Hace poco en el artículo dedicado a María la Judía, decíamos que esa mujer no inventó exactamente el baño maría, conocido desde mucho antes, pero sí que se le puso su nombre. El responsable de la nominación fue un médico que vivió a caballo entre los siglos XIII y XIV y que además, como buen sabio medieval, era multidisciplinar: ensayista, literato, teólogo y diplomático, esto último en el sentido estrictamente político, ya que también se trataba de un consumado e incontinente polemista, lo que le causó más de un disgusto. Nos referimos a Arnau de Vilanova.
Se le conoce también por variantes de su gracia en castellano y latín, como Arnaldo de Villanueva o Arnaldus Villanovanus, dado que era un consumado políglota que, aparte de las citadas, manejaba varias lenguas más, caso del griego, el hebreo (lo aprendió con Raimundo Martí pero, además, su mujer, a la que conoció en Montpellier, era de ascendencia judía), el árabe y algunas romances francesas e italianas, dado que vivió en esos sitios. Asimismo, hablaba y escribía en catalán y valenciano (Confessió de Barcelona, Raonament d’Avinyó); hay que poner ambas posibilidades debido a que a veces son traducciones y a la incertidumbre sobre su lugar de origen, pues la documentación conservada sobre su vida se limita a los últimos treinta años, quedando lo anterior en el ámbito de la especulación.
Y es que, si no se sabe el año exacto de su nacimiento (calculado entre el 1240 y el 1258), otro dato que se ignora es su localidad de nacimiento, que unos sitúan en Villanueva de Jiloca y otros en Vilanova de Grao (hoy El Grau). La primera es un municipio de la actual provincia de Zaragoza, por entonces parte del Reino de Aragón; la segunda, un barrio portuario de la capital del Reino de Valencia (incorporado a la corona aragonesa, como veremos). La documentación conservada parece inclinar la balanza hacia la candidatura aragonesa, si bien no hay seguridad al respecto. De hecho, se han propuesto más puntos para su llegada al mundo, desde Francia (en Vilanova de Magalona, en el Languedoc) hasta Cataluña (bien en la Provenza, bien en Vilanova i la Geltrú).
Respecto a la opción catalana, cabe añadir que en Lérida es común el apellido Vilanova y además, en tiempos medievales, tenía una universidad de referencia. Es posible que sus ancestros procedieran de allí y por eso él mismo se autodefinió como Arnaus Ilerdensis en su obra De spurcitiis pseudo-religiosorum. Se sabe, por otra parte, que sus coetáneos le apodaban el Catalán (Arnaldus cathalanus), que el papa Bonifacio VIII dijo de él que era el único catalán de bien que conocía y que el propio Arnau se refería a los catalanes como «compatriotas meos». No obstante, las referencias sobre el asunto resultan tan confusas y contradictorias que Marcelino Menéndez y Pelayo ya escribió en 1880: «El referir y contrariar los yerros cometidos por los biógrafos de Arnaldo sería prolijo y enfadoso».
En cualquier caso, lo que sí es cierto es que el personaje no tardó en emprender vuelo y dejar su tierra natal, probablemente acompañando a su familia, para instalarse en el reino valenciano. Éste era de creación reciente, pues Jaime I el Conquistador, rey de Aragón y conde de Barcelona, había conquistado la taifa musulmana tras una campaña desarrollada entre los años 1233 y 1238 (aunque las operaciones aún se prolongaron un tiempo). Arnau y los suyos se establecieron allí, mismo sitio donde él fue tonsurado al tomar órdenes menores a la edad de siete años, de ahí que algunos escritos papales se refieran a él como “clericus Valentinae dioecesis”, ciudad donde tenía propiedades. Pero volvería a viajar. Y mucho.
Primero, hacia 1260, marchó a estudiar a Montpellier, ciudad mediterránea francesa y capital del señorío homónimo, que se había incorporado a la corona aragonesa en 1204 merced al matrimonio del rey Pedro II con María de Montpellier, los padres de Jaime I. Allí se ubicaba una de las escuelas médicas más importantes de Europa donde Arnau se graduó como magister en Medicina, profesión que implicaba formación también en filosofía y teología; no en vano seguía la inspiración escolástica. Hasta no hace mucho se creía que siete años más tarde continuó sus estudios en Nápoles, donde permaneció hasta 1267 y tuvo ocasión de conocer la famosa Escuela Médica Salernitana, pero parece ser erróneo.
Se convirtió en un profesional de tanto prestigio que se le atribuyen méritos que en realidad no tuvo, entre ellos haber aprendido con Giovanni de Casamicciola, ilustre profesor de medicina de la Universidad de Nápoles, o la publicación de tratados de alquimia que hoy se ha descartado que fueran suyos. Respecto a esto, aunque en su tiempo se le consideraba así y puede que al menos tuviera cierto interés por ello, lo hizo siempre desde una perspectiva crítica (al igual que con la magia), como casi todos los sabios de la época; eso sí, se dice que la puerta de su casa de Montpellier estaba decorada con un signo alquímico clásico, el uróboro (una serpiente o dragón que se muerde la cola).
De 1281 a 1290 ejerció la medicina y su enseñanza, forjándose una gran reputación tanto en el plano práctico -fue galeno personal de tres reyes y tres papas, y el primer sanitario que empleó el alcohol como antiséptico- como en el teórico. De este último queda como prueba una abundante producción bibliográfica, que sería referencia obligada para los médicos posteriores. La mayoría de los títulos los escribió mientras estuvo en Montpellier, como apoyo a las clases que impartía: Parábolas de la medicación (antología de aforismos temáticos), De humildo radicale (ensayo teórico), De considerationibus operis medicinae (manual técnico), De graduatibus medicinarum (farmacopea), Aphorismi de gradibus (relación de dosificaciones farmacológicas), o Simplicia y Antidotarium (catálogos de medicamentos).
Quizá merecen un aparte Regimen sanitatis ad regem Aragonum (descripción de los tratamientos aplicados al rey de Aragón, que fue traducida al valenciano y el hebreo) o la que probablemente sea su obra maestra, Speculum medicinae (un estudio general de la medicina con fines docentes), aunque el número de títulos suma veintisiete seguros, a los que hay que añadir medio centenar más atribuidos. Ya dijimos que de ellos se han excluido los alquímicos (Rosarius Philosophorum , Novum Lumen, Flos Florum…) y otros que antes se consideraban suyos (Breviarium practicae, Regimen sanitatis Salernitanum).
Por último, se le reconocen traducciones del árabe de clásicos como Corpus Hippocraticum de Hipócrates y sus discípulos, Methodo medendi de Galeno, De viribus cordis y Canon de Avicena o De medicinis simplicibu de Abu-l-Salt, así como un cuarteto de libros de carácter diferente al tratar temas ajenos a la medicina: apocalíptico, sermones, profecías, cartas, religión, astrología…; se trata de Confessió de Barcelona, Lliçó de Narbona, Raonament d’Avinyó e Informació espiritual, editados recientemente, por primera vez, juntas bajo un epígrafe común: AVOThO, siglas de Arnaldi de Villanova Opera Theologica Omnia. Era algo pendiente, ya que las obras médicas de Arnau ya lo estaban como Opera omnia y tuvieron un éxito considerable, conociendo decenas de ediciones a lo largo de los siglos siguientes.
Decíamos antes que Arnau llevó a cabo muchos viajes. Ello se debió a que en 1290 había entrado al servicio de la monarquía aragonesa, lo que le obligó a establecerse en Barcelona, atendiendo primero la salud de Pedro III como médico de la corte. La muerte de Pedro III en 1285 le liberó de residir en Barcelona y pasó a Montpellier para ejercer la enseñanza, aunque Alfonso III le mantuvo el cargo, lo que le obligaba a ir y venir y, de hecho, tras fallecer el monarca en 1291, su sucesor Jaime II reclamaba sus servicios periódicamente. En la localidad gala, por cierto, conoció a su esposa, Agnès Blasi, con la que tuvo una hija llamada María. Pero su relación con la corona aragonesa no fue sólo médica; también la representaría en el ámbito diplomático, cuando el soberano le envió a la corte francesa para solventar un problema fronterizo.
Sería una experiencia agridulce, puesto que aprovechó su estancia en París para exponer sus ideas teológicas, a las que cada vez se iba aficionando más en detrimento de la medicina. Esa exposición, realizada en 1300, supuso la primera de las polémicas en las que se iba a ver envuelto. Fue en la Universidad de la Sorbona, donde presentó su Tractatus de tempore adventu Antichristi (Tratado sobre el tiempo en que ha de venir el Anticristo), una obra influida por el pensamiento del abad calabrés Joaquín de Fiore, que era un franciscano heterodoxo ya fallecido, partidario de volver a la regla estricta (sus seguidores eran apodados joaquinitas) y que había augurado el final de la Historia para 1260, fecha en la que la Iglesia se renovaría por completo, convirtiéndose los seres humanos en una especie de monjes ideales, plenos de espiritualidad.
Si Joaquín de Fiore había sido inicialmente condenado en el IV concilio de Letrán -aunque posteriormente fue rehabilitado e incluso beatificado-, Arnau escandalizó al claustro universitario galo por una combinación de profecías con críticas a la riqueza de la Iglesia y a la intolerancia de los dominicos, que conocía por haber estudiado de niño con ellos (irónicamente, María ingresó en esa orden en 1291). El incidente le supuso una acusación de herejía y el consiguiente encarcelamiento, pero tuvo la suerte de que tiempo atrás había curado al papa Bonifacio VIII de una dolorosa enfermedad y éste intervino a su favor. Los franceses arrojaron sus libros a la hoguera mientras él lograba ponerse a salvo, poniéndose bajo la protección papal. Bonifacio VIII hasta le permitió que en 1301 publicase un opúsculo en el que reivindicaba su postura.
Enfrente, tenía ante la oposición de los ofendidos dominicos, que rebatían sus tesis encabezados paradójicamente por un antiguo amigo suyo, fray Martín de Ateca. Era un erudito profesor de teología y filosofía -se le considera el primer filósofo tomista del Reino de Aragón- que había sido confesor de Jaime II y del propio Arnau. Él refutó su Tractatus negando la fecha que había dado para el fin del mundo, 1378, aduciendo la imposibilidad de que el Hombre pudiera conocer su destino final debido a dos razones: que Jesucristo dijo a los apóstoles que no lo saben «ni los ángeles del Cielo» y la tesis de San Agustín de que la duración de la sexta y última edad de la humanidad es incierta; por tanto, las profecías carecen de sentido.
La muerte del papa en el año 1303 cambió sustancialmente las cosas porque su sustituto, Benedicto XI, apenas duró ocho meses y el ansia con que Arnau había intentado ganárselo se le volvió en contra: se le consideró sospechoso de participar en una conspiración para matarlo porque el pontífice murió de una indigestión de higos, lo que levantó rumores de envenenamiento y Arnau había publicado un Tractatus de venenis, aunque fueron tantos los sospechosos, desde Guillermo de Nogaret (consejero real de Francia, enfrentado con el papa) a los amigos del prelado anterior, pasando por los franciscanos espirituales (una rama rigorista de la orden), que Arnau pudo salir indemne.
El panorama incluso mejoró en 1304, cuando se eligió como nueva cabeza de la Iglesia a un amigo suyo, Clemente V, quien, junto con el obispo de Valencia Jazperto de Botomat, revisó su obra sin encontrar nada punible y le exoneró de la causa abierta por el inquisidor Guillem de Colliure. De hecho, Arnau se instaló en la corte de Aviñón como representante del Reino de Aragón, lo que le permitió recorrer la Provenza predicando en nombre del Papa (por eso se le tomó también por provenzal). A él se debe, casi seguro, la bula que exigía a los estudiantes de medicina el conocimiento de una quincena de tratados grecoárabes. Fue entonces cuando su vida alcanzó mayor intensidad, participando en episodios políticos y religiosos como el juicio a los templarios de 1307, la citada división ideológica de la orden franciscana o el proyecto de organizar una cruzada contra el Reino de Granada, aparte de idas y venidas a Aragón para atender los achaques de Jaime II.
Lamentablemente, su insistencia en los temas apocalípticos le hizo caer en desgracia ante el rey de Aragón. En 1309 encontró un discípulo en el hermano de éste, Federico II, que había impuesto por las armas sus derechos sobre el Reino de Sicilia frente a los Anjou franceses. La confianza entre ambos era tal que el monarca pidió a su maestro una interpretación para las visiones oníricas que había experimentado, sin sospechar el conflicto que ello iba a causar. Porque Arnau creyó ver en esos sueños el vaticinio de una renovación de la Iglesia que salvaría la cristiandad, tal cual había planteado Ramón Lull en su Rex bellator, algo que habrían de protagonizar Federico y Jaime, quien también le había hecho consultas de ese tipo.
La cosa no hubiera tenido mayor trascendencia si la labor aclaratoria del médico hubiera quedado en el ámbito personal; pero no fue así sino públicamente, desvelando cuestiones que eran íntimas, lo que desencadenó el alboroto en la corte aragonesa y en la cúpula religiosa. Arnau tuvo que dejar Aviñón e instalarse en Sicilia, bajo la protección de Federico II. Un par de años bastaron para enfriar el asunto lo suficiente como para que en septiembre de 1311 volviera a ponerse en movimiento: viajar a Roma en misión diplomática para tratar de evitar una guerra en Italia.
Aunque el Tratado de Caltabellotta, firmado en 1302, trajo la paz y dejaba el trono siciliano en manos de Federico, la condición era que a su muerte lo legara a los angevinos. Pero el hijo del frustrado Carlos de Anjou, Roberto I, que reinaba en Nápoles, era también uno de los más destacados güelfos, defensores del dominio del Papa en Italia frente a los gibelinos, partidarios del control por parte del Sacro Imperio. Clemente V quiso reconciliar ambas facciones compensando a los Anjou la pérdida de Sicilia con un reino de nueva creación, el de Arlés. La oposición del rey de Francia y la entrada en Italia del emperador Enrique VI, convirtieron la península en un peligroso avispero que Arnau trataba de evitar cuando le sorprendió la muerte.
En realidad, decir que le sorprendió puede considerarse algo exagerado, teniendo en cuenta que por entonces debía tener alrededor de setenta y un años aproximadamente, una edad muy superior a la esperanza media de vida de esa época. Pero es que no se trató de un óbito por causas naturales sino ahogado, fruto de un naufragio cuando navegaba a la altura de Génova.
Así fue el fatídico final de un personaje que, en una carta a Bonifacio VIII, se describió a sí mismo magistralmente como «homo sylvester, theoricus ignotus et practicus rusticanus» (hombre silvestre, teórico ignoto y aldeano práctico), «natus ex gleba ignobile et obscura» (nacido en un terruño desconocido y oscuro). Por suerte, no llegó a saber que sus obras «espirituales» serían condenadas en 1316.
Fuentes
Juan Antonio Paniagua Arellano, Arnau de Vilanova (en Diccionario Histórico de RAH, Real Academia de la Historia) | Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles | Marcelino Menéndez y Pelayo, Arnaldo de Vilanova, médico catalan del siglo XIII | José Miguel Borja, Páginas memorables y apócrifas de la historia del Reino de Valencia | Quintin Chiarlone y Carlos Mallaina, Historia de la farmacia | Joseph Ziegler, Medicine and religion c.1300. The case of Arnau de Vilanova | Wikipedia
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.