Para derretir chocolate, para licuar miel, para calentar conservas y biberones en los tiempos pre-microondas, para elaborar postres y salsas, incluso para fabricar jabón casero… El baño maría es un método cuyos orígenes se remontan ya a la Antigüedad, no sólo en el ámbito doméstico sino también en el protoindustrial y en el científico, ya sea en su modalidad farmacéutica, ya en la alquimística. Y, si hacemos caso a algún autor clásico, fue inventado por una mujer tardo-egipcia en el siglo III d.C: María la Judía.
En realidad no se trató de una creación suya. Esa atribución fue un error cometido por Zósimo de Panópolis, un alquimista y gnóstico, nacido en la ciudad homónima (ubicada en el Alto Egipto, actual Ajmin) pero de ascendencia griega, célebre porque en el siglo IV d.C. escribió un conjunto de libros que suelen recopilarse bajo el título común de Cheirokmeta («Cosas hechas a mano»), de los que quedan fragmentos sueltos en lengua helena o sus traducciones al árabe y el sirio.
Error, decimos, porque Zósimo, que hizo una auténtica antología de otros practicantes históricos de la alquimia (actividad que hasta el siglo XIX se consideró parte de la ciencia), cita a María entre esos «sabios antiguos» (aludiendo a gente como Demócrito, Moisés, Ostanes, Hermes, Isis, Chymes, Agatodemon, Pibechios, Iamblichus, etc.) y le asigna el invento, ignorando que ya lo habían descrito cientos de años antes el médico Hipócrates y el filósofo Teofrasto, por ejemplo. Y es que la figura de María siempre estuvo rodeada de un halo de misterio; apenas hay referencias biográficas comprobables.
Sabemos que nació en Alejandría, la famosa urbe portuaria de un Egipto que, en aquel siglo II d.C. que se aventura como fecha de su llegada al mundo, formaba parte del Imperio Romano (y que unos doscientos años más tarde alumbraría a otra mujer excepcional, Hipatia). Nada más, prácticamente; el resto de datos se circunscriben a su obra, puesto que escribió varios libros, aunque no se conserva ninguno al resultar destruidos por el incendio de la biblioteca de Alejandría y la persecución contra la alquimia y la hechicería decretada por Diocleciano. Únicamente quedan citas recogidas por otros autores hermetistas, gracias a los cuales sabemos algo de sus trabajos de investigación y experimentación.
Uno de ellos fue el bizantino Jorge Sincelo, alias el Monje, que como se puede deducir era un sacerdote (el sincelo ejercía de secretario del patriarca en la Iglesia Ortodoxa; en el caso que nos ocupa, dicho patriarca fue San Tarasio). Vivió, eso sí, muy posteriormente, entre finales del siglo VIII y comienzos del IX d.C. Quizá por eso debió presuponer bastante, diciendo en su Eklogué Cronografías que María fue maestra de Demócrito (el famoso filósofo presocrático greco-tracio) durante su estancia en Menfis, algo imposible; Demócrito estuvo cinco años en Egipto, en efecto, pero seis siglos antes.
Otro que la reseña es el árabe Al-Nadim, en cuya enciclopedia, Kitāb al-Fihrist, elaborada en el último cuarto del siglo IX, añade su nombre al de medio centenar de célebres alquimistas; según explica, porque era conocedora de la forma de la preparación del caput mortuum, la sustancia de desecho resultante de un proceso de destilación química. Un residuo del nigredo, la primera fase de la transmutación de la materia en oro (las otras dos se denominaban albedo y rubedo), antes de su paso al superior estado aurífero. Cabe añadir que históricamente también se denominó así a un pigmento basado en el óxido de hierro con el que se hacían colores oscuros rojizos, como el rojo veneciano o el púrpura cardenal; más tarde designó al color marrón egipcio, obtenido del polvo de momia.
En fin, que si para los árabes era hija de Platón y se la identificaba con el azufre -era costumbre asociar al alquimista con la sustancia que solía trabajar-, otros suponían que su verdadera identidad había que buscarla en Miriam, la hermana de Moisés y Aarón; alguno, incluso, aventuró que se trataba de la mismísima María Magdalena. En cambio, el ermitaño Morieno, otro alquimista del que se rumoreaba que había descubierto la piedra filosofal y que vivió en el Jerusalén del siglo VII, se refería a ella como «María, la profetisa» en su Liber de Compositione Alchimiae, de nuevo en relación a Miriam (a quien el Éxodo, el Talmud y la Torá llaman así).
Hay más. Fulcanelli (pseudónimo de un autor francés de libros de alquimia del siglo XX, si bien hay quien apunta a que se trata, en realidad, de una identidad grupal) la define como «maestra de filósofos», mientras que el británico F. Sherwood Taylor, historiador científico (fue director del Science Museum de Londres entre 1950 y 1956) especializado en la historia de la alquimia, rompe una lanza a favor de su cuestionada existencia real y además la considera verdadera descubridora de la práctica alquímica.
En suma, no está clara la historicidad del personaje; las variopintas hipótesis sobre la identidad de María la Judía, tan dispares entre sí, hacen que parezca razonable dudar de su existencia real. No obstante, hay quien sí cree en su existencia basándose en las partes recogidas por terceros de los textos que dejó. Entre los títulos figurarían: Alumen de Hyspania (un folio manuscrito sobre un tipo de alumbre típico de la Península Ibérica; se conserva en el Trinity College de Cambridge); Mariae prophetissae de ocultis naturae liber (está en la Biblioteca Nazionale de Florencia); y Les septs visions de Marie la prophetesse sour Louvre de la Pierre des philosophes (por el estilo, se cree que lo hizo un alquimista medieval usando pseudónimo).
La obra más importante es Diálogo de María y Aros sobre el magisterio de Hermes, también conocido como Extractos hechos por un filósofo cristiano anónimo debido a que fue un filósofo cristiano de nombre desconocido el que copió algunos fragmentos. Gracias a ellos se sabe cuáles eran las operaciones básicas de la alquimia, caso de la leucosis (blanqueamiento), que se hacía por trituración, y la xantosis (amarilleo), realizada mediante calcinación. Asimismo, la obra describe el uso de sales ácidas e incluye recetas para fabricar oro, el opus magnum, entre ellas una con mandrágora.
El Diálogo se desarrolla entre dos personajes de la literatura hebraica y guarda el estilo de ésta, anterior a Zósimo, en su carácter metafórico. Aparecen expresiones de la primera etapa alquímica (Hermes, agua divina, los cuatro elementos de la Naturaleza), mientras que otras no (piedra filosofal) y se apunta una interpretación de los minerales asociada a principios sexuales, de manera que la unión de unos sería fructífera frente a la estéril de otros. Los expertos opinan que el autor o autores eran alquimistas judíos que usaron el pseudónimo de María por la costumbre de atribuir los temas astrológicos y alquímicos a personajes de la Biblia. En cualquier caso, ello revela una considerable antigüedad del texto.
Por otra parte, a partir de esa obra se atribuyen a María preceptos alquímicos crípticos como la unión de los opuestos («Une al macho y a la hembra, y encontrarás lo que buscas») y el axioma que lleva su nombre («Uno se convierte en dos, dos se convierten en tres, y del tercero sale el uno como el cuarto»), del que Marie-Louise von Franz, una psicóloga jungiana del siglo XX que solía interpretar cuentos de hadas y tratados de alquimia inextricables, dedujo que contenía metáforas del principio femenino, la tierra, las regiones subterráneas y el mal interpolado entre los números impares del dogma cristiano.
El propio Jung recurrió al Axioma de María para simbolizar el proceso de individuación: uno sería la totalidad inconsciente; dos, el conflicto de los opuestos; tres, puntos para una posible resolución; la tercera es la función trascendente, descrita como una «función psíquica que surge de la tensión entre la conciencia y el inconsciente y sustenta su unión»; y el uno como el cuarto sería un estado transformado de conciencia, relativamente completo y en paz. Así, ese axioma puede interpretarse como una analogía alquímica del proceso de individuación de muchos a uno, de la inconsciencia indiferenciada a la conciencia individual.
Ahora bien, la faceta más destacada de María sería la de inventora, pues ella habría ideado algunos de los instrumentos más importantes para la práctica de la alquimia. Por ejemplo, Zósimo describe por primera vez un tribikos y transcribe la descripción que dejó la propia María. Era un alambique de tres brazos (los de dos se denominan dibikos), consistente en una vasija de barro de la que el líquido a destilar salía por tres espitas de cobre hacia otros tantos recipientes, mientras una mantera servía para la condensación del vapor. Eso sí, hay que decir que consta la existencia del alambique desde el año 1200 a.C aproximadamente, descrito en una tablilla cuneiforme asiria al hablar de una mujer llamada Tapputi–Belatekallim, supervisora de palacio, que elaboraba perfumes por destilación.
Otra creación suya sería el kerotakis, un aparato que se usaba para tratar unos metales con vapores de otros (o de ácidos u otras sustancias), con la particularidad de que su recipiente estaba cerrado al vacío. Fue más importante que el tribikos en el sentido de que constituyó una herramienta fundamental en la práctica alquímica y, de hecho, servía para la transmutación: María usaba arsénico, mercurio y azufre para replicar el proceso natural de la génesis aurífera subterránea, obteniendo una aleación de aspecto similar al oro, si bien el producto más significativo fue el llamado negro maría (un pigmento para pintura a base de sulfuro de plomo y cobre). Nunca imaginó que en 1879 un alemán llamado Franz von Soxhlet usaría el mismo concepto para inventar el extractor homónimo.
Sin embargo, el invento más popular y exitoso habría sido el baño maría. Ya dijimos que en realidad era conocido anteriormente, por lo que el mérito de María estaría en haberle legado involuntariamente su nombre. Éste se lo puso Arnaldo de Vilanova, aragonés establecido en Valencia, el médico más importante del mundo latino medieval, que atendía a reyes y papas, y autor de importantes tratados de medicina, teología y filosofía; tradicionalmente se le atribuían también textos de alquimia, pero luego se concluyó que no eran suyos.
Antes de aplicarse a la cocina, el baño maría servía para destilar sustancias volátiles o aromáticas. Y conviene aclarar que si consiste en calentar un recipiente dentro de otro más grande lleno de agua, el método original era a base de arena y cenizas, con las que se calentaba un recipiente que, a su vez hacía lo mismo con otro; la arena se explica por su capacidad para resistir temperaturas superiores al agua y su cualidad de mantener el calor, pues, como explica Antonio de las Heras en su libro Alquimia, era fundamental asegurar un aporte continuo de calor (un defecto interrumpiría el proceso y un exceso lo malograría).
En fín, si verdaderamente existió, María la Judía fue la mujer alquimista más importante, pero no la única. También se pueden citar otras como Madame de Pfuel y sus dos hijas, que trabajaron para Federico II en el siglo XVIII; o Martine Berteream, esposa del alquimista Jean du Chaterlot, junto al que escribió varios tratados mineralógicos; Irene Hiller-Erlanger, que además era poetisa y estaba entre las favoritas del mencionado Fulcanelli; Grace Mildmay, practicante de alquimia médica; y Aemilia Lanyer, Jane Lead, Lucy Hutchinson, etc. Un reciente estudio de la Comisión Europea las recuerda.
Fuentes
Joaquín Pérez Pariente, La alquimia | Siro Arribas Jimeno, La fascinante historia de la alquimia descrita por un científico moderno | Antonio las Heras, Alquimia | José María de Jaime Lorén, Baño maría-María la Judía (en Epónimos Científicos) | Margaret Alic, El legado de Hipatia. Historia de las mujeres en la ciencia desde la Antigüedad hasta el siglo XIX | Raphael Patai: The Jewish alchemists. A History and source book | WALCHEMY (Comisión Europea), Early modern women and alchemy, 1550-1700 | Wikipedia
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