Aunque la República Dominicana es uno de los destinos vacacionales de sol y playa por excelencia -el Caribe es el Caribe-, ello no impide que un turista pueda encontrar otros atractivos distintos y complementarios. La abundancia de vuelos a Punta Cana desde España, por ejemplo, le descubrirá un rincón tan asombroso como la Reserva Ecológica Ojos Indígenas, un área protegida de mil quinientas de hectáreas que descubre al visitante la paradisíaca naturaleza local, permitiéndole disfrutar de la flora y la fauna autóctonas o incluso darse un baño en las cristalinas aguas de las lagunas del lugar.
Punta Cana es una zona del extremo oriental de la isla correspondiente a la provincia de La Altagracia. Casi medio millar de kilómetros cuadrados que se extienden desde la playa de Arena Gorda, en su parte septentrional, hasta Juanillo, en la meridional, noventa y cinco de ellos de un litoral tachonado por enclaves de nombres tan conocidos ya como Playa Bávaro, Cabeza de Toro o la propia Punta Cana. Son sitios de clima privilegiado, de fina arena blanca, palmeras y un mar de intenso color turquesa, capaces de subyugar a cualquiera.
Como cabía esperar, cuando surgió el boom del turismo muchos grupos hoteleros pusieron sus ojos en Punta Cana, que a partir de los años setenta del siglo XX se convirtió en una referencia viajera con un buen puñado de complejos de alojamiento. En uno de ellos, perteneciente al Grupo Puntacana, se ubica la mencionada Reserva Ecológica Ojos Indígenas, un exuberante parque natural donado por la Fundación Grupo Puntacana, una organización sin ánimo de lucro cuyo objetivo es colaborar en la preservación del ecosistema de la región y la mejora de las condiciones de vida de sus habitantes.
Tiene una superficie de millar y medio de hectáreas a la que se puede acceder adquiriendo la entrada correspondiente en el Centro de Visitantes; la tarifa se sitúa entre diez y cincuenta dólares, dependiendo de la edad y de si se es huésped de algún hotel del grupo o sólo visitante, no requiriéndose reservar con antelación salvo que se trate de grupos de más de diez personas, en cuyo caso habrá que hacerlo por lo menos veinticuatro horas antes. El horario es de 9:00 a 16:30, cerrándose el acceso a las 15:30.
Una vez dentro hay que decidir si se hace el recorrido a pie por la red de senderos o en segway; esto último revela que no hay dificultad alguna para nadie. La caminata transcurre por una red de tres kilómetros de senderos tapizados de hojarasca que se recorren en menos de media hora, si bien la estancia puede alcanzar hasta tres horas. No obstante, cada uno decide hasta dónde puede llegar, durando el itinerario más popular, el que lleva hasta los manantiales, unos cuarenta minutos. De todas formas, andar por la resreva es fácil y se puede hacer con cualquier calzado cómodo (zapatillas deportivas, sandalias), siendo innecesario llevar botas.
Todos esos caminos están señalizados -no hace falta guía- y sombreados por la vegetación, lo que tiene la ventaja de proteger del calor. Algo que evita el uso de cremas y protectores solares, lo que además es preferible para no contaminar el agua de las lagunas. Sin embargo, quien tenga una piel especialmente sensible puede recurrir a los protectores cien por cien orgánicos y biodegradables; la propia tienda del centro los vende.
La contrapartida de ir a la sombra es que ésta atrae a los mosquitos y, por tanto, es recomendable usar repelentes de insectos, no vayan a amargarnos la experiencia. Eso incluye la recomendación de llevar epinefrina o algún producto equivalente, si se es alérgico a las picaduras de abeja y/o avispa. Nada que no pueda pasar en cualquier otro entorno natural, al fin y al cabo, más aún tratándose de un clima tropical (y por eso es aconsejable también ir provisto de agua para hidratarse).
Un entorno natural, por cierto, que incluye más de quinientas especies diferentes de plantas, el treinta y seis por ciento de las cuales son endémicas de la República Dominicana, y cientos de especies animales, incluyendo aves, reptiles, anfibios, peces… La fauna que más suele llamar la atención se encuentra en las lagunas: hicoteas (tortugas acuáticas), tilapias (un pez lacustre que abunda en el sur del Caribe y fue introducido ad hoc en el parque), camarones y cangrejos.
Hablando de lagunas, hay doce y son los «ojos» que dan nombre a la reserva, pues una serie de hallazgos arqueológicos cercanos revelaron que esos terrenos estuvieron habitados por los primeros indígenas de la isla, los taínos; de hecho, cada laguna lleva un nombre en lengua taína. A su belleza intrínseca, de límpidas aguas dulces -ojo, muy frías y con una profundidad que puede alcanzar seis o siete metros- y un abrigo de follaje alrededor, suman el atractivo de bañarse en ellas o practicar snorkel, con el plus de hacerlo entre raíces de manglares, peces y tortugas.
Conviene advertir de que no hay vestuarios (ni aseos), por lo que quien desee una zambullida habrá de llevar ya puesto el bañador y no olvidar una toalla propia. Asimismo, señalar que no se abren al baño público todas las lagunas sino tres, quedando el resto únicamente para observación; se trata de proteger así su integridad, ya que no fueron construidas por la mano del Hombre sino fruto de la acción erosiva del Yayas, un río subterráneo.
La mejor forma de terminar la visita sería saliendo por una playa virgen anexa llamada Serena (también conocida como La Choza), aunque es privada y por tanto de paso restringido a los clientes de los hoteles del grupo. Eso sí, es conveniente tener prevista la forma de regresar (coche de alquiler, taxi), ya que el lugar está algo apartado y ningún transporte público llega hasta allí salvo los de las excursiones organizadas.
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