A la muerte de Teodosio I en el año 395 d.C. el Imperio Romano se dividió, repartiéndose sus dos hijos los dominios. El mayor, Arcadio, se quedó con la parte oriental, con capital en Constantinopla; para el menor, Flavio Honorio, fue la occidental, con capital en Roma. Era la partición definitiva y el origen del posterior Imperio Bizantino, que se mantuvo casi un milenio hasta su caída en manos de los otomanos mientras el antiguo imperio occidental apenas pudo resistir poco más de un siglo los embates bárbaros, hasta que en el 476 el hérulo Odoacro depuso al último titular, Rómulo Augústulo.
Ahora bien, esa escisión no surgió de la nada; tenía su origen en el año 293, cuando Diocleciano intentó atajar la perenne crisis política instaurando un insólito sistema de gobierno: lo formaban cuatro emperadores, dos augustos y dos césares, en lo que se conoce como la tetrarquía.
La crisis del siglo III fue un período de aproximadamente cinco décadas en el que el Imperio Romano estuvo sacudido por una serie de problemas que amenazaban su existencia, desde la presión de los bárbaros en las fronteras a la anarquía política causada por la debilidad del poder central, pasando por una progresiva a imparable devaluación de la moneda para solventar la escasez de recaudación tributaria que causó una fuerte inflación y obligó a recaudar en especie.

Todo ello repercutió en un desplome del comercio y el consiguiente éxodo urbano hacia el campo -a pesar de que también retrocedieron la agricultura y la ganadería-, donde las villas vivían en régimen autárquico, lo que a la larga sería el germen de la servidumbre y el feudalismo.
Este negro panorama empezó en el año 235 con la muerte del emperador Alejandro Severo y no se consiguió reencauzar hasta la subida al trono de Diocleciano en el 284. Como venía siendo costumbre, fue el ejército quien proclamó a éste; tras deshacerse de su rival Carino, designó a su amigo Maximiano como mano derecha, otorgándole la dignidad de césar, si bien no tardó en elevarlo a augusto para poder hacer frente a las dificultades militares que presentaban los bagaudas -más que bandidos, pues llegaron a acuñar su propia moneda- y los piratas mediterráneos.

Se trataba, pues, de una diarquía, el reparto del poder entre dos (en el que el primero se identificaba con Júpiter y el segundo con Hércules), algo que no era nuevo, ya que así había funcionado, por ejemplo, la monarquía espartana y en la propia Roma lo había introducido Marco Aurelio el siglo anterior, nombrando césar a Lucio Vero (en el 268 el Senado mismo probó una diarquía senatorial, aunque apenas duraron tres meses).
El sistema se reveló insuficiente porque, si bien se pudieron frenar -aunque fuera temporalmente- los peligros antes citados, surgieron otros en las fronteras, a los que se sumó un intento de usurpación en Britania y el norte de la Galia protagonizado por Carausio, el militar que paradójicamente había pacificado la región del Canal del Mancha.
Hacía falta incrementar el número de cabezas en la dirección imperial y, en el 293, Diocleciano ascendió a Maximiano a coaugusto, entregándole el control de las provincias occidentales mientras él se reservaba el de las orientales. En su lugar, incorporó otros dos césares, Galerio Maximiano y Constancio Cloro, supeditados a ellos respectivamente. De esta manera, la diarquía pasó a ser una tetrarquía.

Tampoco ésta constituía una novedad, por poco frecuente que fuese: en Judea gobernó una tras el fallecimiento de Herodes el Grande y las hubo también entre los tesalios, los gálatas y los celtas cantiaci del sudeste de Britania. El caso es que con ese sistema se podía tener a una autoridad imperial directa en cada zona importante del imperio, cada una con su capital: Diocleciano gobernaba el noreste de Asia Menor, Oriente y Egipto desde Nicomedia (la actual Izmit turca); Maximiano hacía otro tanto con Italia, Hispania y África desde Mediolanum (hoy Milán); Constancio se ocupaba del Rin y la Galia desde Augusta Treverorum (la alemana Tréveris); y Galerio administraba Grecia y la región de los Balcanes-Danubio desde Sirmio (la serbia Sremska Mitrovica).
Maximiano y Constancio contaban, además, con dos importantes puertos: Aquileia en el Adriático, y Eboracum en Britania (donde Constancio tenía la misión extra de poner fin a la usurpación de Carausio). En realidad, las jurisdicciones de cada uno no estaban delimitadas con precisión y todos quedaban supeditados a la autoridad suprema (Auctoritas Senioris Augusti) de Diocleciano. No obstante, se procuraba mantener la unidad, al menos en apariencia, siguiendo el concepto de patrimonium indivisum, de ahí que Roma siguiera siendo el nexo común de referencia y no dependiera de ningún tetrarca concreto sino que constituía una prefectura pretoriana propia.
Por eso en las monedas y la iconografía los tetrarcas aparecen retratados iguales y únicamente las inscripciones adjuntas permiten distinguirlos. El caso más evidente, ejemplo perfecto, sería el famoso grupo escultórico que hoy decora una esquina exterior de la Basílica de San Marcos, en Venecia. Labrados sobre pórfido rojo, se retrata a los dos augustos abrazados con sus césares, pero sin que sea posible saber quién es quién ni diferenciar un cargo de otro, ni por sus facciones ni por su vestimenta.

Los tetrarcas centraban su atención básicamente en atender la defensa, por lo que solían estar de campaña y confiaban los asuntos administrativos a una inmensa jerarquía burocrática, que llegó a sumar treinta o treinta y cinco mil hombres, en parte por la tendencia a dividir las provincias en regiones más pequeñas para controlarlas mejor y optimizar la recaudación de impuestos. Esa clase funcionarial estaba encabezada por un prefecto pretoriano que gobernaba sobre cinco diócesis (conjunto de provincias), cada una al frente de un vicarius, contando éste con una plantilla de subalternos para atender cada sección (princeps, cornicularius, numerarii, etc), según reseña Notitia dignitatum (un documento del siglo V d.C. que detalla la organización de la administración romana).
Por supuesto, que los emperadores se pusieran personalmente al mando de sus legiones era un riesgo de muerte para ellos y de desestabilización para el estado (ya fuera por vacío de poder en caso de caer en la batalla, ya por golpe de estado del general designado para cubrirle mientras estuviera fuera). Pese a todo, la fórmula dio buen resultado porque no quedaba ninguna región desatendida y además los cuatro tetrarcas podían auxiliarse mutuamente a la vez que mantenían sus propias campañas, de ahí que se impusieran a todos los enemigos a los que tuvieron que enfrentarse, desde los persas a los galos, pasando por los intentos de usurpación de Alecto (sucesor de Carausio) en Britania y de Domiciano (y luego Aquileo) en Egipto.
Ahora bien, para procurar optimizarla se estableció un mandato máximo de veinte años, transcurridos los cuales los augustos cederían el poder a sus césares, que pasarían a ser augustos y, consecuentemente, designarían nuevos césares. Así ocurrió en el 305, cuando Diocleciano y Maximiano abdicaron, recogiendo el testigo Galerio y Constancio Cloro; el primero, que tomó por esposa a la hija de Diocleciano, nombró ayudante a Maximino Daya y el segundo, casado con la de Maximiano, a Valerio Severo, constituyendo así la segunda tetrarquía. Parecía que, en efecto, aquel régimen funcionaba; es lo que se podría deducir del hecho de que Diocleciano permaneciera dos décadas a su frente, cosa poco común desde los Antoninos (al fin y al cabo, resultaba persuasorio intentar levantarse con éxito contra cuatro emperadores simultáneos).

Pero se trató sólo de un espejismo o de una verdad a medias. Está claro que la estabilidad no dependía tanto de la institución como del carisma y la visión de Diocleciano, que era quien firmaba los decretos que afectaban a todo el imperio -implantó el dominatus, un absolutismo que puso fin a lo quedaba del imperio concebido por augusto- y que, curiosamente, a la postre sería el único emperador que dejó el poder de forma voluntaria y pacífica para dedicarse a cultivar su huerto de Dalmacia. Como dice Kovaliov, la tetrarquía encerraba muchos elementos artificiales y cuando faltaron los augustos todo se vino abajo; vamos a verlo.
Cloro falleció pronto, al año siguiente, combatiendo a los pictos, por lo que su césar, Severo, le sucedió como augusto. Pero había descontento. Muchos consideraron que Daya y Severo habían sido nombrados por influencia de Galerio con el objetivo soterrado de incrementar su poder personal, cuando lo preferible para asegurar esa estabilidad era haber elegido a los hijos de los fallecidos, que tenían el apoyo de sus respectivos ejércitos. Y, efectivamente, las legiones de Cloro prefirieron aclamar a su hijo Constantino, reabriendo las puertas al caos anterior. Galerio negoció con él aceptarle como césar.
Inmediatamente Majencio, el hijo de Maximiano, también se rebeló contra Severo y, tras derrotarlo en batalla, lo hizo prisionero para terminar ejecutándolo en el 307. Galerio marchó contra él, pero no pudo vencerlo y se vio obligado a retirarse. Majencio y Constantino se aliaron y hasta emparentaron al casarse el segundo con la hija del primero. Los dos se autoproclamaron augustos, por lo que ahora había cuatro; el intento de Maximiano de convencer a Majencio de que desistiera no dio resultado porque las legiones apoyaron a su hijo y tuvo que refugiarse con Constantino. Únicamente Daya se mantenía fiel a su cargo de césar.

Para buscar una solución, en noviembre del 308 Galerio convocó una conferencia imperial en la fortaleza de Carnunto (Panonia, actual Austria), donde se acordó descartar la candidatura de Maximiano (que aspiraba a retomar el poder) y que los augustos serían Galerio (en Oriente) y Licinio (en Occidente), con Constantino y Daya como césares respectivos. Majencio no sólo se quedaba fuera también sino que fue declarado usurpador, todo un problema porque en la práctica controlaba la península Itálica y África.
No obstante, nadie quedó contento. Constantino no aceptó de buen grado que Licinio terminase por encima de él, como tampoco lo hizo Daya, a quien ni siquiera se dio exactamente el título de césar sino uno alternativo, filius augusti («hijo del augusto»). Asimismo, Maximiano no se resignó a la misión encomendada de combatir a Majencio y, cuando llegó la nueva de que Constantino había caído en el Rin contra los francos, se presentó como sucesor suyo. Ahora bien, la noticia era falsa y al enterarse las legiones permanecieron fieles a Constantino, obligando a Maximiano a huir otra vez. Pero fue alcanzado y forzado a quitarse la vida en el 310.
Al año siguiente, un Galerio enfermo y debilitado declaró el final de la persecución contra los cristianos legalizando su religión y murió al poco. Con su óbito se dinamitaba del todo la impostada estabilidad política. Constantino estaba enfrascado en guerras en la Galia y Britania, pero Daya arrebató Anatolia a Licinio, mientras Majencio perdía temporalmente el control de África por la insurrección de un vicario llamado Domicio Alejandro y tenía que favorecer la elección del obispo de Roma (el papa Melquiades) para obtener el apoyo de los cristianos y asegurar su posición en Italia.
Una posición que, sin embargo, empezó a desmoronarse por su creciente impopularidad, al decretar altos impuestos. Temiendo perder su ventaja, emprendió una campaña contra Constantino en el 311 con la excusa de vengar la muerte de su padre, Maximiano. Constantino pactó entonces una alianza con Licinio (al que entregó en matrimonio a su hermana Constancia)… lo que fue considerado una afrenta por Maximino, que era el augusto y, como respuesta, se coaligó con Majencio. El clima era de guerra civil a gran escala.

Estalló en el verano del 312 y fue favorable a Constantino, que obtuvo la victoria decisiva en la batalla del Puente Milvio -según la tradición con apoyo divino- ante un ejército dirigido personalmente por Majencio. Éste pereció durante el caos del sálvese quien pueda, quedando así eliminado uno de los elementos que perturbaban la tetrarquía. El otro se dirimió también en el terreno bélico, en este caso entre Daya, que al morir Galerio ya no se conformó con ser césar y se proclamó augusto, y Licinio, que ahora era yerno de Constantino y, por tanto, contaba con su alianza.
Los dos bandos se enfrentaron en sucesivos choques favorables a Daya hasta que éste sufrió un desastre en Tzirallum, en el 313. Tuvo que huir disfrazado de esclavo pero fue implacablemente perseguido y murió junto a su familia ese verano. Constantino y Licinio, los triunfadores, se dispusieron a revivir la tetrarquía como augustos nombrando césares. Y eso desencadenó otro enfrentamiento, ya que el primero designó a Basiano, un senador que estaba casado con su hermanastra, lo que inclinaba la balanza del poder a su favor; algo que Licinio no estaba dispuesto a tolerar.
Así que, una vez más, las cosas se dirimieron espada en mano a partir del 314. La guerra no tuvo resultados concluyentes, pero se inclinó ligeramente del lado constantiniano, de manera que en el 317 firmaron una tregua por la que Licinio reconocía una preminencia de su compañero, quien, consecuentemente, exigió la destitución del coemperador que entretanto había nombrado el otro, Valerio Valente. La tetrarquía vivió entonces un momento extraño al convertirse en pentarquía, ya que Constantino aprovechó para designar césares a sus hijos Criuspo y Constantino II, mientras Licinio escogía a su vástago, Licinio II.
Probablemente todos tenían claro que era cuestión de tiempo volver a enfrentarse y eso ocurrió entre el 320 y el 321, cuando Licinio reemprendió la persecución de cristianos en sus territorios, lo que su compañero utilizó como casus belli. La guerra no estalló abiertamente hasta tres años más tarde y, tras unos inicios adversos, terminó con victoria constantiniana. El derrotado y su coemperador, Martiniano, fueron desterrados y finalmente ajusticiados, al igual que Licinio II. Constantino reunificó así el imperio quedando como único augusto; era el final de la tetrarquía, un sistema que, en palabras de Adrian Goldworthy, resultó efectivo debido a la fuerza y solidaridad de sus miembros, pero al final fracasó en su prueba de fuego, la sucesión.
Fuentes
Adrian Goldsworthy, La caída del Imperio Romano | Sergei Ivanovich Kovaliov, Historia de Roma | José Manuel Roldán Hervás, Historia de Roma | Franz Georg Maier, Las transformaciones en el mundo mediterráneo. Siglos III-VIII | Francisco Javier Lomas Salmonte y Pedro López Barja de Quiroga, Historia de Roma | André Aymard y Jeannine Auboyer, Historia general de las civilizaciones. Roma y su imperio | Wikipedia
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