Corría el año 192 a.C. cuando entró en Esparta un ejército etolio. No llegaba como invasor sino como aliado, tras una petición de ayuda que hizo el rey espartano Nabis para suplir el estado de debilidad en que había quedado el país tras la derrota ante una coalición de romanos, macedonios y aqueos. Sin embargo, durante un adiestramiento conjunto, el general etolio Alexámeno se volvió contra Nabis y lo mató. De ese modo ponía fin a la monarquía en Esparta, a la independencia de ésta y a la insólita revolución social que el soberano había desarrollado.
Nabis no sólo ha pasado a la Historia como el último rey espartano sino también por ser un personaje muy singular, un hombre que protagonizó una auténtica sacudida social y económica al expropiar las propiedades de las clases altas para repartirlas entre el pueblo llano, así como abolir las deudas de éste. Además, manumitió a todos los duloi (esclavos) y les dio en matrimonio a las mujeres y las hijas de sus amos exiliados. Una política tan poco común en la Antigüedad que, combinada con su oscilante posicionamiento en asuntos exteriores, le hizo ganarse la enemistad de buena parte de Grecia.
Y es que Nabis había roto la tradición laconia de la diarquía, es decir, la monarquía bicéfala, al hacerse proclamar como rey único en el año 199 a.C. Sucedía al tirano Macánidas, un guardia de corps de Pélope, el último monarca de la dinastía Euripóntida; al ser aún un niño el rey, no podía gobernar per se y tenía que someterse a una regencia que asumió Macánidas. Pero éste falleció combatiendo a la Liga Aquea en la batalla de Mantinea (que no hay que confundir con las otras dos homónimas anteriores) y el siguiente regente fue el tutor de Pélope, Nabis. Al poco, ya fuera casualidad o no, murió el joven soberano y Nabis se hizo con el poder en solitario, apoyado por un ejército de mercenarios.
Para salvar las apariencias y vincularse a la dinastía reinante hasta el momento, aseguraba ser descendiente de Demarato, rey Euripóntida que había ocupado el trono mucho tiempo atrás, entre los años 515 y 491 a.C., y que tiene cierta fama porque tras ser depuesto se refugió en la corte persa, participando en la proclamación de Jerjes ante Artabazanes y aconsejándole no subestimar a los espartanos en los prolegómenos de la batalla de las Termópilas (como sabemos, Jerjes no le hizo caso y se encontró una inesperada resistencia).
La ascensión de Nabis al trono estuvo favorecida por la situación de descomposición política sufrida por Esparta después de la derrota de Cleómenes III (de la dinastía Agíada pero vinculado por matrimonio a la Euripóntida), un reformista derrocado tras su derrota en la guerra que lleva su nombre, ante la Liga Aquea y Macedonia. Cleómenes III murió intentando recuperar su corona y se produjo un vacío de poder que obligó a Esparta a designar a un niño como heredero; fue el mencionado Pélope. Ahora había llegado el turno de Nabis, cuya falta de certeza en el linaje hizo que muchos historiadores de la época le despreciaran como simple usurpador.
En efecto, autores como Tito Livio y Polibio le llaman tirano y se muestran manifiestamente hostiles en sus obras; «una multitud de asesinos, ladrones, rateros y bandoleros«, define el segundo en sus Historias al ejército mercenario de Nabis. Él mismo tendría que esforzarse en negar esa condición en una carta al general romano Tito Quincio Flaminino, pero, sobre todo, acuñando monedas en las que se hacía nombrar basileus. Así figura en una inscripción del santuario de Delos, como reconoce el propio Livio en su Historia romana, lo que indica que su legitimidad terminó siendo aceptada de alguna manera.
Probablemente influyó el hecho de que, ante esa oposición de las élites, Nabis fue un rey con considerable apoyo popular. Era fruto de la generosidad que él siempre mostró, si bien interesada: necesitaba fondos para poder pagar a los mercenarios que le sostenían, así que retomó el programa reformista iniciado por Cleoménes III (y antes por Agis IV), sólo que llevándolo al extremo y aplicándolo sin escrúpulos; si tenía que recurrir a la violencia, lo hacía, y bien se cuidaron Polibio y Tito Livio de subrayarlo: dicen que solía convencer a los acomodados para que pagasen amenazándoles con enviarlos a negociar con su esposa.
Se trataba de una sutil ironía. Nabis estaba casado con Apega (o Apia) y los rasgos de ella fueron incorporados a un autómata de apariencia femenina que ha pasado a la posteridad con el nombre de Apega de Nabis. Mediante unos dispositivos, cerraba sus brazos en torno a la víctima y la apretaba contra el torso, con la particularidad de que el cuerpo estaba erizado de púas; se trataba, pues, de una especie de versión primigenia de la doncella de hierro. Algo que contribuyó a crear una imagen absolutamente negativa de Apega, a la que los clásicos compararon con Pandora, Cleopatra y Arsinoe. Eso sí, resulta difícil establecer con exactitud cuánto hay de verdad y cuánto de fantasía en todo esto, habida cuenta que también la doncella de hierro se considera un invento romántico del siglo XIX.
En cualquier caso, las polis bajo el dominio de Nabis y Apega experimentaron una fuerte sacudida. Las grandes propiedades que confiscaban a las familias ricas las distribuían entre los ilotas libertos, que les eran inevitablemente leales porque habían roto la ley tradicional que prohibía su liberación; por otra parte, manumitieron a los esclavos (cuya condición era diferente a la de los ilotas), seguramente porque eran escasos en Laconia y legalmente sólo podían poseerlos los homoioi, no los periecos, incorporando a todos al censo y concediéndoles tierras. Para acentuar su política, las esposas e hijas de los ricos que optaban por el exilio eran entregadas a esos nuevos ciudadanos como esposas.
Todo ello proporcionó a Nabis un mayor número de ciudadanos favorables, lo que le permitía convocarlos en asamblea para esquivar la oposición de la gerusía (consejo de ancianos) y los éforos (magistrados), los órganos de control del gobierno. Entonces, con las manos libres y los beneficios obtenidos, pudo acometer su gran objetivo: recomponer el histórico poder militar espartano y aspirar de nuevo a aquella hegemonía que disfrutó a principios del siglo IV a.C., tras imponerse a Atenas en las Guerras del Peloponeso.
Esparta había ido perdiendo dicha supremacía, primero a manos de Tebas, luego de Macedonia y finalmente ante Roma. En el 205 a.C., Nabis firmó el Tratado de Fénice, que convertía a los romanos en sus aliados contra los macedonios y los territorios griegos que estaban bajo la órbita de éstos. Al año siguiente chocó con la Liga Aquea e invadió Mesenia, antaño dominio suyo. Filopemén, estratego arcadio de dicha Liga, le derrotó en Tegea, obligándole a devolverla y dejando patente que Esparta aún no estaba preparada para grandes aspiraciones.
Las reformas interiores que hemos visto le dieron el dinero y tiempo que necesitaba para conseguir una armada potente -formada por piratas cretenses y periecos del litoral, según Tito Livio- y levantar casi diez kilómetros de muralla alrededor de la ciudad (hasta entonces, los muros eran casi testimoniales porque siempre se había confiado en la destreza de los hoplitas para la defensa). La Liga Aquea detectó el peligro y en el 197 a.C. se alió con Roma; dado que uno de sus miembros era Acaya, principal rival de Esparta, Nabis decidió a su vez a acercarse a Filipo V de Macedonia. Éste le recompensó entregándole Argos, la urbe natal de su esposa Apega, a la que confió su gobierno.
Cuando la guerra se volvió adversa a los macedonios, Nabis volvió a cambiar de bando y hasta proporcionó a los romanos un contingente de seiscientos mercenarios cretenses. La derrota de Filipo V en la batalla de Cinoscéfalas selló el final de la contienda: la República Romana ocupaba buena parte de Grecia y Esparta conservaba Argos. Nabis continuó sus reformas, construyendo un arsenal naval en Gitión y abriendo sus puertos para que operasen desde ellos los piratas cretenses. Su flota continuó creciendo y para satisfacer la demanda de remeros admitió para el puesto a los ciudadanos pobres, vetados históricamente hasta entonces.
En realidad, no fue una apertura exclusivamente naval. El empobrecimiento anterior había hecho que muchos homoioi o espartiatas (ciudadanos de pleno derecho) no pudieran pagar la sisitia (banquetes colectivos de las sociedades dorias), lo que les privó de la ciudadanía, pasando a ser hipomeiones (espartiatas degradados). En consecuencia, tampoco tenían dinero para ser hoplitas y el número disponible de éstos había descendido drásticamente, obligando ya al rey Cleómenes III a aumentar la cantidad de efectivos auxiliares a base de periecos e ilotas, así como a formar falanges ligeras, al estilo macedonio. Pero muchos cayeron en la batalla de Selasia y otros se exiliaron ante la política confiscatoria de Nabis, con lo que el problema persistía.
El revolucionario monarca decidió solucionarlo creando una nueva clase social, la de los neodamodes, formada por ilotas liberados y leales, que serían enriquecidos y podrían equiparse y combatir como hoplitas pesados. De paso, además, se terminaba con el ilotismo, un freno tradicional a la expansión por el miedo a una insurrección en retaguardia. Todo ello puso en alerta a los romanos, a quienes la Liga Aquea ya estaba advirtiendo contra Esparta, molesta por el hecho de que uno de sus miembros, Argos, hubiera quedado en su poder. Así, en el 195 a.C., el general romano Tito Quincio Flaminino sometió a votación con sus aliados qué hacer con los espartanos; excepto la Liga Etolia y Tesalia, todos votaron por la guerra.
El casus belli deliberadamente provocado fue un ultimátum a Nabis para que devolviera Argos, cosa que él rechazó. Entonces, un ejército aliado de cuarenta mil hombres entró en el Peloponeso y se unió a otro aqueo de once mil para marchar sobre Argos, defendida por una guarnición de quince mil al mando de Pitágoras, hermano de Apega. Hubo un intento de rebelión interna que fracasó, pero la ciudad no fue sitiada porque, pese a la opinión en contra de los demás líderes griegos, Flaminino prefirió atacar directamente Esparta, donde Nabis apenas pudo reunir diez mil soldados más tres mil mercenarios y dos millares de cretenses.
Además de sus tropas, Flaminino contaba con la adhesión de espartanos exiliados, entre ellos Agesípolis III, rey legítimo derrocado años atrás por el primer tirano, Licurgo (al que no hay que confundir con el célebre legislador homónimo). Asimismo, por mar llegó una flota romana de cuarenta naves al mando de Lucio Quinto Flaminino, y otra de una veintena desde Rodas, isla harta de sufrir la piratería cretense. Por último, se les sumaron otros cuarenta barcos de Pérgamo, a cuyo rey, Eumenes II, le interesaba la colaboración romana ante el temor de una invasión por parte del seleúcida Antíoco III de Siria.
Durante el avance por Laconia hubo un intercambio de golpes, pero las fuerzas de la coalición siguieron adelante y pusieron sitio a Gitión, cuyos comandantes se enfrentaron entre sí al estar uno a favor de rendirse, Dexagóridas, y otro de resistir, Gorgopas, asesinando éste al primero. La resistencia fue feroz pero, al final, Gorgopas tuvo que negociar la entrega de la plaza a cambio de poder retirarse con sus hombres a Esparta. La capital vería incrementado así el número de defensores -a los que se sumaron tres mil argivos encabezados por Pitágoras-, pero Nabis perdía su flota y con ella el dominio marítimo.
Aceptó entonces parlamentar con Flaminino, a quien ofreció devolver Argos y los prisioneros que había hecho. La propuesta fue rechazada y, a cambio, hubo una contraoferta para alcanzar una tregua de seis meses: entregar Argos y la flota, pagar una indemnización durante ocho años y romper su alianza con Creta. Nabis también se negó, confiando en que tenía provisiones de sobra para aguantar y la disputa volvió al campo de batalla. Flaminino, consciente de que no podría rendir Esparta por hambre, se lanzó al asalto y poco a poco las defensas fueron cediendo. Los legionarios intentaron abrir brecha y entrar, siendo obstaculizados primero por la estrechez de las calles y los incendios provocados por Pitágoras, que les forzaron a retirarse.
No obstante, los romanos regresaron y la línea espartana empezó a desmoronarse. Nabis envió a su cuñado a parlamentar, pero Flaminino se mantuvo en las condiciones ya expuestas y hubo que aceptarlas. La noticia llegó a Argos, que también entregó las armas y se reincorporó a la Liga Aquea, cuyos representantes vieron con pesar cómo los romanos no deponían al rey espartano sino que le mantenían para que ejerciera de contrapeso en Grecia (a cambio tuvo que enviar a Roma a su hijo Armenas, como rehén). Tampoco permitieron retornar a los exiliados, aunque sí que sus mujeres se reunieran con ellos, dejando a los ilotas con los que habían sido obligadas a casarse.
En cuanto las legiones abandonaron el territorio griego, Nabis reemprendió la construcción de su flota y ejército. En el año 192 a.C., animado por los etolios, opuestos a la presencia romana, reconquistó Gitión. La liga Aquea solicitó ayuda rápidamente a Roma, que envió una flota dirigida por el pretor Atilio y una columna al mando, otra vez, de Flaminino. Al mismo tiempo, los aqueos enviaron una escuadra que fue derrotada por la espartana mientras el estratego Filopemén tampoco era capaz de imponerse por tierra y tuvo que replegarse. Pero volvió y finalmente forzó a su enemigo a atrincherarse en la ciudad mientras los suyos campaban por Laconia.
La llegada de Flaminino devolvió las cosas al estado anterior a su marcha. Nabis cedió de nuevo… y reincidió en cuanto se fueron sus adversarios, retomando sus planes pero ahora con otros aliados: Antíoco III y la Liga Etolia, la cual envió un contingente de un millar de efectivos y treinta jinetes para adiestrarse junto a los espartanos. Sin embargo, como vimos al comienzo, el general Alexámeno tenía la orden secreta del estratego etolio Damócrito de acabar con Nabis, probablemente porque el primero recelaba de la empatía del otro con Roma (pese a ser enemigos) y aspiraba a liberar a los laconios de su tiranía, según Tito Livio. Un lanzazo por sorpresa le derribó del caballo y fue rematado en tierra por los demás jinetes.
Luego cometieron el error de saquear el palacio y Esparta misma, en lugar de explicar su acción, provocando que el pueblo se sublevara, matase a Alexámeno y expulsara a los etolios que no cayeron junto a él. Poco después, llegó Filopemén, que sí actuó con habilidad: puso orden sobre la anarquía en que había quedado todo e incorporó a Laconia a la Liga Aquea, proscribiendo para siempre la monarquía. En el año 189 a.C., el anuncio de que los exiliados podrían regresar fue detonante de un postrer intento espartano de separarse de la liga; terminó aplastado y supuso el fin inexorable de su muralla, sus leyes y, en suma, su independencia. Roma asistió a todo ello sin intervenir, frotándose las manos.
Fuentes
Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación | Polibio, Las historias de Polibio de Megalópolis | Plutarco, Vidas paralelas. Filopemén | Pierre Grimal, El mundo mediterráneo en la Edad Antigua. La formación del Imperio Romano | Paul Cartledge y Antony Spawforth, Hellenistic and Roman Sparta. A tale of two cities | Peter Green, Alexander to Actium. The historical evolution of the Hellenistic Age | Wikipedia
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