Si algún lector tiene pensado viajar al estado brasileño de Pará, seguramente visitará las ciudades más importantes, Belém -que es su capital- y Santarém. Pero una sugerencia interesante puede ser acercarse a Aveiro, uno de cuyos distritos recibe el curioso nombre de Fordlandia porque en 1928 se construyó allí un asentamiento industrial impulsado por Henry Ford para explotar el caucho amazónico. Lo que debía ser una factoría modelo apenas duró seis años; fracasó por una serie de factores que veremos a continuación y terminó abandonada.
En su novela distópica Un mundo feliz (Brave new world), el escritor y filósofo Aldous Huxley describe una sociedad futura en la que se han erradicado la pobreza y las guerras, y donde sus habitantes viven sin preocupaciones de ningún tipo gracias a la casta sociolaboral que ocupan en un estricto e inmutable sistema, predeterminados por selección genética, educados mediante hipnopedia y mantenidos a través de un condicionamiento con una droga llamada Soma que proporciona bienestar mental y físico.
Lo que nos interesa aquí son las referencias constantes al apellido Ford; se usa en interjecciones como sinónimo de Dios («¡Oh, my Ford!») y para designar una dignidad («Su Fordería»), usándose un calendario que se inicia con el año 1908 por ser aquel en que se fabricó el primer automóvil Ford T (en la adaptación televisiva de 1980 incluso se hacía con la mano, a manera de saludo, un signo con la forma de esa letra), de ahí que se califiquen las eras como A. F. (antes de Ford) y d.F. (después de Ford).

La explicación a todo eso hay que buscarla en un suceso coetáneo al autor, que sirvió para inspirarle el libro que escribió y publicó en apenas cinco meses de 1932. Fue la fundación de la mencionada Fordlandia, una idea del magnate del petróleo Henry Ford para sortear el monopolio del comercio de caucho. Estaba éste en manos británicas y holandesas porque lo transportaban desde sus plantaciones coloniales del sudeste asiático, especialmente de Malasia, Birmania y Ceilán, de ahí que el precio al llegar a Estados Unidos resultara bastante elevado.
Ford había creado en 1903 la Ford Motor Company, una compañía fabricante de vehículos con sede en Detroit cuyo primer modelo, el reseñado Ford T, coloquialmente conocido como Tin Lizzie o Flivver, hizo historia por dos motivos relacionados entre sí: en primer lugar, fue pionero en la producción en cadena, lo que abarató notablemente los costes de producción; en segundo, eso repercutió en su precio final, de modo que el coche constituyó un éxito de ventas al poder acceder a él la clase media. «Un coche para el pueblo, un automóvil universal» lo había definido el propio magnate.
Ahora bien, la importación de caucho para los neumáticos y otras piezas (mangueras, válvulas, juntas…) resultaba cara, lo que empañaba un poco la cosa porque todo lo demás lo elaboraba la propia compañía, así que Ford decidió producir también esa materia prima él mismo. Primero consideró la posibilidad de hacerlo en Centroamérica, donde ya operaban otras empresas estadounidenses en condiciones más que ventajosas, casi omnipotentes, con la aquiescencia de los dictadores locales; era, el caso de la poderosa United Fruit Company, que hasta intervenía en los gobiernos.

Sin embargo, en 1879 se había desatado en Sudamérica la llamada Fiebre del Caucho, durante la que países como Brasil, Perú, Colombia, Bolivia, Ecuador y Venezuela se convirtieron en productores de ese polímero natural. Los seis tenían en común que parte de su territorio estaba en la región amazónica, lugar del que es originaria la especie vegetal Hevea brasiliensis, de cuya savia o látex se obtiene el caucho (y por eso se la conoce comúnmente como árbol del caucho) haciendo unos cortes en el tronco y dejando que gotee en un cubo. Seis años antes, un botánico inglés llamado Henry Alexander Whickman había sacado ilegalmente de Brasil unas semillas para plantarlas en Asia.
El subcontinente americano meridional hirvió durante tres décadas, impulsando la economía de ciudades como la peruana Iquitos, o las brasileñas Belém y Manaos. También tuvo su lado negativo en forma de condiciones laborales penosas e incluso un conflicto bélico, la Guerra del Acre entre 1899 y 1903 por la posesión de la región homónima, rica en árboles del caucho (de ahí que también sea conocida como Guerra del Caucho). El éxito británico en sus plantaciones asiáticas parecía haber puesto fin a la fiebre en 1912… hasta que Ford decidió elegir la Amazonía para su proyecto.
Jorge Dumont Villares, representante del gobernador de Pará, Dionisio Bentes, se reunió personalmente con Ford en EEUU y el 30 de septiembre de 1927 se celebró la asamblea legislativa que aprobaba la firma de un convenio entre ambas partes, por el que se cedían unos diez mil cien kilómetros cuadrados de un área denominada Boa Vista. El contrato incluía una exención de impuestos sobre las exportaciones que la compañía hiciera desde allí de caucho, semillas, pieles, cuero, aceite, madera y, en general, cualquier producto natural, A cambio, los contratantes pagarían en un plazo de doce años un nueve por ciento de los beneficios, de los cuales el siete sería para el estado brasileño y el dos restante para los municipios locales.
Antes, en 1926, se había fundado una empresa para trabajar in situ, la Companhia Ford Industrial do Brasil, cuyo primer paso debía ser la construcción de una ciudad obrera para albergar a los trabajadores: Fordlandia. No resultó tarea fácil, puesto que la zona estaba en medio de la selva, sin carreteras de acceso, lo que complicaba la parte logística. La única forma de llegar era por vía fluvial, remontando el río Tapajós, el principal afluente del Amazonas en su margen derecha; fue el caso de la barcaza Lake LaFarge, que al año siguiente hizo el viaje desde EEUU remolcada por el vapor Lake Ormoc, transportando todo lo necesario para equipar la ciudad.

Por el área residencial se distribuían viviendas, tiendas, panadería, sastrería, hospital, escuela, hotel, biblioteca, piscina, parque infantil y hasta un campo de golf de nueve hoyos, aunque éste era exclusivo para los gerentes estadounidenses y el personal médico, todos los cuales residían en una zona noble central: American Village, bautizada así porque sus residencias -media docena- eran típicamente norteamericanas, de madera, dotadas de porche, jardín y piscina particular. Los trescientos cuarenta trabajadores, que residían en la periférica Villa Brasileira, procedían de las localidades del entorno, contratados a través de oficinas ad hoc abiertas en Belém y Manaos, prometiéndoseles buenos salarios quincenales (el doble de lo habitual). Pero nada salió bien.
En primer lugar, la tierra no era adecuada: infértil, orográficamente irregular y pedregosa, lo que provocaba que el agua se estancase y se llenara todo de mosquitos; no tardó en extenderse la malaria. Por otra parte, los gerentes carecían de conocimientos sobre agricultura tropical -hubo cuatro relevos en dos años- y cometieron un grave error: plantaron los árboles caucheros demasiado juntos para optimizar ganancias, cuando en la naturaleza crecen separados como mecanismo de protección ante plagas, a veces cobijados bajo especies de mayor tamaño. Consecuentemente, las plantaciones fueron presa fácil de Microcyclus ulei, un hongo causante de una enfermedad específica de Hevea brasiliensis aparte de otras de tipo también fúngico como el tizón y de plagas como las de hormigas sauva, chinches de encaje, arañas rojas y orugas de las hojas.
Tampoco el personal estaba contento. Todos tenían la obligación de llevar tarjetas de identificación, calzar zapatos para protegerse de los parásitos (lo tradicional eran sandalias) y estar sometidos a un régimen laboral desacostumbrado por esos lares, trabajando largas jornadas bajo el inclemente sol. Dado que el látex (recordemos, la savia arbórea de la que se obtiene el caucho) tiende a repartirse por el tronco a medida que pasa el día y sube la temperatura, se hacía más difícil recogerlo que cuando está más frío y se concentra en la parte baja del árbol, por lo que la jornada comenzaba mucho antes de la aurora y no finalizaba hasta el mediodía, cuando lo normal entre los seringueiros locales era trabajar antes del amanecer pero parar luego para no reanudar la rutina hasta el atardecer.

Asimismo, se establecieron unas normas de comportamiento inflexibles y poco realistas, negándose Ford a poner una iglesia católica -la religión mayoritaria- a la vez que se prohibían el alcohol, el tabaco y el fútbol. De hecho, eran cosas proscritas incluso dentro de las casas, algo que se encargaban de comprobar periódicamente unos inspectores. Como tampoco se admitían mujeres, la plantilla se trasladaba para su asueto a unas embarcaciones fluviales, fondeadas fuera de los límites de la ciudad, que proporcionaban todo lo que se negaba en ésta y los trabajadores lo introducían a escondidas. Así terminó naciendo, a unos ocho kilómetros, Isla de la Inocencia, un improvisado asentamiento clandestino.
Porque aunque había un comedor, el menú que se servía a los trabajadores era el típico de EEUU, a base de hamburguesas y conservas, de las que no tardaron en cansarse por la falta de alternativas. De hecho, ése fue el motivo del Breaking Pans, un motín ocurrido en 1930, cuando cortaron los cables de telégrafo y expulsaron a la selva tanto al cocinero como a los administradores durante unos días. Ello obligó a intervenir al ejército para restablecer la calma; costó porque la compañía trató de traer personal nuevo de Barbados pagando más, pero al final hubo acuerdo y para lo sucesivo se pactó un nuevo tipo de comida, más variada y adaptada a los gustos autóctonos.

Ahora bien, en 1934 Ford se hartó de aquella retahíla de problemas y decidió trasladarlo todo a un nuevo sitio, Belterra, situado a cuarenta kilómetros de Santarém. Tenía la ventaja de ser más llano, lo que facilitaba el uso de maquinaria, además de poseer un fértil terreno arcilloso conocido como terra preta. Aprendiendo de los errores, se construyó un templo católico, se introdujeron otras especies autóctonas junto a Hevea brasiliensis y se plantaron los árboles a la debida distancia, lo que evitó enfermedades, aunque el lado negativo era la necesidad de mucha más mano de obra y espacio -unos cincuenta kilómetros cuadrados-, incrementándose los costes y poniendo en riesgo su rentabilidad. Fordlandia nunca tuvo cosecha de látex, Belterra sí, pero de setecientas cincuenta toneladas, muchas menos de las treinta y ocho mil necesarias para surtir a las fábricas de neumáticos.
De todos modos, las mejores condiciones de Belterra para el caucho se disolvieron enseguida porque al acabar la Segunda Guerra Mundial los avances tecnológicos hicieron posible fabricar caucho sintético a partir de petróleo y dejó de haber demanda por el natural. Aquello significaba un golpe para Belterra y la Companhia Ford Industrial do Brasil, la puntilla definitiva a una aventura característica de un self-made man como Ford, que pese a ser octogenario seguía al frente de sus negocios. En 1945 se retiró por fin, entregando el mando a su nieto, Henry Ford II.
Para entonces, las pérdidas superaban los veinte millones de dólares, lo que se sumaba a los diez millones mensuales que perdía la Ford Motor Company (hasta el punto de que el presidente Roosevelt planeó intervenir la empresa). Su sucesor tomó la drástica pero inevitable decisión de vender las dos ciudades caucheras fundadas por su abuelo, quien ya estaba gravemente enfermo; fallecería dos años más tarde sin haberlas visitado nunca, temeroso de contraer alguna enfermedad tropical. Las compró el gobierno brasileño, que se había mantenido siempre un tanto al margen, recelando de la presencia de extranjeros en la Amazonía.

Pagó doscientos cincuenta mil dólares a la Companhia Ford Industrial do Brasil, además de asumir los salarios pendientes de la plantilla, por quedarse con las tierras, los inmuebles -que habían crecido esos años- y, en suma, prácticamente todo: aparte de más de cinco millones de árboles plantados, había dos mil viviendas, seis escuelas, dos hospitales, dos puertos fluviales, plantas de energía, plantas de procesamiento de látex, edificios administrativos, una estación de radio y teléfono, setenta kilómetros de caminos, instalaciones de tratamiento y distribución de agua, laboratorios de investigación, etc.
Varios trabajadores eligieron quedarse, ya que allí tenían casa e infraestructuras, lo que atrajo a otros vecinos. No vivieron del caucho, evidentemente; siguieron extrayendo látex pero a escala familiar, siendo sus principales fuentes de subsistencia la agricultura y la pesca. Sin embargo, no alcanzaban el centenar de individuos porque las ciudades carecían de servicios y la asistencia sanitaria requería largos trayectos de navegación por el río, así que las dos urbes caucheras quedaron reducidas a una condición de semifantasmas.

Las instalaciones de Fordlandia y Belterra quedaron desprovistas de sus equipamientos y maquinaria, No obstante, los edificios siguieron -siguen- en pie, con la emblemática torre de agua como icono; se alza, recordando los paisajes del interior estadounidense, junto a la oficina central.
Únicamente hubo que lamentar la quema de una casa de la American Village y el desmantelamiento del hospital en el año 2000, que aún guardaba equipo radiactivo y eso provocó cierta psicosis al recordar un caso similar acaecido en Goiania en 1987. Hoy todo forma parte del patrimonio histórico nacional.
En los años setenta se abrió una carretera que unía Cuiabá con Santarém, lo que supuso un acicate para que mucha gente se mudara allí. Además, bajo asesoramiento del EMBRAPA (Empresa Brasileira de Pesquisa Agropecuária, una institución federal pública para fomentar la agricultura, la ganadería y la ciencia, creada en 1973), se empezó a sembrar soja, lo que hizo aumentar el censo a tres millares de personas en Fordlandia y unas dieciséis mil en Belterra.
Fuentes
Greg Grandin, Fordlandia. The rise and fall of Henry Ford’s forgotten jungle city | Mary A. Dempsey, Fordlandia (en Michigan History Magazine) | Aldous Huxley, Un mundo feliz | Wikipedia
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