes plebeyos. Por supuesto, la reacción patricia en contra de la medida no se hizo esperar. Los cónsules entorpecían la labor de los tribunos y cualquier debate o votación de la propuesta de ley, y los tribunos hacían lo propio con los cónsules. El Foro romano volvía a ser testigo de las luchas, en ocasiones violentas, entre ambos órdenes.

Livio relata en su “Historia de Roma” el peculiar caso del joven patricio Quincio Ceso, que personificó la más férrea oposición a la medida. Ceso, procedente de la gens Quincia, era un muchacho de gran estatura y formidable fuerza física que contaba con excelentes dotes militares y oratorias. Se rodeó de un nutrido grupo de congéneres y, juntos, se adueñaron del foro al más puro estilo de una banda callejera, llegando a emplear una desmedida violencia con tal de obstruir las aspiraciones plebeyas.

Ante semejante panorama, uno de los tribunos de la plebe llamado Aulo Verginio acusó a Ceso de crimen capital y lo llevó ante la Asamblea para ser juzgado. En defensa de Ceso los principales líderes patricios elogiaron la actitud y los valores del joven, atribuyendo muchas de sus acciones a la imprudencia de su juventud. Pero tal era el odio que Ceso despertaba en los plebeyos que de no ser por la protección que le brindaron los propios patricios hubiera sido linchado por la multitud. Para evitar que el joven fuera arrojado a la prisión hasta que se celebrara el juicio y que el conflicto se enconara todavía más, el tribuno Verginio, convencido por sus colegas, acordó la imposición de una fianza.

Sin embargo, el juicio jamás llegaría a celebrarse.

Tan pronto como el rencoroso Ceso abandonó el foro, huyó durante la noche al exilio, hacia el norte, a tierras etruscas. Livio nos cuenta que su partida no evitó que los tribunos reclamaran la fianza a su padre, quien tuvo que vender todos sus bienes para saldarla y acabó viviendo empobrecido en una choza al otro lado del Tíber.

Pero la violencia de Ceso no fue el único episodio que la República tuvo que sortear en su largo y azaroso camino hasta sus primeras leyes escritas. Apenas un año después, en el 460 a.C., la aprobación de la ya recurrente propuesta de Terentilio volvía a ser de nuevo interrumpida por la aparición de un enigmático personaje que, adelantándose cuatrocientos años a Espartaco, protagonizó una rebelión de esclavos: Apio Herdonio Sabino.

Poco se conoce sobre el origen de Apio Herdonio, salvo que era sabino y que, con una banda de exiliados y esclavos armados —cifrados por Livio en dos mil quinientos—, sorprendió a los romanos tomando la que era la ciudadela y la colina más sagrada de Roma: el Capitolio. Sobre cuáles eran los motivos reales de tal acción los desconocemos. Según Livio, Apio Herdonio abrazaba la causa de los condenados y llamaba a liberar a los esclavos.

La repentina irrupción del rebelde Apio Herdonio y su encierro en el Capitolio pilló de imprevisto tanto a los cónsules como a los tribunos de la plebe.

Lictores portando fasces | foto dominio público en Wikimedia Commons

De una parte, los cónsules temían armar a la plebe. ¿Qué impediría, una vez armados los plebeyos, que los tribunos impusieran la aprobación de la ley? ¿Acaso Apio Herdonio estaba compinchado con los dirigentes plebeyos? Al final optaron por armar a la plebe para combatir al enemigo y expulsarlo de la ciudad.

Pero, de otra parte, también los tribunos de la plebe recelaban de la inoportuna toma del Capitolio. Sospechaban que todo aquel asunto podría ser realmente una treta de los patricios para retrasar la aprobación de la ley. A fin de cuentas, los patricios no habían dudado en utilizar la violencia como ya había sucedido con Ceso. ¿De qué más podrían haber sido capaces?

Fue entonces cuando se produjo uno de aquellos episodios tan singulares de la historia romana que, más de dos mil cuatrocientos años después, consiguen dejar al lector actual ojiplático. Porque mientras los rebeldes de Apio Herdonio asomaban por encima de las murallas del Capitolio, a los pies de la colina, en el Foro, y ante el asombro de unos cónsules que no daban crédito a lo que veían, los romanos deponían las armas y se constituían en Asamblea para votar de una vez por todas la anhelada propuesta de Terentilio.

De inmediato uno de los cónsules, Valerio Publícola, reprochó la actitud de los plebeyos. El enemigo estaba en la ciudad y ellos, en lugar de defenderla, preferían votar un proyecto de ley. Al final, los cónsules y los tribunos acordaron posponer la votación de la ley hasta resolver el asunto de Apio Herdonio.

Desde Tusculum llegaron refuerzos para unirse a los romanos. Dispuestos para la batalla, tusculanos y romanos, patricios y plebeyos, ascendieron juntos hacia el Capitolio para combatir a los rebeldes. La resistencia no duró mucho. Los romanos lograron irrumpir en la ciudadela dispuestos a aniquilar a los sublevados. La moral de los defensores no tardó en quebrantarse. Durante la refriega murió Apio Herdonio, pero también el cónsul Valerio Publícola. A pesar de su enfrentamiento con los tribunos, los plebeyos reconocieron la valía del cónsul lanzando monedas de cobre a su casa para que tuviera un funeral espléndido.

Salvado el Estado, nada parecía impedir que se debatiera y votara la propuesta de Terentilio. Empero, aun hubieron de transcurrir seis años más. Año tras año, el asunto de la Ley era planteado por los tribunos y obstaculizado por los patricios, quienes se resistían a ella. El asunto se posponía sine die, pero incluso los patricios tomaron conciencia de que semejante obstinación no podría eternizarse.

Finalmente, en el año 454 a.C., ocho años después de la proposición, los tribunos concedieron que los patricios participaran en la elaboración de las leyes. Estos últimos terminaron accediendo.

El bloqueo se había superado y la República estaba un paso más cerca de contar con un derecho escrito.

En busca de nuevas leyes

En el 454 a.C., el Senado decidió que una legación compuesta por tres miembros patricios viajaría hasta Atenas. Una vez en tierras griegas debían copiar y estudiar las leyes de Solón, uno de los más prestigiosos legisladores de la Antigüedad, y otros textos jurídicos griegos, bajo cuya luz se redactarían las futuras leyes romanas.

Según el relato tradicional, el viaje de los comisionados se prolongó durante dos años, y no regresaron a Roma hasta el 452 a.C. La tradición cuenta que un exiliado griego llamado Hermodoro, natural de Éfeso y exiliado de su patria, auxilió a los legados romanos en su cometido, llegando a establecerse incluso en la ciudad del Tíber.

Verdaderamente la crítica moderna considera poco verosímil este viaje a Grecia por parte de una comisión romana. Posiblemente, el destino de esta delegación fue mucho más modesto y cercano: la Magna Grecia, esto es, las ciudades griegas que salpicaban el sur de Italia y Sicilia. Tal vez fue allí, y no Atenas, hacia donde se encaminaron los tres romanos que debían estudiar las leyes griegas.

En cualquier caso, la influencia griega en la posterior elaboración de las Doce Tablas es indudable. Ejemplo de ello es el concepto de “poena” (pena), procedente del dialecto dorio que se hablaba en las colonias griegas occidentales, la limitación del lujo durante los ritos funerarios, o la cuanto menos llamativa coexistencia de la arcaica ley del talión con la imposición de multas como medio de extinción de la responsabilidad, propia de una legislación mucho más avanzada como la helena.

El regreso de la delegación significó el inicio del proceso de redacción de las leyes, además de un repentino y abismal cambio en la forma de gobierno de la República desde la caída de los Reyes. Se decidió que, para el año siguiente (el 451 a.C.), en lugar de dos cónsules anuales, se designaría a un colegio de diez magistrados, los decenviros —decem, diez; viri, hombres—, quienes además de ostentar la dirección del Estado serían los encargados de redactar tan magno proyecto. Entre estos diez hombres se encontraban, por supuesto, los tres comisionados enviados a Grecia.

La presidencia de este colegio excepcional recayó en el patricio Apio Claudio, quien a decir de Livio de ser un enemigo severo y amargo del pueblo, de pronto aparecía como su defensor. Pero Apio Claudio acabaría desempeñando un papel trascendental en la historia de las Doce Tablas que nos ha legado la tradición romana, y no precisamente por un comportamiento ejemplar al frente de los decenviros.

Promulgación de las Doce Tablas | foto dominio público en Wikimedia Commons

La compilación de las diez primeras tablas

Durante su primer año de mandato los decenviros actuaron de forma asombrosamente armoniosa. Los diez magistrados contaban con plenos poderes sin más límite que el derecho de protesta de cualquiera de sus miembros. Pero lejos de entorpecerse o surgir disensiones en el seno del colegio, el proceder de los decenviros fue unánime y homogéneo.

Cuenta Livio que los decenviros administraban justicia como jueces supremos cada diez días, y siempre por turnos consecutivos. Así, durante dicha jornada, el decenviro encargado de juzgar era precedido por los doce lictores provistos de los fasces, símbolos de la máxima autoridad romana, mientras que los otros nueve eran acompañados por un solo asistente.

Pero la labor fundamental de estos diez magistrados excepcionales, aparte de dirigir el destino de la República y aplicar el derecho, era la de redactar y establecer por escrito las leyes que debían regir al Pueblo Romano, tarea a la que se dedicaron con esmero, según narra el propio historiador patavino en su “Historia de Roma”. En un trabajo tan minucioso como difícil de creer, los decenviros estudiaban previamente las leyes, las discutían entre ellos y, finalmente, las leían públicamente al pueblo.

Antes del término de su primer mandato los decenviros publicaron una serie de leyes recogidas en diez tablas que, presentadas a los romanos, fueron ratificadas por los comicios centuriados. Corrió entonces el rumor de que para completar a la perfección el cuerpo jurídico faltaban algunas leyes más que compilar. El trabajo no había terminado.

Llegado el momento de la elección de los magistrados para el próximo año los romanos optaron por renovar el experimento decenviral. Se eligieron nuevos decenviros, algunos plebeyos incluso, y Apio Claudio volvía a salir elegido.

Pero lejos de continuar la labor legisladora de sus antecesores, este segundo decenvirato no tardó en mostrar la verdadera y tiránica faceta de su poder.

Las tabulae iniquae y el viraje hacia la tiranía.

Si a lo largo del primer año los decenviros habían demostrado una conducta ejemplar, durante el segundo año, el 450 a.C., su comportamiento cambió por completo.

Encabezados por Apio Claudio, y habiendo tomado conciencia tanto de su inmunidad como de sus ilimitadas potestades, los diez decenviros comenzaron a mostrarse inaccesibles, severos y soberbios. Sus planes, si antes eran compartidos con el pueblo, se tornaron secretos. Establecieron entre ellos el acuerdo tácito de no interferir en las decisiones que tomaran individualmente, de modo que acabaron con cualquier posibilidad de restringir el abuso de poder. Desdeñando la costumbre de lucir las insignias de poder por turno, cada decenviro se hacía ahora acompañar por doce lictores, al estilo de los antiguos reyes, y como tales actuaban. Ni siquiera rehusaron que, dentro del pomerium, los fasces llevaran atadas el hacha, símbolo del derecho sobre la vida, aduciendo que al tener dicha prerrogativa no había motivo para no llevarlas.

Un régimen de terror se había impuesto en Roma. Socavaron la libertad de los romanos, y cualquiera que se opusiera a las decisiones de los intocables decenviros era juzgado y condenado a muerte.

La actividad legislativa también se vio mermada por este repentino cambio de actitud. En el segundo año tan sólo se promulgaron dos tablas que se añadieron a las diez anteriores, conformando finalmente las Doce Tablas. Cicerón se refiere a estas dos tablas como las tabulae iniquae, o tablas injustas, y contenían diversas disposiciones que, a modo de cajón de sastre, complementaban las diez tablas anteriores. Entre ellas destacaba la prohibición del matrimonio entre patricios y plebeyos.

No obstante, el episodio más escabroso, y también el más dramático, del segundo decenvirato lo protagonizó el mismísimo Apio Claudio. El decenviro se había encaprichado de una joven llamada Verginia (o Virginia) y con el propósito de satisfacer sus deseos más oscuros pergeñó un cruel artificio para arrebatarle a la joven la libertad. Apio Claudio convenció a un cliente suyo para que proclamara en el foro que Verginia era su esclava, lo que de inmediato despertaría la oposición de los familiares de la muchacha. El cliente arguyó que defendería su derecho sobre Verginia ante un tribunal, y el juez del mismo no era otro que el propio Apio Claudio.

De nada sirvieron las explicaciones y testimonios de familiares y amigos de Verginia. El asunto estaba sentenciado desde el primer momento. El padre de la joven, un centurión llamado Verginio, decidió que la única escapatoria posible para su hija era la muerte. Así, antes de que Apio Claudio emitiera la sentencia, Verginio llevó a su hija a las tiendas del foro y, tomando un cuchillo, dio muerte a la muchacha.

La muerte de Verginia agotó la paciencia de los romanos. Los plebeyos abandonaron Roma y se establecieron en el monte Aventino, donde reinstauraron la autoridad de los tribunos de la plebe, el ejército se amotinó tras conocer la historia de Verginia de la boca de su propio padre, y el Senado exigió a los decenviros que depusieran sus poderes. Enfrentados a todos, éstos acabaron accediendo a cambio de que el Senado los protegiera de la ira popular.

Curioso es cuanto menos el fin del más famoso de los decenviros, Apio Claudio. Tras ser depuesto, Apio Claudio tuvo que hacer frente a las acusaciones de Verginio, que había sido elegido tribuno de la plebe. Sin embargo, el cinismo de Apio Claudio no conocía límites. Tras oír todas y cada una de las inculpaciones que se vertían contra él, el antiguo decenviro, paradójicamente, hizo uso de un derecho que, durante su mandato, había abolido: el derecho de apelación ante el pueblo.

De poco sirvieron los alegatos en defensa de la gens Claudia que hiciera el tío de Apio Claudio. Los romanos compadecían a Verginio y consideraban la defensa de Verginia más justa. Habiendo perdido toda esperanza de salir indemne, el orgulloso Apio Claudio se quitó la vida antes de que el juicio llegara a celebrarse.

El régimen de los decenviros, que había dado a Roma su primer cuerpo legal, las leyes de las Doce Tablas, había terminado.

Representación de las Doce Tablas en Leipzig | foto Andreas Praefcke en Wikimedia Commons

Significado de las Doce Tablas

Dejando a un lado la tradición y los múltiples detalles que enriquecen el relato, no debe obviarse que el nacimiento de las leyes de las Doce Tablas supuso un paso transcendental en la configuración del ulterior derecho romano cuya pervivencia está presente aún en nuestros días.

Como se aventuraba al inicio de este artículo, las Doce Tablas constituyen la primera codificación normativa de la tradición jurídica occidental. Pero aún van más allá. Por primera vez el derecho evoluciona: pasa de estar basado en la costumbre a fundamentarse en la palabra escrita, en el ius scriptum, lo que a su vez garantiza la seguridad jurídica en su aplicación. Además, la ambición del Código decenviral también se refleja en su amago por reunir tanto el derecho privado como el público, tratando de crear un texto unitario que modernizase en cierto modo algunas de las arcaicas leyes que todavía entonces pervivía en la tradición de los antiguos romanos.

En este sentido, y con respecto al derecho romano más arcaico, las Doce Tablas aparecen como leyes seculares. Cierto es que algunas de sus disposiciones conservan aún vestigios de una concepción religiosa, toda una constante en el mundo romano, pero el Código decenviral, a diferencia de la tradición griega o de Oriente Medio, no nace de un respaldo religioso, sino de un legislador mundano, elegido por los propios romanos. Asimismo, su obligatoriedad no surge de la religiosidad, sino ex lege, de la propia ley promulgada y ratificada por los comicios.

Es así que la originalidad romana de estas leyes está fuera de toda duda. No se trata de una mera copia de leyes griegas, pues presencia de elementos y conceptos genuinamente romanos atestiguan la singularidad de estas leyes que supusieron un importante avance en la conciliación entre patricios y plebeyos. De hecho, es precisamente en este marco de conflicto entre ambos órdenes, como se ha expuesto, donde hunde su razón de ser las Doce Tablas, a pesar de disposiciones tan injustas como la prohibición del matrimonio entre patricios y plebeyos, disposición que sería derogada muy pronto, en el 445 a.C., mediante la Lex Canuleia.

Sin embargo, y pese su trascendental importancia, la historia de las Doce Tablas aún continúa ofreciendo oscuros recovecos que la doctrina, tanto jurídica como historiográfica, ha tratado de alumbrar.

En primer lugar, la verosimilitud del relato transmitido por Tito Livio y Dionisio de Halicarnaso es, sin embargo, difícilmente creíble. Las fuentes adornan con novelescas historias un proceso que debió de ser largo y arduo. El episodio de Apio Claudio y Verginia sería fruto de la invención, habida cuenta de su semejanza con la historia del ultraje de Lucrecia y el fuerte componente moralizador, y muy romano, que ambos sucesos denotan: antes la muerte que la servidumbre.

Algún autor ha llegado a sugerir la hipótesis, sumamente interesante, por cierto, de que en realidad las disposiciones se acompañarían de ejemplos a fin de hacer más comprensible el sentido de las normas. El caso de Verginia, a tenor de la citada tesis, habría sido uno de aquellos ejemplos que la tradición habría tomado como una historia real e incorporado al relato. Aun así, y como toda hipótesis, quedan interrogantes abiertos para los que no hay respuestas.

El Código decenviral original no ha llegado íntegro hasta nuestros días. En el 390 a.C., durante el incendio al que fue sometida Roma por los galos de Breno, las leyes se perdieron. Tras la marcha de los galos los cónsules ordenaron volver a grabar las leyes, pero aunque carecemos de las tablas originales conocemos su contenido por autores posteriores.

En cualquier caso, las Doce Tablas son un fiel reflejo de la idiosincrasia y pragmatismo romano que, con el devenir de los siglos, acabaría configurando el derecho romano que impregnará muchas legislaciones actuales. Un primer y meritorio intento por tratar de sistematizar y configurar un sistema legal confuso, con el objeto de lograr una mayor seguridad jurídica para los ciudadanos romanos y que contribuyese, en última instancia, a alcanzar la igualdad en lo que a la aplicación de las normas se refiere entre patricios y plebeyos. Un ambicioso proyecto que no se repetiría nuevamente hasta la Edad Media, durante el reinado de Justiniano en el siglo VI a.C., más de novecientos años después.


Este artículo es una colaboración de Andrés Sampedro Tébar. Nacido en Sevilla el 21 de marzo de 1995, es graduado en Derecho por la Universidad Hispalense. En 2016 publicó su primera novela histórica, «Pilato, el prefecto de Judea» (Donbuk Editorial), y en 2019 publicó el ensayo «En Nombre del Pueblo Romano. Demagogos, libertadores, populistas y tiranos». Apasionado de la Historia de Roma y del Mundo Antiguo y colaborador del programa radiofónico «Noche de Historia y Misterio».

Fuentes

Tito Livio, Historia de Roma | Dionisio de Halicarnaso, Historia Antigua de Roma | José Manuel Roldán Hervás, Historia de Roma | S.I. Kovaliov, Historia de Roma | Eugène Petit, Tratado elemental de Derecho romano | Luis Rodolfo Argüello, Manual de Derecho Romano. Historia e Instituciones | Carlos Amunátegui Perelló, La validez en la ley arcaica. Reflexiones comparativas respecto de las Doce Tablas y las Leges Regiae | Andrés Sampedro Tébar, En Nombre del Pueblo Romano. Demagogos, libertadores, populistas y tiranos