Consultando alguna enciclopedia de astronomía se podrá comprobar que hay varias cosas bautizadas con el nombre de Lemaître: un asteroide que cruza la órbita de Marte cada tres años y siete meses, un cráter de impacto en la cara oculta de la Luna, una nave espacial con la que se abastece a la Estación Espacial Internacional, un conjunto de coordenadas matemáticas para medir campos gravitatorios e incluso una ley física sobre distancia entre galaxias que comparte nominación con la del célebre astrónomo Edwin Hubble. Todo ello se debe a un erudito belga que, entre otros logros, fue el primero en proponer la expansión del universo y la teoría del Big Bang: el sacerdote católico Georges Lemaître.
Seguramente resultará sorprendente el hecho de que un reputado astrónomo, físico y matemático compatibilizara sus conocimientos científicos con algo tan etéreo como la religión, que se basa sólo en la fe y la filosofía. Sin embargo, Lemaître lo hizo sin mayor problema porque siempre separó un ámbito del otro al considerar que ambos «tienen caminos diferentes para llegar a la verdad». De hecho, respecto a su teoría sobre el origen del universo, se despachó diciendo:
“Desde un punto de vista físico, todo sucedió como si el cero teórico fuera realmente un comienzo; saber si era verdaderamente un comienzo o más bien una creación, algo que empieza a partir de la nada, es una cuestión filosófica que no la pueden resolver consideraciones físicas o astronómicas».
Georges Henry Joseph Édouard Lemaître era natural de la ciudad belga de Charleroi, donde nació en 1897 como el mayor de los cuatro hijos de Joseph y Marguerite, un matrimonio acomodado y dedicado a la industria textil. En 1904 ingresó en el Colegio del Sagrado Corazón, de los jesuitas, donde estudió seis años destacando en ciencias -también en poesía y retórica- y recibió influencia del padre Ernest Verreux, que ha pasado a la historia por haber instalado la primera estación de radio de Bélgica. Ya en esa etapa se reveló su vocación religiosa, pero de momento debía continuar sus estudios y pasó al Collège Saint-Michel, un centro católico para la formación preuniversitaria.
A continuación, en 1911, fue admitido en la Escuela de Minas de la Universidad Católica de Lovaina, donde empezó a tomar contacto con la mecánica y la cosmología mediante cursos con el matemático Charles-Jean de la Vallée Poussin y el astrónomo Ernest Pasquier. Simultáneamente se matriculó en la Facultad de Filosofía, asistiendo a las clases que impartía Désiré Félicien-François-Joseph Mercier, quien posteriormente sería nombrado cardenal y fundaría una fraternidad sacerdotal llamada Los Amigos de Jesús, de la que Lemaître formaría parte.
Tras diplomarse en 1913 empezó a trabajar como ingeniero de minas, pero con el estallido de la Primera Guerra Mundial se alistó en el V Cuerpo de Voluntarios, combatiendo en la batalla del Yser, donde se detuvo el avance alemán abriendo las esclusas flamencas para inundar los campos. Se licenció en 1919 con la Croix de Guerre y volvió a Lovaina para hacer cursos de Física y Matemáticas; fue el mismo año en que se diplomó en filosofía tomista y comenzó el doctorado bajo la supervisión del citado La Vallée Poussin.
Se doctoró en 1920 con una tesis sobre un tema distinto al que inicialmente había elegido: si el primero versaba sobre la función zeta de Riemann (una función matemática de una variable compleja en teoría analítica de números), el definitivo lo presentó con el título L’approximation des fonctions de plusieurs variables réelles («La aproximación de funciones de varias variables reales»). Parecía clara su vocación científica, pero fue entonces cuando decidió dar el giro complementario a su vida, ingresando en el Seminario Saint-Rombaut de Malinas, de donde salió ordenado sacerdote tres años más tarde.
Antes, entró en la mencionada fraternidad Los Amigos de Jesús y escribió una memoria sobre la teoría de la relatividad de Einstein, gracias a la cual ganó una beca de viaje ofrecida por el Ministerio de Ciencias. El interés por el sabio alemán (aún no había emigrado a EEUU) le había sido fomentado por sus profesores, dado el interés que mostró por su teoría tras la lectura de Espacio, tiempo y gravitación, del astrónomo y divulgador científico Sir Arthur Stanley Eddington, que le facilitó no sólo comprenderla mejor sino reinterpretarla en la citada obra con que ganó la distinción, La física de Einstein.
1923 también fue el año en que se incorporó a la Universidad de Cambridge como estudiante de investigación, ya que acaba de publicar su primer artículo científico. Allí permaneció un curso estudiando precisamente con Eddington, pasando después al Cambridge estadounidense, el Harvard College Observatory, para hacerlo con otro importante astrónomo, Harlow Shapley. Como esa institución no ofrecía doctorado en astrofísica, se trasladó al Massachussets Institute of Technology, donde trabajó en el estudio de las estrellas variables, la relatividad y el electromagnetismo gravitacional. Conoció asimismo a otros genios de la élite mundial, caso de los físicos Ludvik Silberstein y Robert Millikan, así como el astrónomo Edwin Hubble.
En 1925, un treintañero Lemaître decidió volver a Lovaina para ejercer de profesor, aunque continuó viajando a EEUU a menudo. En 1931 se vio allí con Einstein, al que había conocido personalmente dos años antes durante un congreso en Bruselas y con el que coincidiría otras dos veces. El sabio germano se instaló en el país norteamericano poco antes de la subida al poder de Hitler debido a que era judío y buena parte del mundo académico alemán desacreditaba su trabajo. De hecho, el mismo año en que se encontraron, 1927, el belga había resuelto las ecuaciones del otro sobre la geometría del universo (aunque se le adelantó tres años el matemático ruso Aleksandr Fridman, pero él no lo sabía), sentando las bases de lo que pronto iba a formular sobre cosmología.
Entretanto, continuaba su carrera sacerdotal y desde 1926 era capellán de una residencia de estudiantes chinos, siendo nombrado canónigo honorario en 1935. Como religioso seguía la idea tomista de la creación, distinta a la de comienzo por ser la primera un concepto filosófico y el segundo un concepto físico. Una forma de conciliación de fe y razón que combinaba su interpretación no literal del Génesis con sus conocimientos científicos, siguiendo la línea de otros aclesiásticos, unos anteriores, como el canónigo de Notre-Dame, el mineralogista René Just Haüy o el agustino genetista Gregor Mendel, y otros coetáneos, caso del jesuita paleontólogo Teilhard de Chardin o el prehistoriador Henri Breuil.
Y es que desentrañar el origen y evolución del universo empezó a convertirse en su gran objetivo, especialmente tras asistir a las clases de su compatriota, el astrofísico Ernest Pasquier (el introductor del meridiano de Greenwich como medida horaria unificadora), que fue quien le inspiró para desentrañar la reseñadas ecuaciones de campo de Einstein en un artículo publicado en 1927 por la revista Annales de la Société Scientifique de Bruxelles y titulado Un Univers homogène de masse constante et de rayon croissant rendant compte de la vitesse radiale des nébuleuses extragalactiques («Un universo homogéneo de masa constante y radio creciente que explica la velocidad radial de las nebulosas extragalácticas»).
En él, Lemaître opinaba que el universo está en expansión porque se había observado un corrimiento al rojo (desplazamiento de la luz hacia ese color al final del espectro electromagnético) en las nebulosas espirales. El texto también establecía la relación constante entre distancia y velocidad, proporcionando una estimación de esa constante. Era lo que hoy se conoce como Métrica FLRW (Métrica de Friedman-Lemaître-Robertson-Walker), en referencia a todos los científicos que le fueron dando forma y perfeccionando con el paso de los años entre 1927 y 1935 (los apellidos, además de a los citados Fridman y Lemaître, corresponden a Howard Percy Robertson y Arthur Geoffrey Walker).
Al salir en una revista corporativa en vez de generalista, el artículo pasó parcialmente desapercibido para el gran público y cuando Eddington lo tradujo al inglés tres años más tarde (para Monthly Notices, la revista de la Royal Astronomical Society de Londres) lo hizo en una versión abreviada, omitiendo los párrafos sobre dicha estimación a petición de su autor, quien sabía que en 1929 Edwin Hubble había mejorado los cálculos. Por eso la comunidad científica bautizó el trabajo como constante o ley de Hubble, aunque posteriormente se haría justicia añadiendo el apellido de Lemaître. Cabe añadir que, en ese momento, ni siquiera Einstein creía en la expansión del universo y le dedicó a su colega belga unas palabras cariñosamente duras: «Sus cálculos son correctos, pero su física es abominable».
Ese mismo año, Lemaître se doctoró por segunda vez con la tesis El campo gravitatorio en una esfera fluida de densidad invariante uniforme según la teoría de la relatividad y pasó a ser profesor universitario de plantilla. A raíz de la publicación de la traducción de Eddington, que iba acompañada de elogiosos comentarios, el belga fue invitado a una reunión de la British Science Association para dar una conferencia sobre la relación entre espiritualidad y universo físico. Allí dio forma por primera vez a algo que ya había planteado en el artículo de 1927: la idea de una expansión universal a partir de lo que llamó un «átomo primigenio» o «huevo cósmico». Algo que armonizaba fe y ciencia porque, si bien a priori aceptar el universo eterno que proponía la segunda parecía chocar con la idea de la Creación, Dios podría haber hecho ésta desde la eternidad.
Luego lo desarrolló más extensamente en dos artículos, uno publicado por Nature en 1931 y otro por Popular Science en 1932, a los que más tarde se sumarían otros, pero lo que proponía era que al principio todo el universo -materia, espacio y tiempo- estaba concentrado en un estado mecánico cuántico extraordinariamente denso, anterior al espacio, que denominó «átomo primigenio». Esa «singularidad», como se conoce hoy, sufrió una gran explosión inicial, expandiendo toda la materia cada vez a mayor velocidad (probablemente debido a la energía oscura; esa aceleración fue confirmada en 1990 por las observaciones de supernovas realizadas con un telescopio espacial de nombre muy oportuno, el Hubble).
Los cálculos de Edwin Hubble sobre el alejamiento de las galaxias entre sí a velocidades proporcionales a su distancia refrendaban la hipótesis -de hecho, ya vimos que Friedman también iba en esa dirección, al igual que otros investigadores previos como Vesto Slipher y Carl Wilhelm Wirtz-, si bien tanto Eddington como Einstein mostraron cierto escepticismo debido a que Lemaître remitía todo el proceso al instante inmediatamente posterior a la Creación, pese a la reticencia del propio autor a mezclar ciencia y fe y a que algunos científicos, como el astrónomo escocés Edmund Whittaker, aceptaron que el término «creación» podía aplicarse si no se tomaba al pie de la letra.
Ese recelo ante una posible injerencia religiosa que se revelaría injustificada -lo que se se conoce como síndrome de Galileo– tardaría en disiparse, pero a largo plazo favoreció la implantación y aceptación del nombre burlesco que el astrofísico inglés Fred Hoyle, partidario de un universo estacionario hasta su fallecimiento en 2001, le dio a esa explosión seminal durante una entrevista en la BBC en 1949: Big Bang. La expresión hizo fortuna y sustituyó a la anterior, que en 1946 había quedado plasmada por su autor en el libro L’Hypothèse de l’Atome Primitif ( «La hipótesis del átomo primitivo»), traducida en 1950 al inglés y el español.
Actualmente, la dicotomía entre universo estable y en expansión ha terminado inclinándose hacia el segundo -con las matizaciones que van aportando los nuevos descubrimientos- porque la teoría de la relatividad no admite soluciones estáticas (o hay expansión o hay contracción), como el mismo Einstein admitió implícitamente al agregar en 1917 la constante cosmológica, una ecuación concebida para dar explicación al estatismo, teniendo finalmente que rendirse hasta los cálculos de Hubble. De hecho, Einstein se había mostrado ilusionado inicialmente con la hipótesis del belga, declarando públicamente: «Esta es la explicación más hermosa y satisfactoria de la creación que jamás haya escuchado».
En realidad, no está claro si esas palabras se referían a dicha hipótesis -ya que aún no la había desarrollado del todo en ese momento- o a un descubrimiento que hizo Lemaître junto al físico mexicano Manuel Sandoval Vallarta, el de que la intensidad de los rayos cósmicos variaba con la latitud debido a que estas partículas cargadas interactúan con el campo magnético terrestre, con lo cual serían restos de la explosión primigenia. Con el tiempo irían surgiendo variantes como la del universo oscilante de Richard Tolman (antes de la expansión debió haber contracción), con quien Lemaître colaboró, aunque la idea sería criticada por Stephen Hawking; o la de Alan Guth y André Linde en los años ochenta, que incorporaba un período de inflación cósmica.
Pero ya en su momento Lemaître obtuvo adhesiones de prestigio, caso de la reseñada de Einstein y la de George Gasmow, que retomó el planteamiento del sacerdote belga recurriendo al término aristotélico ylem (la sustancia fundamental de la cual procedería todo ente material, según el filósofo griego) para nombrar el punto primordial de materia condensada a temperaturas extremadamente elevadas -esto fue una aportación correctamente añadida por él, ya que Lemaître no lo había contemplado- del cual habría surgido el actual universo.
En cualquier caso, el belga continuó engordando su currículum: miembro de la Academia Pontificia de la Ciencia en 1936 (llegaría a ser su presidente en 1960, a pesar de tener roces con los papas Pío XII y Pablo VI) y de la Real Academia de Ciencias y Artes de Bélgica en 1941, candidato a los premios Nobel de Física y Química en 1954 (no lo ganó)…. En esa década de los cincuenta fue aparcando la enseñanza progresivamente para centrarse en la investigación de la formación de nebulosas, por lo que se interesó cada vez más por el lenguaje y programación de computadoras, que usaba para ello. Se jubiló en 1964, no sin tomar parte antes en la fundación de ACAPSUL, un movimiento de profesores y académicos para protestar contra la expulsión de los estudiantes valones y francófonos de la Universidad de Lovaina.
En diciembre de ese año sufrió un infarto que le impidió participar en el Concilio Vaticano II, donde debía estar por formar parte de la Comisión Pontificia sobre Control de Natalidad a petición de Juan XXIII, que también le nombró prelado de honor y monseñor, tal como figura en su lápida sepulcral. Pero no fue el corazón lo que acabó con él en pocos meses sino la leucemia. Ocurrió en 1966, poco después de que su amigo, el astrónomo Odon Godart, le informase del sensacional hallazgo de los fisicos Arno Penzias y Robert Wilson: la radiación de fondo de microondas cósmicas, una forma de radiación electromagnética que llena todo el universo y, aparte de darles el Nobel de Física a sus descubridores, constituía la prueba de que la hipótesis del Big Bang era correcta, por lo que pasaba ya a ser teoría.
Fuentes
Eduardo Riaza, La historia del comienzo. Georges Lemaître, padre del big bang | Carlos Sánchez Parandiet, Breve historia de la física en el siglo XX | Pablo Pérez López (ed.), Personajes de fe que hicieron historia | Rodney D. Holder y Simon Mitton (eds.), Georges Lemaître. Life, science and legacy | Mariano Artigas, Georges Lemaître, el padre del «big bang»(en Aceprensa) | Wikipedia
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