Ya hablamos en otro artículo del Gemitus britannorum, el Gemido de los britanos, una dramática petición de ayuda que hicieron a Roma los gobernantes al sur del Muro de Adriano a mediados del siglo V d.C. para afrontar las razias de pictos, escotos, sajones y francos. Según el clérigo Gildas, autor de De excidio et conquestu Britanniae (Sobre la ruina y conquista de Britania), el destinatario del mensaje era Flavio Aecio, un personaje que se había convertido en el general más poderoso de su tiempo, responsable de haber frenado a los visigodos de Teodorico, a los burgundios de Gundacar y a los hunos de Atila, entre otros pueblos bárbaros que amenazaban la integridad del imperio, lo que le hizo ganarse el apodo de Último romano.
Ultimus Romanorum era un término que, más allá de su interpretación literal, se empleaba en la antigua Roma para designar a aquellos hombres que encarnaban los valores clásicos y la virtus en momentos extremos y que, en ese sentido, dejaban un vacío tras de sí -al menos hasta el surgimiento de otro-. Entre quienes se hicieron acreedores a tal gracia figuran Julio César -el primero del que hay constancia documental, irónicamente en palabras de su desleal ahijado, Bruto-, Cayo Casio Longino (uno de sus asesinos), Valentiniano I (el último emperador de Occidente), Flavio Belisario (general del Imperio Romano de Oriente) y Flavio Estilicón (un general de origen vándalo).
El de Estilicón es un caso especialmente interesante porque guarda cierto paralelismo con el de Aecio. Ambos eran hijos de madres romanas casadas con militares de ascendencia bárbara romanizada, ambos llegaron a ser magister militum (el más alto cargo del ejército bajoimperial), ambos tuvieron que defender el limes -con éxito- y ambos se convirtieron en los hombres fuertes de su época, dependiendo de ellos los emperadores. Asimismo, sus respectivas muertes, asesinado uno y ejecutado otro, supusieron la descomposición del imperio, quedando a merced de aquellos bárbaros a los que habían contenido.
Flavio Aecio nació a finales del siglo IV d.C. en Durostorum, actual ciudad búlgara de Silistra, que entonces formaba parte de la provincia romana de Escitia Menor. Era hijo de Flavio Gaudencio, un general de familia goda o escita que se había casado con una dama romana de alcurnia, de la que no hay certeza de su nombre aunque es posible que fuera Aurelia. De niño, Aecio se formó en la corte con los Protectores Domestici, una unidad militar de élite que ejercía de guardia personal del emperador, aunque sus integrantes también podían ocuparse de asuntos administrativos.
Su linaje, unido al puesto imperial y a que el padre era magister equitum per Gallias (jefe de la caballería en la Galia) entre los años 400 y 407, resultaron factores determinantes para que el joven Aecio, que ya había sido nombrado tribunus praetorianus partis militaris, fuera enviado como rehén de los godos en el 405. El intercambio de rehenes era algo habitual cuando se firmaba una alianza o un tratado para garantizar su cumplimiento y, en efecto, Gaudencio había logrado un acuerdo entre el rey visigodo Alarico I y el emperador Honorio para colaborar en la defensa de las fronteras ente la presión de otros pueblos. Lo que no sabía Aecio era que iba a pasar allí tres años y después sumaría unos cuantos más con los hunos, durante la parte final del reinado de Uldin y buena parte del de su sucesor, Charaton.
Probablemente tampoco imaginaba entonces lo útil que le iba a resultar en el futuro aquella etapa, ya que se familiarizó con las costumbres hunas y, sobre todo, aprendió sus tácticas bélicas. Así llegó el 423, fecha en la que murió Honorio y se precipitaron los acontecimientos habituales en esos casos respecto a la sucesión del trono. El patricio más influyente del momento, Flavio Castino, se las arregló para que el elegido fuera un alto militar llamado Juan. Sin embargo, el emperador de Oriente, Teodosio II, se negó a reconocerlo por no pertenecer a la dinastía real y trató de imponer por la fuerza a su primo, Valentiniano III, que además de ser sobrino del fallecido Honorio era hijo de Constancio III (quien compartió el imperium con el anterior durante siete meses hasta su repentino óbito).
Para ello envió a Italia un ejército al mando de su magister militum, Ardaburio, de origen alano, al que acompañó su hijo Aspar. Juan se atrincheró en Rávena, capital por entonces, y entre sus defensores figuraba Aecio como curopalate (cura palatii, un cargo que cambió con el tiempo y que por entonces tenía como misión la protección del palacio). Dada su experiencia, fue enviado a solicitar ayuda a los hunos, pero cuando regresó con éstos en el 425 Juan ya había sido derrotado (la guarnición le traicionó y acabó torturado, humillado públicamente y decapitado) y sustituido por Valentiniano III.
La madre de éste (viuda de Constancio III), Gala Placidia, pactó con Aecio el despido de los hunos a cambio de su nombramiento como magister equitum per Gallias, el puesto que había ocupado su padre (que había muerto asesinado durante un motín). Como tal, en el 426 tuvo que frenar manu militari el intento expansionista de los visigodos hacia la Narbonense (y lo volvería a hacer cuatro años más tarde), para después recuperar el territorio perdido en el Rin ante los salios (un subgrupo de los francos) del rey Clodio. En el 430 Aecio ya estaba consagrado como un capacitado mando que se atrevió a dar un paso decisivo: mandar matar a su superior, el magister militum Flavio Félix, acusándolo de conspirar contra él.
Por supuesto, eso supuso que se quedaba con su cargo, multiplicando su creciente poder. No obstante, de momento continuó defendiendo el limes ante los ataques burgundios, suevos y francos. Dos años duró ese período, al término del cual, en el 432, accedió al consulado ante la posibilidad de que se le adelantase otro general en alza, Bonifacio, que había sido gobernador en la diócesis de África -lo que le otorgaba control sobre el suministro de trigo a Roma- y al apoyar a Valentiniano III desde el principio contaba con el favor de Gala Placidia. De hecho, ésta, presionada por Bonifacio, destituyó a Aecio y abocó a todos a un nuevo enfrentamiento en el campo de batalla.
El choque se produjo en Rímini y terminó con derrota de Aecio, que tuvo que buscar refugio en Panonia, en la corte del rey huno Rua. Ahora bien, Bonifacio había resultado fatalmente herido en combate y falleció unos meses después, lo que allanó de nuevo el camino a Aecio para hacerse con el poder en la práctica, ayudado por sus aliados bárbaros. Expulsó a Sebastiano, el yerno del fallecido que le había sucedido como magister militum, y obligó de facto a Gala Placidia a aceptar aquellos hechos consumados. Era el año 433 y así empezaba una década y media de apogeo personal e imperial; como explica Goldsworthy, «si no era él quien se ocupaba de un problema, era poco probable que llegara a ser solucionado por otro».
Fue entonces cuando se sucedieron las victorias ante los bárbaros a veces ayudado por los hunos en calidad de foederati, como contra los burgundios, que fueron masacrados y ello dio origen, probablemente, a la epopeya de los nibelungos que luego glosaría Wagner. A continuación fueron cayendo, uno tras otro, los ejércitos de los rebeldes bagaudas, los suevos y los insistentes visigodos. Estos últimos le pusieron en apuros al vencer y matar a Litorio, el magister militum per Gallias, obligando a Aecio a intervenir personalmente, ganarles en Mons Colubrarius y firmar con ellos un tratado de paz en el 438 que le hizo ganarse dos cosas: una estatua en Roma y un panegírico escrito por el poeta y militar hispanorromano Merobaudes. «No obstante -insiste Goldsworthy- la alta frecuencia de operaciones revela que sus éxitos tenían un alcance limitado y casi nunca eran decisivos».
Un año antes había renovado su consulado y asistido a la boda del emperador con Licinia Eudoxia, la hija de Teodosio II. El único lunar en medio de aquella apoteosis fue la controversia que originó su decisión de permitir el asentamiento de los alanos en la Galia, en el entorno del Ródano, y de los vándalos en el norte de África. Eso sí, la tranquilidad no solía durar mucho y los recalcitrantes bagaudas se sublevaron tanto en Armórica como en la Tarraconense, siendo reprimidos, como antes decíamos, con la ayuda de aliados; en este caso, de los alanos y vándalos respectivamente, aunque en Hispania los suevos apoyaron las revueltas. Por otra parte, la muerte de Clodio en el 449 supuso el fin de las hostilidades con los francos y su hijo Meroveo fue adoptado por el propio Aecio, ya todopoderoso tras morir Gala Placidia en el 450.
Estaba por llegar el episodio más conocido de la vida del personaje. Como vimos antes, los hunos se habían establecido en Panonia (una región llana al norte del Danubio) y mantenían una buena relación con Roma. Pero el nuevo rey, Atila, aspiraba a asentarse en la Galia y hacia allí se puso en marcha, al frente de una coalición con otros pueblos bárbaros vasallos (ostrogodos, hérulos, lombardos, esciros, ávaros, francos, escitas, turingios y gépidos). Aecio respondió a esa alianza con otra no menor; merced a la labor diplomática del senador galorromano Avito, un antiguo magister militum per Gallias retirado (que terminaría siendo emperador), logró reunir bajo su liderazgo, para enfrentarse al invasor, a visigodos, alanos, salios, sajones, sármatas, burgundios, galos de Armórica y romanos.
Ambos bandos se enfrentaron en el 451 en los Campos Cataláunicos (un sitio indeterminado de la actual Châlons-en-Champagne) y, aunque había ligera superioridad de los de Atila, sus adversarios se atrincheraron ordenadamente en una elevación orográfica y resistieron las embestidas sin ceder ni cuando murió el rey visigodo, Teodorico, ya que su hijo Turismundo le sucedió allí mismo, en plena batalla y ordenó un contraataque que descompuso el flanco derecho enemigo. Atila y sus aliados huyeron a Germania; Aecio no los persiguió, quizá porque Turismundo no cumplió el compromiso de su difunto progenitor y se retiró con sus fuerzas, quizá porque el general romano consideró que destruir totalmente a los hunos dejaba a los visigodos en una posición peligrosamente fuerte.
De hecho, Aecio animó a Turismundo a irse a Tolosa para asegurar su trono, aunque su idea seguramente era la contraria: que se viera inmerso en la habitual espiral de conspiraciones sucesorias. Pero al año siguiente se reprodujo la amenaza empeorada: Atila reorganizó su ejército y retornó, sólo que esta vez ya no tenía la Galia como objetivo sino la propia Roma. El casus belli fue la exigencia de contraer matrimonio con Justa Grata Honoria, la hermana mayor de Valentiniano III, quien al enterarse de que el emperador planeaba casarla con un senador romano, escribió una carta al rey de los hunos ofreciéndose como esposa.
Atila, que había aceptado a cambio de recibir como dote la mitad del imperio occidental, se presentaba ahora exigiendo el cumplimiento del compromiso. Obviamente, Valentiniano no estaba dispuesto a transigir y negó que Honoria, a la que había desterrado, tuviera legitimidad para haber hecho aquella promesa. Pero para el huno constituía la excusa perfecta y, sin que nadie fuera capaz de detenerle, cruzó los Alpes, arrasó la península itálica y se plantó ante las murallas de Roma, donde se había atrincherado el emperador tras huir de Rávena. Aecio, con fuerzas insuficientes, no pudo hacerle frente más que con emboscadas menores.
Como es sabido, una embajada formada por el papa León I, el excónsul Genadio Avieno y el prefecto Trigecio, logró convencer a Atila de que no atacase la ciudad y se retirase, algo que la historiografía coetánea atribuía a la acción divina pero que probablemente se debió a una serie de factores contextuales: la epidemia que afectaba al ejército invasor, la falta de provisiones, la insuficiencia de medios para un asedio, el hostigamiento constante de Aecio y la campaña iniciada por el general Marciano -otro futuro emperador- contra Panonia, que amenazaba con dejar sin líneas de aprovisionamiento a los hunos. Cinco siglos después, se repetía la historia de Aníbal.
Esto hizo crecerse a Valentiniano III, que si bien ya estaba libre de la absorbente presencia de su madre, fallecida en el 450, seguía siendo influenciable, algo especialmente delicado en aquella corte. Siempre receloso del poder de Aecio, al fin y al cabo un hombre que había apoyado al usurpador Juan, aprovechó su debilitamiento, consecuencia de no haber ya ningún peligro en el horizonte que requiriese de su genio militar, una vez anulados los hunos y muerto Atila en el 453, para enfrentarse a él y quitárselo de en medio
De nada sirvió que el magister militum intentara afianzar su posición entroncando con la familia imperial por vía matrimonial, al casar a su hijo Gaudencio (a quien tuvo con Pelagia, la viuda de Bonifacio, con la que se había casado al morir éste) con Placidia, la hija del emperador. Cabe añadir que el de Aecio y Pelagia habría sido un enlace en segundas nupcias, pues se cree que una década antes tuvo otra esposa, la hija de Carpilio (el comes domesticorum de la guardia imperial), quien le dio un hijo también llamado Carpilio.
El caso es que en septiembre del 454, reinstalada la corte en Rávena, Valentiniano III tuvo una reunión administrativa con Aecio en la que discutieron, subiendo de tono progresivamente hasta que el emperador, ciego de ira, le acusó de pretender el trono, atravesándole con su espada con la ayuda de Heraclio, su chambelán, presunto inductor del crimen junto con el senador Petronio Máximo. Según Edward Gibbon, el escritor, poeta y futuro obispo Sidonio Apolinar le dijo luego a Valentiniano que con esa muerte se había cortado la mano derecha con la izquierda.
Y, en efecto, seis meses más tarde el emperador cayó asesinado por Optila, un escita amigo de Aecio al que instigó Petronio Máximo. Paralelamente Transtila, otro escita igualmente leal al fallecido, se encargó de quitar la vida a Heraclio, despejando el camino hacia el trono al senador. Es interesante señalar dos datos: al parecer, Transtila estaba casado con la única hija de Aecio; y Petronio Máximo únicamente pudo reinar dos meses, muriendo linchado por el pueblo cuando trataba de escapar de Roma ante la inminente llegada de los vándalos de Genserico.
Se abría un período en el que surgió otra figura que brilló con luz propia, un nuevo «hombre fuerte» que ponía y deponía emperadores: Ricimero, del que ya hablamos en otra ocasión.
Fuentes
Sergei Ivanovich Kovaliov, Historia de Roma | Adrian Goldsworthy, La caída del Imperio Romano | Edward Gibbon, Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano | Penny MacGeorge, Late Roman warlords | Arther Ferrill, La caída del Imperio Romano. Las causas militares | Ian Hughes, Aetius. Attila’s Nemesis | Santiago Castellanos, En el final de Roma (ca. 455-480): La solución intelectual | Wikipedia
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