Hay un axioma no escrito que dice que EEUU entra en una guerra u operación bélica en cada gobierno, con el objetivo de incrementar la popularidad del nuevo presidente. Sea cierto o no, el caso es que se trata de una estrategia mucho más antigua e internacional de lo que se cree. En la historia de Japón, por ejemplo, se hizo reiteradamente algo similar desde el período Kamakura (el gobierno militar, que se extendió entre los años 1185 y 1392): la katanagari, literalmente «caza de espadas», que consistía en incautar esas armas blancas por todo el país para asegurarse de que ningún clan pudiera apoderarse del poder por la fuerza.
Como todo en lo relativo a la cultura japonesa, la cosa tenía más de simbólico que de práctico. No porque no se retiraran las espadas, sino porque éstas, en contra de la imagen habitual, no constituían la clave de las batallas. Eran armas de consideración casi sagrada y representativas de cierto estatus, según su tipología, pero lo cierto es que las batallas se dirimían fundamentalmente a distancia, con las flechas como verdaderas responsables de la mayoría de las heridas y los arqueros a caballo los principales protagonistas.
En ese sentido, el combate cuerpo a cuerpo no resultaba frecuente -y menos aún con la posterior introducción de arcabuces-, pero, al igual que pasaba en la Europa medieval coetánea, la espada era el arma representativa de los samuráis -al cambio los caballeros occidentales-, de ahí que fuera la que se asentó en la percepción popular y surgiera incluso la costumbre de que las gentes de menor nivel social también se sumasen a a poseer una, aunque en su caso debían de conformarse con la wakizashi, un arma de hoja más corta que la de la katana, exclusiva de los samuráis (quienes usaban ambas en un conjunto denominado daishō, formado por la katana más otra espada pequeña, que podía ser una wakizashi, una uchigatana, un tachi o un tantō).
De este modo, a partir del período Heian (794-1185) y al menos hasta el Sengoku (1467-1568), la mayoría de los nipones, incluyendo a los campesinos, no sólo poseían una espada sino que tenían ese derecho protegido por ley; más aún, el robo de una de esas armas estaba considerado un delito grave -incluso como botín tras una victoria-, ya que eran un símbolo del honor de su propietario. Y es que en algunos sitios como Kanto o Kinki, incluso se celebraba un rito popular de paso de la infancia a la edad adulta, a los quince años, consistente en entregar al joven una wakizashi, según cuenta el escritor y folklorista Kunio Yanagita en su libro Historia de los campesinos japoneses.
En Hinata, Nagano y Gifu, entre otros sitios, había otra curiosa tradición, la de la caza de los ochimusha o daiku, es decir, guerreros caídos y hasta ronin (samuráis sin señor o repudiados), a los que asaltaban los granjeros arrebatándoles sus armas y posesiones, y vaciando sus mansiones; a veces también acababan con ellos. Pese a ser una obvia disrupción del orden social, se permitía bajo la doble perspectiva de que habían quedado fuera de la ley y, por consiguiente, ésta no los amparaba, así como una forma de que el mundo rural pudiera solucionar sus propios asuntos, a manera de válvula de escape.
Esto último quedaba patente en que, asimismo, en el mundo rural se toleraba la justicia popular, en un contexto tan duro y difícil como el período en que nació: el reseñado Sengoku o Estados Combatientes, que se inició con una guerra civil (la rebelión de Ōnin) entre clanes por el dominio del país, finalizando con la unificación de éste a manos de los tres grandes daimyos Oda Nobunaga, Toyotomi Hideyoshi (que puso fin a esa tradición de autoayuda) y Tokugawa Ieyasu. La estabilidad política que aportaron sirvió para que el segundo pusiera fin a esa práctica, que únicamente revivió efímeramente en 1868, cuando los labriegos asaltaron a los supervivientes del ejército del shogunato tras ser derrotado por el imperial en la batalla de Toba-Fushimi (Guerra Boshin).
Hay que puntualizar, no obstante, que no todos los campesinos podían llevar a cabo la caza de ochimusha; los que poseían ese derecho, o al menos esa capacidad, eran los llamados «adultos», de nivel por encima de los «infantiles», ya que estos últimos estaban demasiado ocupados en las tareas agrícolas. También cabe añadir, como curiosidad, que el término ochimusha perdura actualmente para referirse -con cierto tono peyorativo- a los candidatos políticos perdedores en las elecciones y a las personas que tienen calva sólo la parte superior de la cabeza.
Volviendo al tema de las espadas, esas armas llegaron a abundar tanto que la katanagari se hizo necesaria, aunque sólo fuera por su carácter metafórico de control del poder. Por lógica, fueron los dos primeros daimyos mencionados los que trataron de atajar el problema. El poderoso Oda Nobunaga no se conformó con la incautación de espadas, extendiendo la orden a las armas blancas en general y muy especialmente a las de los Ikkō-ikki, bandas variopintas formadas por granjeros, monjes, sacerdotes sintoístas y nobles locales que se alzaron contra el gobierno de los samuráis en los siglos XV y XVI.
Los Ikkō-ikki seguían la doctrina del Jōdo Shinshū («La verdadera esencia de la enseñanza de la Tierra Pura»), una escuela budista de la rama Shin (la más extendida en Japón), y se convirtieron en un problema incluso después de la muerte de su líder, Rennyo, pues poseían templos y castillos donde se hicieron fuertes. Oda Nobunaga los venció en 1594 en la batalla de Azukizaka y aplastó sus últimas resistencias en los castillos de Ishiyama Hongan-ji y Nagashima, recogiendo todas las armas.
El hombre al que Nobunaga encomendó la misión de la katanagari fue el daimyo Shibata Katsuie, su mejor general, que se centró sobre todo en recoger el armamento que se guardaba en templos y santuarios, al fin y al cabo crisoles de descontentos para potenciales insurrecciones. Paradójicamente, para ello fue necesario aumentar la forja de espadas y armas enastadas para sus tropas, por lo que, en la práctica, Japón seguía rebosante de ellas. No resulta extraño que la subida al poder de Toyotomi Hideyoshi supusiera el inicio de otra operación en ese sentido.
Hideyoshi ha pasado a la historia como el unificador nacional, responsable de una fracasada campaña de invasión a Corea, represor implacable del cristianismo y precursor de lo que muy pronto iba a ser el shogunato Tokugawa, el tercero y definitivo desde 1603 hasta la Restauración Meiji en 1868. Él no podía acceder al cargo de shogun debido a su humilde origen (su padre era un campesino que sirvió como simple ashigaru, o sea soldado raso), pero el emperador lo solucionó nombrándole kampaku (regente imperial), y como tal desató un nuevo embargo de armas en 1588.
Fue el más importante quizá y tenía una explicación de mayor recorrido: si Hideyoshi quería asentar el estado unificado, éste debía ser fuerte, para lo cual había que debilitar el sistema feudal; eso pasaba por quitar el poder a los daimyos, desarmándolos. No a ellos personalmente, puesto que la fuerza del estado los necesitaba para vertebrar la sociedad jerárquica, sino a los plebeyos que les servían; irónicamente, la misma clase de la que él procedía y desde la que había ascendido (ahora formaba parte de la nobleza, al ser adoptado oficialmente por Konoe Sakihisa, un ex-kampaku).
Como además el año anterior fue necesario sofocar un levantamiento campesino en la provincia de Higo, retirar armas era una forma de prevenir otro. Para ello dictó ley (la Tenso 16, por su fecha) de tres artículos en la que, primero, prohibía a los plebeyos la posesión de espadas, lanzas, arcos y armas de fuego; segundo, anunciaba que el material confiscado se fundiría para hacer una estatua gigante de Buda destinada a un templo del monasterio de Nara; y tercero, exhortaba a los labradores a conformarse con sus aperos y a dedicarse sólo a cultivar la tierra para prosperar.
De paso, también requisó las de los sohei del monte Koya y Tonomine, unos monjes budistas guerreros que llegaron a alcanzar tanto poder que en ocasiones intervenían en la política, tomando partido en las luchas entre clanes (en las Guerras Gensei, por ejemplo) o presionando al gobierno; eran diestros con la katana y el arco pero, sobre todo, con la naginata, un arma enastada similar al archa usada en Europa. En realidad, la recogida de armas se extendió a los templos y santuarios más destacados, así como los señores de la provincia de Awaji.
Para ello se destinaron un centenar de funcionarios que reunieron cerca de dieciséis mil espadas, a veces teniendo que recurrir al truco de hacerse pasar por coleccionistas. De todos modos, aquella katanagari Taikō, como se la llamó, tuvo un efecto limitado al principio, puesto que se levantó un poco la mano permitiendo la posesión de arcos y lanzas destinadas a actividades cinegéticas y ceremoniales previo registro. Es decir, se trataba más bien de una legalización y regulación, añadiéndose algunas ordenanzas complementarias, como la que proscribía los duelos entre campesinos.
Pero dos años más tarde todo cambió. Una nueva ley amplió la anterior expulsando de las aldeas a quienes no estuvieran inscritos antes de 1590 y vetando el cambio de estatus social de samurái a granjero o mercader (o del segundo al tercero). Lo que se pretendía era poner coto a la amenaza que suponían los ronin, que al carecer de señor y arraigo a un sitio tendían a dedicarse al robo o a enrolarse como mercenarios en los movimientos antigubernamentales. El problema estaba en su identificación, puesto que en la práctica resultaba muy difícil diferenciarlos de los campesinos, por eso la proscripción alcanzó a todos.
La situación cambió durante el siguiente período, el Edo (1603-1868), dominado por el ya citado shogunato Tokugawa. No hubo uniformidad territorial en ese tema, de modo que en algunas áreas los daimyos volvieron a reunir importantes partidas de armas; Ieharu Yamazaki, por ejemplo, señor de Wakasa, disponía de millar y medio de wakizashis y trescientas veinticuatro armas de fuego para entregar a su gente del clan Amakusa. Por otra parte, en 1668 se prohibió portar espada en la vida común, salvo a los comerciantes.
No obstante, en general, los plebeyos de esa época solían usar un daishō compuesto por daitō (espada larga) y shōtō (espada corta), en situaciones especiales como viajes, funerales y bodas. Así fue hasta que, en 1683, el cuarto shogun, Tokugawa Ietsuna, introdujo una nueva política denominada Bunji que anulaba la libertad anterior y retomaba el control armamentístico. No faltó alguna que otra excepción, como la autorización especial a los samuráis de la región de Yamashiro en los frecuentes festivales.
La caza volvió a constituir otra salida: los campesinos acomodados compraban licencias y el número de espadas creció; de hecho, en la práctica, el mundo rural rebosaba de armas blancas, aun cuando sus propietarios no pudieran exhibirse con ellas públicamente. La consecuencia fue que para el mandato del tercer shogun, Tokugawa Tsunayoshi, los plebeyos volvían a tener más que los samuráis. Ese panorama perduró sin mayor trascendencia gracias a que la estabilidad política, que por fin puso fin a las guerras civiles, permitió cierto compromiso popular: tener armas, pero guardadas.
Así se llegó a la Restauración Meiji, el proceso de modernización y occidentalización de Japón que puso fin al shogunato y devolvió el poder al emperador. Una vez afianzado el proceso, en 1871 el gobierno abolió el feudalismo y todo lo que representaba el sistema Han, expropiando las tierras de los daimyos (una cuarta parte de la superficie total del país) e incorporándolos al funcionariado como gobernadores primero y reduciendo su número después, todo ello a cambio del pago de una compensación en bonos estatales.
Como parte de ese proceso, cinco años más tarde se prohibió a los samuráis el uso público del daishō, mientras que al resto del pueblo se le vetaba el llevar wakizashi, aunque no su posesión. Más que nada, a esas alturas ya era una cuestión de imagen, puesto que se había creado un ejército permanente y una fuerza policial que hacían innecesario recurrir a las tropas feudales; en ese sentido, a los oficiales se les permitió usar una espada identificativa de su rango. Para todos los demás, hacía falta la correspondiente licencia.
Ésa fue la situación hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando, tras la derrota, rendición y ocupación de Japón, el general MacArthur, a la sazón comandante supremo de los Aliados in situ, prohibió las armas de fuego carentes del permiso que debía dar la Agencia de Asuntos Culturales (exclusivamente por motivos cinegéticos y deportivos), incautando además unos tres millones de espadas de un total calculado en cinco. El rumor de que las autoridades inspeccionaban los domicilios con detectores de metales llevó a muchos propietarios a destruir las suyas, muchas de ellas piezas históricas.
¿Y hoy? La tenencia de armas, tanto blancas como de fuego, esta sometida a la legislación, que exige su registro y control por la policía. Los espaderos artesanos deben tener autorización y las espadas no fabricadas por ellos, o sea las industriales, están vetadas a los ciudadanos; incluso las destinadas al ejército se admiten sólo si se han fabricado de forma tradicional.
Fuentes
Carol Gaskin y Vince Hawkins, Breve historia de los samuráis | Constantine Nomikos Vaporis, Samurai. An encyclopedia of Japan’s cultured warriors | Jeffrey P. Mass, The Bakufu in Japanese history | Markus Sesko, Encyclopedia of Japanese swords | George Elison y Bardwell L. Smith (eds.), Warlords artists and commoners. Japan in the Sixteenth Century | Wikipedia
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